El 30 de abril, al comienzo de la cuarta jornada del trekking por las montañas del sur del valle de Baliem, Papúa, nuestro guía Micky Maus, después de haberle dado más dinero del acordado, nos dijo que abandonaba la expedición, y que el hasta entonces porteador y cocinero, mister US-Army, sería el nuevo guía. Brendan y yo, hartos como estábamos de sus informalidades, le dijimos que ahí acababa nuestro acuerdo y que continuábamos en solitario lo que quedaba de excursión.
Día 4. Kilise - Kurima - Syokosimo
Como en los días previos habíamos hablado largo y tendido con Micky Maus sobre la ruta, teníamos una idea clara de por dónde continuar, así que en seguida nos dirigimos hacia Kurima, junto al río Baliem, y donde había un puente para cruzar al otro lado del valle.
En el camino nos íbamos reafirmando en la decisión tomada, ya que Micky Maus era sobre todo un charlatán y un caradura. Brendan me decía que la noche antes, cuando en la cabaña nuestro ex-guía nos había estado hablando extensamente sobre sus experiencias en el pasado como guía de muy importantes expediciones, y luego de otras más importantes aún que tenía previsto para el futuro, le dio muy mala espina, porque ese es un método que utilizan los gañanes para autoconvencerse y reafirmarse ante las malas acciones que están a punto de cometer.
Así que amigo, cuando un tipo se vanaglorie en exceso de las cosas que hizo en el pasado, declare que el futuro será aún más impresionante y no haga mención al presente (que es lo único que existe), desconfía de ese elemento. Te lo dice uno que siempre se equivoca.
También reflexionamos sobre el hecho de porqué nos había dado tantas extravagantes excusas para no cruzar el puente de Wuserem. Llegamos a la conclusión de que tenía planeado abandonarnos, y continuar hasta allí hubiera sido alejarse muchísimo de la civilización, mientras que, gravitando alrededor de Kilise podría regresar fácilmente a Wamena, pues desde ese poblado se llegaba a la parada de buses en unas dos horas.
Nos preguntábamos si les volveríamos a ver. Lo bueno era que con el dinero entregado esa mañana, habíamos saldado de sobra cualquier tipo de deuda: habíamos pagado la parte de la excursión transcurrida y algo más. Cualquier reclamación económica posterior sólo podría despertar la carcajada.
Pero nuestras dudas no tardaron en despejarse. Cuando ya íbamos enfilados hacia Kurima, apareció US-Army silbando y cantando, muy alegre por tanto, como si nada hubiera pasado. Nos dijo que le siguiéramos, pero le repetimos que no queríamos saber nada de él. Él pareció no escuchar y continuó todo pizpireto, adelantándose bastante.
Cuando en Kurima llegamos a la bifurcación que llevaba hasta el puente, allí estaba esperándonos US-Army, que nos llamó con un gesto. Le volvimos a repetir que no queríamos que viniera con nosotros, que le habíamos dicho muy claro a Micky Maus y a él que seguiríamos solos porque nos habían engañado y habían inclumplido el acuerdo.
Entonces la sonrisa y el buen rollo de mister US-Army se tornó completamente, y con cara de extrema dureza, nos rugió que había estado porteando y cocinando para nosotros esos días y que le teníamos que pagar por ello. La cantidad que nos reclamó fue justo el tercio que restaba por pagar en caso de haber continuado la excursión.
Le replicamos que nosotros no teníamos que pagarle, que debía ser Micky, su jefe, y le argumentamos que además habíamos pagado sobradamente por los días que habíamos estado con ellos. Intentamos continuar caminando, pero él nos lo impidió volviendo a repetir que le teníamos que pagar por los días de trabajo.
Le dije que era un estúpido si pensaba que nosotros éramos los que teníamos que pagarle y no Micky Maus. Entonces siguió con que fuéramos a la policía de Wamena; pero nosotros le contestamos que para qué ir hasta Wamena, cuando allí mismo había un cuartelillo. Nos dijo que no, que a la policía de Wamena, y nosotros nos fuimos directamente a la policía de Kurima mientras él nos seguía resignado unos pasos por detrás.
Llegamos al cuartelillo y afortunadamente allí había un policía que hablaba algo de inglés. Le explicamos lo que estaba sucediendo, que el guía había incumplido la ruta que había planificado para nosotros y que se había despedido repentinamente dejando al porteador como guía. Le mostramos el cuaderno de Brendan, donde Micky Maus había escrito pormenorizadamente los detalles de la excursión, con su nombre, con el precio. Le explicamos el dinero que le habíamos pagado y que correspondía ampliamente con la parte que habíamos hecho, y que ahora el porteador nos pedía a nosotros el resto del dinero, y que todo hacía pensar que el guía no le había pagado su parte a él.
Llegó entonces US-Army y habló con la policía, contando su visión del asunto, pero los policías acabaron riéndose de él. Luego US-Army nos dijo que esperáramos a Micky Maus, que tendría que pasar por allí camino de su casita. Le dijimos que no teníamos que esperar a nadie y yo, además, le recalqué que Micky Maus era una mala persona y él mismo era medio mala persona. Esto le enfadó y me hizo repetirlo. Se lo repetí bien clarito, pero no le quise hacer más daño diciendo que era solo medio malo porque la otra mitad lo ocupaba la estupidez.
Le preguntamos al policía si nos podíamos marchar para continuar nuestra ruta. Nos dijo que sí, nos dió la mano y nos guiñó el ojo apuntando con la cabeza a US-Army como diciendo: pobre diablo, es bobo.
Nos marchamos y allí se quedó el ex-porteador, seguramente esperando al ex-guía para ajustar cuentas delante de la policía.
Liberados por fin del yugo opresor de la pareja hunde-expediciones, cruzamos el magnífico puente colgante de Kurima sobre el río Baliem. El río era de una fiereza impresionante, un agua marrón y turbulenta que bajaba dando saltos con terrible fuerza y ruido ensordecedor. Brendan me dijo que este lugar podría convertirse fácilmente en la meca del piragüismo extremo. Yo solo sabía que de caer al agua nadie podría sacarme de allí.
Nada más cruzar el puente comenzaba una pista que cogía una fuerte inclinación remontando las laderas de la montaña, para luego continuar de forma más suave en dirección sureste por ese lado del valle de Baliem.
A pesar de que sólo había una posible ruta, siempre resulta conveniente asegurarse de que se va por el lugar adecuado, así que enseguida que vimos a un lugareño, le preguntamos si ese camino nos llevaría hasta nuestro destino, el poblado de Syokosimo.
Por supuesto, Brendan y yo seguimos charlando animadamente de nuestro ex-guía y nuestro ex-porteador. La conducta de US-Army al reclamarnos el dinero con furia, nos había revelado claramente lo que había sucedido.
El gañán de Micky Maus nunca había tenido la idea de continuar con el trekking más allá de Kilise (y por eso no quería ir hasta el lejano Wuserem, cruzando el presunto peligroso/roto puente), y había acordado con US-Army que se repartirían el dinero en dos tercios para uno y un tercio para el otro. Es por eso que antes de abandonarnos, y con la excusa de que se le había acabado el que ya tenía, nos había reclamado el dinero hasta completar los dos tercios de la expedición. El porteador entonces continuaría y se quedaría con el tercio que restaba.
Cuando nosotros nos enfadamos con su bellaca forma de actuar y les despedimos, Micky Maus en lugar de repartir sus ingresos, alentó a US-Army para que nos convenciera de continuar con él, porque en otro caso no íbamos a pagar el dinero que le correspondía en el trato. Si los planes les hubieran salido bien, Micky Maus habría ganado dos tercios del total por currar tres días, y US-Army un tercio por currar seis. En proporción, el guía ganaba cuatro veces más que el porteador.
Panorama de 180º hacia el norte desde el sur de Kurima con el valle de Baliem |
La ruta iba conectando pequeños poblados y nos íbamos encontrando con muchas personas que caminaban hacia Kurima. A casi todos ellos le dábamos la mano al saludarles.
Allí nos encontramos con dos mujeres europeas que venían de vuelta, y que Brendan y yo habíamos visto pasar por la calle del aeropuerto de Wamena unos días atrás. Ellas y otros dos o tres turistas más fueron todos los que llegamos a ver en Wamena. Le preguntamos que si venían de Syokosimo y nos dijeron que sí y que tardaríamos unas cuatro horas en llegar. Iban acompañadas de tres indígenas, osea, que para dos mujeres llevaban un guía y dos porteadores, que manda huevos.
En aquel lugar las vistas del valle de Baliem eran impresionantes porque por la posición y rectitud de estas laderas, mirando hacia el norte se veía todo el valle hasta que se perdía la vista.
Al otro lado del valle teníamos las montañas que habíamos recorrido los días anteriores y en la lejanía, podíamos ver las aldeitas que visitamos. Encima y más al fondo de esas montañas se alzaban algunos de los colosos de estas tierras, con alturas alrededor de los cuatromil quinientos metros, como el monte Puncak Trikora, de 4.750, pero ninguno de los días que estuve en el valle de Baliem pude verlos porque siempre estuvo cubierto por densas nubes.
A veces algunos lugareños nos preguntaban que dónde estaba nuestro guía. Yo al principio respondía que se había caído del puente y se había ahogado en el río, pero después moderé mi discurso y les explicaba que "Micky Maus, guía muy malo, engañarnos quería, nosotros despedirlo", así, en plan tarzanesco.
El punto más alto de la excursión del día fue cuando doblamos hacia el este y nos introdujimos en el valle del río Mugi. Continuamos por la amplia pista que allí había mientras nos cruzábamos con muchos aborígenes. Todas las mujeres portaban sujetas en la cabeza sus bolsas tradicionales con hortalizas.
Pasamos por encima de Ugem, un bonito poblado justo en la entrada del valle de Mugi, y continuamos sin tener muy claro dónde estaba Syokosimo. Yo llevaba un mapa impreso en el cibercafé y que me había descargado de la Internet, pero era muy incompleto y malo porque me parecía que muchas poblaciones estaban como descolocadas. Sin embargo, como no hacíamos más que preguntar a cada instante por el poblado, la gente nos fue indicando con la mano por donde continuar, hasta que nos informaron de que teníamos que abandonar la vía principal y dirigirnos hacia el fondo del valle.
Entonces el sendero se hizo realmente estrecho entre piedras y maleza. Llegamos a un poblado con una misión y creimos que ese era nuestro destino. Me alegró ver que en la misión había un depósito de agua y que uno de sus edificios tenía un porche para el caso de que no tuvieramos donde alojarnos. Y es que suponíamos que en Syokosimo había alojamiento turístico, pero no estábamos seguros. Tampoco sabíamos si habría algo para comer.
Se supone que por estas "inhóspitas" tierras hay que ir con guía y porteadores para llevar todo lo que un extranjero necesita para sobrevivir, ya que Papúa no está desarrollado y en los poblados sólo se comen patatas y algunas hortalizas. Yo en este punto no estaba preocupado, porque no era un problema tenerme que alimentar dos días de patatas y hortalizas, sobre todo porque las patatas cocidas que había probado estaban buenísimas.
Aquel poblado no era Syokosimo, pero nos indicaron por donde continuar, descendiendo por una abrupta pendiente hasta el río Mugi. Allí cruzamos un inestable puente hecho con una apilación irregular de troncos que salvaba las muy bravas aguas.
De nuevo aquel lugar tan cerrado era tremendamente frondoso y tuvimos que atravesar zonas completamente encharcadas donde por todos los lados corría el agua. Eso no era lo mejor para mis zapatos de suelas despegadas y sujetas malamente con esparadrapo. Por supuesto, mis pies se ahogaron.
Seguimos el camino por la ladera sur del valle de Mugi y atravesamos algún bonito poblado. Cuando llegamos a la entrada de Syokosimo le preguntamos a una mujer por el pueblo y esta nos indicó que habíamos llegado. Después le hicimos señas indicando que buscábamos un lugar donde dormir y cenar, y ella misma nos acompañó hasta el alojamiento, junto a la misión.
Fuimos recibidos estupendamente. El encargado hablaba algo de inglés y por supuesto, tenía para nosotros una bonita cabaña y habría cena. Además, el lugar disponía de un saloncito con bombilla que se alimentaba de un pequeño panel solar y una batería. Nos preguntó que cómo era que veníamos sin guía, y le explicamos de forma esquemática nuestras desventuras con Micky Maus, al cual conocía.
Cuando estaba descansando en la puerta de la cabaña, llegó un lugareño y me mostró una maravillosa hacha de piedra (hay que recordar que los papúos sin contacto con el exterior siguen viviendo en el neolítico) y avisé a Brendan porque me había comentado que él estaba interesado en este tipo de instrumentos. Salió y en seguida se interesó. Preguntó por el precio y como era bastante razonable, decidí que también yo querría comprar una. Le preguntamos al señor si no tenía más, pero el hombre no se enteraba de nada a pesar de que saqué un papel, le dibujé dos hachas y le expliqué con señas que una era para Brendan y otra para mi.
Pero allí había gente más espabilada y al poco apareció otro tipo con dos hachas más. Empezamos a regatear apuntando los precios en el papel y al final llegamos a un acuerdo ventajoso para todos. Yo le compré el hacha al primer señor y Brendan al segundo.
Después preguntamos por la zona de aseo al encargado y nos dijo que le acompañáramos. El lugar era, efectivamente, el río que habíamos cruzado previamente, de un cauce poderosísimo y aguas tumultuosas. Lavarse fue bien fácil: enjabonamiento integral y luego, firmemente agarrado a una roca para no ser arrastrado por la corriente, inmersión total por unos pocos segundos. Listo.
La cena fue como no, arroz y vegetales acompañados de té. El precio de la cabaña más cena y desayuno tenía un precio más que razonable. Sin guía y sin porteador todo nos iba a salir mucho más barato.
Día 5. Syokosimo - camino de Wuserem - Hitugi
Tras levantarnos y desayunar procedí de nuevo a reparar el calzado. El esparadrapo ya lo había dejado de utilizar porque si me rompía algo de mi mismo, no iba a tener cómo repararlo. Estaba utilizando cordino de escalada habilidosamente colocado y pegado en puntos estratégicos con superglue de Brendan. La solución, no está bien que lo diga, era brillante y muy elegante, aunque sólo válida para terrenos secos, y además necesitaba de una puesta a punto diaria.
Luego le propuse a Brendan que, en lugar de ir directamente hasta Hitugi, en el fondo del valle de Mugi y que parecía no estar muy lejos, podríamos acercarnos primero hasta la confluencia con el río Baliem, en el camino hacia Wuserem. Aceptó y dejando nuestras mochilas en el salón del alojamiento, nos fuimos a explorar aquella zona.
El sol pegaba de lo lindo y fuimos siguiendo un camino que unas veces era claro y otras veces desaparecía. En contra de lo que habíamos pensado antes de comenzar, el sendero no iba ligeramente por encima del cauce del río, sino que lo hacía a gran altura. Atravesamos varias aldeítas y preguntamos a los paisanos, que nos fueron indicando por donde continuar, hasta que llegamos a un poblado junto a la entrada del valle.
Como nos había llevado más tiempo de la cuenta llegar hasta ese punto, decidimos dar la vuelta allí. Pero en lugar de regresar por donde habíamos venido, intentamos hacerlo por la parte baja del valle preguntando a un amable señor que por allí encontramos. Como llevaba caramelos, aproveché para aligerar peso y los repartí entre los niños hasta que me quedé sin ninguno: cuando en estos lugares quieres dar dos, al final das doscientos porque vienen todos los niños del poblado y también los de los alrededores.
Dos hermanitos se nos juntaron y nos fueron indicando por donde ir. El sendero a veces era claro, pero otras se perdía entre los huertos colgados de la ladera de la montaña. El entorno era estupendo y estaba mereciendo mucho la pena hacer esa pequeña excursión.
Cuando llegamos a una aldea que tenía una explanada y una misión, les expliqué a los paisanos que nos dirigíamos de vuelta a Syokosimo, pero no hice otra cosa que el ridículo, porque eso era Syokosimo. Había sucedido que en el regreso por la parte baja del valle habíamos tardado como la mitad que yendo por la parte alta, y lo que yo menos suponía era que ya hubiéramos llegado.
Una vez de nuevo en el poblado le pedí al encargado que llamara a los hombres que vendían hachas de piedra porque había pensado que esa sí que era artesanía molona y no las pulseritas que vendían en todos los sitios. El hombre intentó encontrar a esa gente, pero por alguna razón que desconozco, no fue posible encontrarlos. Brendan me comentó que era domingo y que a lo mejor les estaba prohibido vender o algo así. Ni idea, el caso es que me quedé solo con un hacha (que no está mal).
A la espera de que aparecieran los hombres de las hachas, nos dio tiempo para descansar y reponernos de nuestra excursión mañanera de dos horas y media. Pero antes de marcharnos, el encargado nos dijo que nuestro almuerzo estaba preparado. No se lo habíamos pedido, pero nos lo había puesto para nuestra alegría. Cuando le preguntamos por lo que se debía, nos dijo que nada, que estábamos invitados.
Le preguntamos también por Hitugi y nos indicó por donde se iba y que tardaríamos entre tres y cuatro horas en llegar. Nos comentó que podríamos encontrar dónde dormir, pero que allí no había donde comer. Esto a mi personalmente no me alarmó demasiado, porque suponía que los señores de Hitugi no vivirían del aire.
Algo después de la una de la tarde iniciamos el camino hacia nuestro siguiente destino. En primer lugar deshicimos el camino del día anterior remontando el cauce del río Mugi, cruzando el puente de troncos y llegando hasta la siguiente aldea.
Allí los paisanos nos indicaron con precisos movimientos de brazo y mano por dónde seguía el sendero hasta alcanzar el camino principal. El sendero era estrecho y con enorme pendiente, pero también muy directo, estilo papúo.
El sendero desembocaba en el camino en una parada de postas: una cabañita destinada a que los caminantes descansasen a la sombra, y donde se podían apostar los vendedores de las cosas imprescindibles en papúa: betel y fideos (noodles).
En seguida volvimos a encontrar a grupos de personas que iban y venían, y al preguntarles por Hitugi, nos indicaban en dirección este, hacia el interior del valle.
Acercándonos a Hitugui el paisaje se hizo cada vez más espectacular, pues este poblado se alzaba sobre una colina justo en el punto en que el valle gira hacia el sur encajonado entre altas montañas. La puerta hacia el interior de aquellas montañas la marcaba un arcoiris bajo las nubes. Si quieres encontrar el tesoro, has de llegar donde termina el arcoiris, dicen, y ese era el lugar.
Junto al riachuelo anterior al poblado nos recibieron los niños y junto a ellos, subimos la última cuesta que nos dejó en la llanura donde se asentaba Hitugi. Lo primero que vimos fueron las escuelas, que debían dar cobertura a todos los poblados de los alrededores. Allí le preguntamos a un señor por el alojamiento.
Este hombre era profesor en la escuela y nos llevó a su hotel-establo. Nos mostró la habitación, un espacio polvoriento de unos seis metros cuadrados, sin camas, sólo había un suelo irregular y con algunos agujeros. Mientras que el resto de la muy humilde casa se podría decir que estaba limpia, el espacio destinado a la clientela se veía que no era motivo de demasiada atención. Pero esos eran nuestros aposentos, y por su precio cualquiera hubiera dicho que estábamos en una suite.
Ya me temía yo una noche bastante mala a precio de oro, porque sin colchoneta y sin saco, el dormir se me podría hacer una tarea casi imposible. Pero no fue tan terrible porque le pregunté si tenía algo para hacerme pasar una noche más agradable y me trajo un colchón mugriento y una manta no menos mugrienta. Al final sí que iba a ser una suite.
A continuación preguntamos si se podría llegar a cenar. Esto le extrañó y nos dijo que dificilmente, pero luego se ve que recapacitó y nos preguntó que qué tal un kilo de arroz. Le dijimos que igual eso iba a ser mucho, que mejor medio. Y ya para que el banquete fuera extraordinario, nos preguntó si además querríamos acompañarlo con un paquete de fideos, a lo que le respondimos que por supuesto, que no parara la fiesta, que el arroz cocido a palo seco no era comida para unos tipos tan sofisticados como nosotros.
También nos preguntó por dónde estaba nuestro guía, y de nuevo explicamos nuestra aventura de forma concisa y esquemática. Nos extrañó mucho que nos dijera que no sabía quien era Micky Maus, cuando todo el mundo conoce a ese puto ratón.
Entonces salimos a dar un paseo por el poblado, en cuyo extremo este tenía una impresionante explanada que daba a los barrancos de aquel valle. Allí estaba el camino que se internaba por los profundos desfiladeros y por el que venía mucha gente a esas tardías horas de la tarde. En su borde habían unas casetas donde la gente vendía sus muy excasos y poco diversos productos: arroz, patatas, alguna hortaliza, paquetitos de noodles y betel. Muchos de los vendedores desvestían la ropa tradicional, lo cual tenía mérito porque hacía bastante fresco.
Allí nos quedamos un rato sentados observando tan increible paisaje.
Junto a nosotros estaba un chaval que cara de inteligente que observaba con mucho detenimiento mi cámara cada vez que hacía alguna foto, así que tras mostrarle cómo funcionaba, se la dejé para que hiciera fotos. Pero el chico era tímido y no quería dispararla. Pero esta sí que me la hizo, y quedó bien bonita:
Después le propuse a Brendan que fuéramos a recorrer el resto del poblado, pero me dijo que estaba muy cansado y que se volvía a la suite. Peor para él, porque Hitugi fue, con diferencia, el poblado más bonito que vi en Papúa. Era grande y lleno de cabañas tradicionales, con árboles y aspecto ajardinado, situado en el borde de aquel barranco rodeado de montañas y niebla, y envuelto en un silencio atronador.
Cuando caminaba junto a mi nuevo amiguete, que me hacía de guía, los indígenas se dieron cuenta que había un turista y comenzaron a salir atropelladamente de sus cabañas. Venían a mi mostrándome pulseritas y collarcitos, bolsas de red y kotekas. Yo les intentaba explicar que lo que quería era un hacha de piedra, pero a pesar de mi muy elaborada mímica y mis aspavientos, nadie me entendía.
Viendo las fotos del poblado que muestro aquí, cualquiera diría que el lugar estaba vacío. Lo que sucedió fue que la gente se ponía en la entada de sus cabañas posando para que les fotografiase. Lo más cómico fue que repentinamente salió de su cabaña una mujer con los pechos desnudos y vino hasta mi corriendo, se paró delante y echó los hombros hacia atrás mostrándome impudorosamente sus atributos mamarios. No era amor, era ¡bayar, bayar!. Toda la gente esperaba que les fotografiara para sacarse unas rupias (bastantes), pero yo no lancé ni una sola, ni siquiera subrepticamente, porque el silencio era tan absoluto que el sonido del obturador me hubiera delatado.
Después volví al alojamiento y me preparé para el aseo. La zona del baño estaba en el riachuelo, en un recoveco de arbustos por encima del camino, pero allí encontré a unas mujeres lavando hortalizas, así que bajé hasta la altura del camino y no sabía si despelotarme al completo o no, pues no tenía koteka. No lo hice y fue lo mejor, porque mientras me lavaba fui saludando a los numerosos grupos de personas que por allí pasaron.
Cuando la noche se echaba encima comenzó a llover y llegó la hora de la cena, que fue de lo más espartana y poco atractiva: el arroz blanco mezclado con un sobre de noodles, alumbrados por una lámpara de aceite. No tardamos en retirnarnos a dormir, que no había nada que hacer por allí.
Día 6. Hitugi - Kurima - Wamena
Nos despertó la actividad de las cercanas escuelas y al poco apareció por allí el profesor, al que se le veía ansioso porque nos marcháramos. Previo pago, of course. No nos preguntó si deseábamos desayunar, no sé si porque no había nada para comer o es que estaba deseando perdernos de vista.
Brendan me comentó que aquel hombre era extraño, pues a pesar de ser profesor y hablar algo de inglés, en ningún momento intentó hablar con nosotros ni nos transmitió ninguna simpatía.
Este era nuestro último día de trekking y la ruta era la vuelta por el valle de Baliem hasta llegar a Kurima de nuevo. Sin la presencia del ex-guía y del ex-porteador me lo estaba pasando estupendamente y por alguna razón, me sentía más cómodo que con ellos.
En el trayecto de vuelta nos fuimos encontrando de nuevo a numerosos indígenas que iban o venían de Hitugi. Yo le comentaba a Brendan lo extraño que me resultaba esta sociedad porque había conocido otro lugar también muy remoto, los Annapurnas, en Nepal, pero allí, a diferencia de Papúa, existía el comercio, pues por los caminos se veían muchas mulas transportar pollos y diversos productos, también había personas cargando mucha mercancía, mientras que en los poblados de Papúa no tenían casi de nada, y la gente que hacían el recorrido no transportaban más que algunas hortalizas. También me resultaba extraño que en esa zona no hubiera gallinas, un bicho que no necesita cuidados y proporciona, de forma amorosa y desinteresada, huevos y pollos. De hecho, este fue el único lugar por el que he pasado en que no había gallinas.
Papúa vivía, y vive en su mayor parte todavía, en una cultura neolítica. En el valle de Baliem, donde el influjo exterior es grande, por tener muchos inmigrantes indonesios y conexiones diarias con la costa, se vive un rápido proceso de cambio. Fuera de Wamena y sus aldeas más cercanas, el intercambio de bienes es muy limitado y la economía es todavía casi inexistente. Lo que sí que ha penetrado con fuerza es el vestido. Todos los pueblos de Papúa han vivido siempre desnudos, pero una vez que descubrieron la ropa les debió parecer que era algo útil, cómodo y elegante, y ahora ya es raro ver a gente desnuda. Todas las mujeres y niños van vestidos, y sólo quedan algunos varones, siempre maduros, que se resisten a vestirse. Hace diez años casi todo el mundo vestía desnudo; dentro de otros diez solo se podrá rememorar con fotografías.
Cosa distinta es el calzado: casi nadie lo lleva y resultaba increible ver a toda la gente caminando entre afiladas piedras como si nada, y desde luego que el agarre de unos piés desnudos es mucho mejor que el de unas botas, por muy buenas que sean. Pero viendo sus piés, muy anchos y robustos, pensaba que no existía calzado que se pudiese amoldar a esos pedazo de pinreles.
Prácticamente a todas las personas con las que nos cruzábamos les dábamos la mano y algunos de los que seguían nuestro mismo sentido se amoldaban a nuestro ritmo para ir con nosotros. Después de un largo rato de caminar, paramos para descansar un ratito y le propuse a Brendan que desayunáramos. Afortunadamente me había llevado al trekking dos paquetes de galletas, pero en esos días solo me había comido uno, por lo que con agua y galletas de chocolate (muy ricas), medio desayunamos estupendamente. La gente que iba con nosotros, y con los que no hablábamos, también se pararon a la vez, pero como vieron que tardábamos mucho en volver a retomar la andadura, se marcharon antes.
Seguimos deshaciendo el camino de los días anteriores y sin embargo, el paisaje se me revelaba diferente porque, al ser distinta la hora del día y la posición de las nubes, la luz también cambiaba.
Con una de las personas con las que nos cruzamos me llevé un tremendo susto. Al verlo me pareció que era Micky Maus, pero no, era solo uno de sus muchos dobles que tenía en el valle de Baliem.
Finalmente cruzamos de nuevo el puente sobre el río Baliem y llegamos a Kurima.
Yo querría no haber cruzado por ese punto y haber seguido por la misma ladera del valle unos cuantos kilómetros más, hasta el siguiente puente en Seima, pero Brendan me confesó que se sentía demasiado cansado y prefería coger el coche de regreso en Kurima.
Nada más llegar a este pueblo buscamos un lugar donde almorzar, pero no lo había. Así que seguimos caminando en busca de la parada de buses.
Kurima resultó ser un puesto militar, por lo que buena parte de la población eran indonesios. Preguntamos por los coches y todo el mundo nos decía que siguiéramos caminando.
En la carretera vimos un mercadillo y una señora que vendía galletas, así que allí paramos e hicimos el medio-almuerzo, que fue igual que el medio-desayuno.
El bus terminal, como lo llamaban, estaba realmente alejado de Kurima, yo creo que a la altura del pueblo de Seima (hasta donde yo quería haber llegado por la otra ladera). Estaba tan alejado de Kurima porque entre medias, había un tremendo barranco atravesado por un río con monticulos de arena, piedras y muy excasa vegetación. Era un lugar extraño, porque daba la impresión de que la montaña se hubiese desmoronado y dejado un paisaje lunar.
Cuando llegamos al terminal estaba preparada una furgoneta todoterreno. En seguida nos cogieron las mochilas, las pusieron en el techo y nos metimos dentro. Aún tuvimos que esperar un buen rato hasta que su interior cogió la consistencia de una lata de sardinas. Entonces iniciamos el viaje de vuelta.
Seguimos la carretera del primer día, que era la única, atravesamos el barranco ultra pedregoso y volvimos a dar decenas de votes, y por fin llegamos al extremo sur de Wamena, en el mercado tradicional.
Cogimos unas bicitaxis que, unos diez minutos después, nos dejaron de nuevo en nuestro hotel. Allí nos devolvieron nuestros equipajes y nos volvieron a dar las mismas habitaciones que en nuestra primera estancia.
Por la tarde acudí al cibercafé y con alegría y tranquilidad vi que mi amigo Emilio me había conseguido el vuelo de Jakarta a Bangkok que yo era incapaz de comprar, y además a un precio más que económico, economiquísimo. Gracias Emilio.
El día 3 de mayo fue el último de mi estancia en el valle de Baliem, y para despedirme me fui con Brendan hasta el poblado de Jiwika para contemplar la momia de un guerrero.
Una vez más nos costó lo nuestro coger la furgoneta-bus porque nadie nos entendía. Pero una vez a bordo, la cosa fue bien fácil porque cuando llegamos a la altura de Jiwika, el conductor paró y nos dijo que ya habíamos llegado. No le habíamos dicho nada ni él preguntado, pero con acierto, había supuesto que habíamos cogido su vehículo para llegar hasta ese lugar.
Era un poblado junto a la ladera de la montaña y al lado de un laguito, en un entorno muy pintoresco. El lugar estaba perfectamente cuidado para dar la imagen de idílico poblado tradicional papúo a ojos del turista. Buena parte de los paisanos y las paisanas vestían sin ropa, pero aquí claramente lo hacían de cara a los turistas.
Se nos acercó un hombre y nos dijo lo que costaba ver la momia. Tontamente le pagamos sin pensar en regatear el precio (uno también tiene sus días malos) y nos dijo que además, por cada foto a los señores en pelotas, también había que pagar.
Entonces el indígena, vestido de futbolista, se metió dentro de una de las cabañas y apareció con la momia entre sus manos: un señor negro zahíno, plegado y portátil. Lo colocó en un tocón de madera de la explanada para que lo observáramos con detenimiento.
Wimontok Mabel fue un poderoso e importante guerrero que vivió en el siglo XVIII y que por eso mismo, cuando murió, y para conservar su poder y su historia, fue momificado.
Nos quedamos mirando cada detalle, era sobre todo un esqueleto recubierto de pellejo negro y vestido con su koteka, un collar-foulard, una redecilla en la cabeza y una corona santífica. Su cabeza era pura calavera con la boca tremendamente abierta y las órbitas oculares vacías.
Como habíamos pagado un pastoncio por el espectáculo, decidí hacer fotos hasta acabar el carrete, y además puse el objetivo gran angular para también encuadrar en la imagen a parte del personal con sus trajes regionales, ya que no estaba dispuesto a pagar ni una rupia más. Aquí dejo algunas fotos testimonio de aquel momento.
Después los habitantes nos querían mostrar sus artesanías perfectamente ordenadas en un pequeño chiringuito, pero para expresar mi malestar por sus abusos, me aparté y dejé que fuera Brendan el que echara un ojo.
Nos marchamos de allí serios y luego comentamos que nos habían dado un buen palo.
Cerca de Jiwika estaba el pueblo de Sumpaima, un lugar con muchos indonesios. Yo quería haber subido las laderas de la montaña porque en todo lo alto, había un manantial de agua salada donde extraían la sal, pero Brendan me dijo que se encontraba muy cansado del trekking y que no tenía fuerzas para llegar tan arriba. Por lo tanto nos limitamos a caminar por el perímetro de Sumpaima.
Queríamos sentarnos en algún lugar para descansar un ratito, beber agua y comernos unas galletas. Por fin encontramos un bordillo y allí nos quedamos.
Estábamos comiendo cuando apareció un anciano con su koteka y su desnudez, se sentó al lado nuestro y se quedó mirando fijamente a las galletas. Le ofrecimos, aceptó y finalmente las repartimos entre los tres. Cuando terminó de comer nos pidió un cigarrillo, y como todavía me quedaban del trekking, le di uno que empezó a furmarlo. Entonces le pregunté que si le podía hacer una foto, por aquello del recuerdo, a lo que él me respondió "bayar". Como venía calentito del poblado de Jiwika, esto ya me rebosó, así que le pedí el cigarrillo que tenía en la boca, se lo quité, le mandé a la mierda y nos marchamos. ¿Crueldad? sin duda.
Cuando llegamos de nuevo a la carretera por la que habíamos venido, apareció una furgoneta taxi que paramos. Era la misma que habíamos cogido a la ida.
Aunque yo me marchaba al día siguiente, Brendan aún se quería quedar algunos días más, pero no sabía muy bien qué podría hacer sin que le costara un ojo de la cara. Yo le sugerí que se pasara por una agencia de viajes-aventuras que habíamos visto en Wamena, para allí informarse de si estaba prevista alguna excursión a la que se pudiera unir con más gente. Pero la cosa debía estar difícil, porque el número de turistas en aquel lugar era muy pequeño.
Le di mi opinión sobre lo que yo intentaría hacer de disponer de más tiempo y claro, de más dinero. En lugar de contratar otra excursión en Wamena, buscaría una avioneta que me llevara hasta las regiones selváticas de los Korowai y los Kombai, en el sureste de Papúa. En esa zona hay varias misiones, por lo que una vez allí intentaría encontrar la manera de llegar hasta donde viven estas tribus que habitan en los árboles. Hacerlo no es tarea fácil porque se necesita ir en barca descendiendo el río y luego caminar varios días por la selva. Pero en todo caso, si no fuera posible encontrar a alquien de la zona que me quisiera llevar (cosa que dudo muchísimo), con volver en la siguiente avioneta tendría bastante. En todo caso, hubiera sido una buena aventura en un lugar muy salvaje, y con gentes de ciertas tendencias antropofágicas, algo siempre bonito de contemplar.
Esa tarde tenía yo previsto pasarme por una tienda de artesanía local con la esperanza de comprar alguna máscara tribal, pero cuando llegué habían cerrado, así que pensé regresar a la mañana siguiente antes de coger el avión de vuelta a Sentani-Jayapura.
El día 4 de mayo fue el día de mi marcha. Después de preparar la mochila, desayunar y pagar el hotel, y como tenía tiempo hasta la salida del avión, me fui con Brendan a la tienda de artesanía. Allí estuve contemplando las estupendas máscaras guerreras que vendían, si bien no sabía si eran fabricadas en el valle de Baliem, en Papúa Nueva Guinea o en China, que nunca se sabe. Me decidí a comprar varias máscaras ya que en tan largo viaje como había sido La Media Vuelta al Globo, solo había comprado algún recuerdo en Tíbet y el hacha. Empecé a negociar los precios con el tendero, pero el tipo tenía poca capacidad porque no era el jefe. Como me decía que no me lo podía dejar tan rebajado le dije que llamara a su jefe por teléfono. Le llamó y le explicó lo que yo ofrecía, y este le respodió que adelante. Me lo empaquetó todo con gran esfuerzo en una caja, y tan contento que me fui a recoger mi mochilón al hotel. Y de allí al aeropuerto.
Antes de entrar me despedí del bueno de Brendan, deseándole suerte en sus próximas aventuras porque después de regresar del valle de Baliem, tenía pensado cruzar a Papúa Nueva Guinea. También le dije que diera recuerdos a Micky Maus y a US-Army en caso de encontrárselos, pero que se sujetara la cartera.
El avión finalmente partió con mucho retraso, ya que antes de marchar tenía que llegar desde Sentani, pero no lo hacía. En la espera algo extraño pasó con otro avión que estaba en la pista de aterrizaje. Todo el mundo de la sala de espera se levantó para ver qué había pasado y los pasajeros, que ya estaban a bordo del avión, tuvieron que abandonar la aeronave precipitadamente. Yo no me llegué a enterar qué había sucedido, pero confiaba en que ese día no hubiera allí un accidente aéreo.
Allí no, pero un avión de la misma compañía en la que volvería, se estrellaría en otro punto de Papúa. Por los pelos, oiga.
Después preguntamos por la zona de aseo al encargado y nos dijo que le acompañáramos. El lugar era, efectivamente, el río que habíamos cruzado previamente, de un cauce poderosísimo y aguas tumultuosas. Lavarse fue bien fácil: enjabonamiento integral y luego, firmemente agarrado a una roca para no ser arrastrado por la corriente, inmersión total por unos pocos segundos. Listo.
La cena fue como no, arroz y vegetales acompañados de té. El precio de la cabaña más cena y desayuno tenía un precio más que razonable. Sin guía y sin porteador todo nos iba a salir mucho más barato.
Día 5. Syokosimo - camino de Wuserem - Hitugi
Tras levantarnos y desayunar procedí de nuevo a reparar el calzado. El esparadrapo ya lo había dejado de utilizar porque si me rompía algo de mi mismo, no iba a tener cómo repararlo. Estaba utilizando cordino de escalada habilidosamente colocado y pegado en puntos estratégicos con superglue de Brendan. La solución, no está bien que lo diga, era brillante y muy elegante, aunque sólo válida para terrenos secos, y además necesitaba de una puesta a punto diaria.
Luego le propuse a Brendan que, en lugar de ir directamente hasta Hitugi, en el fondo del valle de Mugi y que parecía no estar muy lejos, podríamos acercarnos primero hasta la confluencia con el río Baliem, en el camino hacia Wuserem. Aceptó y dejando nuestras mochilas en el salón del alojamiento, nos fuimos a explorar aquella zona.
El sol pegaba de lo lindo y fuimos siguiendo un camino que unas veces era claro y otras veces desaparecía. En contra de lo que habíamos pensado antes de comenzar, el sendero no iba ligeramente por encima del cauce del río, sino que lo hacía a gran altura. Atravesamos varias aldeítas y preguntamos a los paisanos, que nos fueron indicando por donde continuar, hasta que llegamos a un poblado junto a la entrada del valle.
Como nos había llevado más tiempo de la cuenta llegar hasta ese punto, decidimos dar la vuelta allí. Pero en lugar de regresar por donde habíamos venido, intentamos hacerlo por la parte baja del valle preguntando a un amable señor que por allí encontramos. Como llevaba caramelos, aproveché para aligerar peso y los repartí entre los niños hasta que me quedé sin ninguno: cuando en estos lugares quieres dar dos, al final das doscientos porque vienen todos los niños del poblado y también los de los alrededores.
Dos hermanitos se nos juntaron y nos fueron indicando por donde ir. El sendero a veces era claro, pero otras se perdía entre los huertos colgados de la ladera de la montaña. El entorno era estupendo y estaba mereciendo mucho la pena hacer esa pequeña excursión.
Cuando llegamos a una aldea que tenía una explanada y una misión, les expliqué a los paisanos que nos dirigíamos de vuelta a Syokosimo, pero no hice otra cosa que el ridículo, porque eso era Syokosimo. Había sucedido que en el regreso por la parte baja del valle habíamos tardado como la mitad que yendo por la parte alta, y lo que yo menos suponía era que ya hubiéramos llegado.
Una vez de nuevo en el poblado le pedí al encargado que llamara a los hombres que vendían hachas de piedra porque había pensado que esa sí que era artesanía molona y no las pulseritas que vendían en todos los sitios. El hombre intentó encontrar a esa gente, pero por alguna razón que desconozco, no fue posible encontrarlos. Brendan me comentó que era domingo y que a lo mejor les estaba prohibido vender o algo así. Ni idea, el caso es que me quedé solo con un hacha (que no está mal).
A la espera de que aparecieran los hombres de las hachas, nos dio tiempo para descansar y reponernos de nuestra excursión mañanera de dos horas y media. Pero antes de marcharnos, el encargado nos dijo que nuestro almuerzo estaba preparado. No se lo habíamos pedido, pero nos lo había puesto para nuestra alegría. Cuando le preguntamos por lo que se debía, nos dijo que nada, que estábamos invitados.
Le preguntamos también por Hitugi y nos indicó por donde se iba y que tardaríamos entre tres y cuatro horas en llegar. Nos comentó que podríamos encontrar dónde dormir, pero que allí no había donde comer. Esto a mi personalmente no me alarmó demasiado, porque suponía que los señores de Hitugi no vivirían del aire.
Algo después de la una de la tarde iniciamos el camino hacia nuestro siguiente destino. En primer lugar deshicimos el camino del día anterior remontando el cauce del río Mugi, cruzando el puente de troncos y llegando hasta la siguiente aldea.
Allí los paisanos nos indicaron con precisos movimientos de brazo y mano por dónde seguía el sendero hasta alcanzar el camino principal. El sendero era estrecho y con enorme pendiente, pero también muy directo, estilo papúo.
Panorama de 180º hacia el oeste desde el camino de Hitugi con el valle del río Mugi y su confluencia con el río Baliem |
El sendero desembocaba en el camino en una parada de postas: una cabañita destinada a que los caminantes descansasen a la sombra, y donde se podían apostar los vendedores de las cosas imprescindibles en papúa: betel y fideos (noodles).
En seguida volvimos a encontrar a grupos de personas que iban y venían, y al preguntarles por Hitugi, nos indicaban en dirección este, hacia el interior del valle.
Acercándonos a Hitugui el paisaje se hizo cada vez más espectacular, pues este poblado se alzaba sobre una colina justo en el punto en que el valle gira hacia el sur encajonado entre altas montañas. La puerta hacia el interior de aquellas montañas la marcaba un arcoiris bajo las nubes. Si quieres encontrar el tesoro, has de llegar donde termina el arcoiris, dicen, y ese era el lugar.
Panorama de 180º del valle de Mugi con la aldea de Hitugi a la izquierda |
Junto al riachuelo anterior al poblado nos recibieron los niños y junto a ellos, subimos la última cuesta que nos dejó en la llanura donde se asentaba Hitugi. Lo primero que vimos fueron las escuelas, que debían dar cobertura a todos los poblados de los alrededores. Allí le preguntamos a un señor por el alojamiento.
Este hombre era profesor en la escuela y nos llevó a su hotel-establo. Nos mostró la habitación, un espacio polvoriento de unos seis metros cuadrados, sin camas, sólo había un suelo irregular y con algunos agujeros. Mientras que el resto de la muy humilde casa se podría decir que estaba limpia, el espacio destinado a la clientela se veía que no era motivo de demasiada atención. Pero esos eran nuestros aposentos, y por su precio cualquiera hubiera dicho que estábamos en una suite.
Ya me temía yo una noche bastante mala a precio de oro, porque sin colchoneta y sin saco, el dormir se me podría hacer una tarea casi imposible. Pero no fue tan terrible porque le pregunté si tenía algo para hacerme pasar una noche más agradable y me trajo un colchón mugriento y una manta no menos mugrienta. Al final sí que iba a ser una suite.
A continuación preguntamos si se podría llegar a cenar. Esto le extrañó y nos dijo que dificilmente, pero luego se ve que recapacitó y nos preguntó que qué tal un kilo de arroz. Le dijimos que igual eso iba a ser mucho, que mejor medio. Y ya para que el banquete fuera extraordinario, nos preguntó si además querríamos acompañarlo con un paquete de fideos, a lo que le respondimos que por supuesto, que no parara la fiesta, que el arroz cocido a palo seco no era comida para unos tipos tan sofisticados como nosotros.
También nos preguntó por dónde estaba nuestro guía, y de nuevo explicamos nuestra aventura de forma concisa y esquemática. Nos extrañó mucho que nos dijera que no sabía quien era Micky Maus, cuando todo el mundo conoce a ese puto ratón.
Entonces salimos a dar un paseo por el poblado, en cuyo extremo este tenía una impresionante explanada que daba a los barrancos de aquel valle. Allí estaba el camino que se internaba por los profundos desfiladeros y por el que venía mucha gente a esas tardías horas de la tarde. En su borde habían unas casetas donde la gente vendía sus muy excasos y poco diversos productos: arroz, patatas, alguna hortaliza, paquetitos de noodles y betel. Muchos de los vendedores desvestían la ropa tradicional, lo cual tenía mérito porque hacía bastante fresco.
Allí nos quedamos un rato sentados observando tan increible paisaje.
Panorama de 180º hacia el sureste del valle del río Mugi desde Hitugi |
Junto a nosotros estaba un chaval que cara de inteligente que observaba con mucho detenimiento mi cámara cada vez que hacía alguna foto, así que tras mostrarle cómo funcionaba, se la dejé para que hiciera fotos. Pero el chico era tímido y no quería dispararla. Pero esta sí que me la hizo, y quedó bien bonita:
Después le propuse a Brendan que fuéramos a recorrer el resto del poblado, pero me dijo que estaba muy cansado y que se volvía a la suite. Peor para él, porque Hitugi fue, con diferencia, el poblado más bonito que vi en Papúa. Era grande y lleno de cabañas tradicionales, con árboles y aspecto ajardinado, situado en el borde de aquel barranco rodeado de montañas y niebla, y envuelto en un silencio atronador.
Cuando caminaba junto a mi nuevo amiguete, que me hacía de guía, los indígenas se dieron cuenta que había un turista y comenzaron a salir atropelladamente de sus cabañas. Venían a mi mostrándome pulseritas y collarcitos, bolsas de red y kotekas. Yo les intentaba explicar que lo que quería era un hacha de piedra, pero a pesar de mi muy elaborada mímica y mis aspavientos, nadie me entendía.
Viendo las fotos del poblado que muestro aquí, cualquiera diría que el lugar estaba vacío. Lo que sucedió fue que la gente se ponía en la entada de sus cabañas posando para que les fotografiase. Lo más cómico fue que repentinamente salió de su cabaña una mujer con los pechos desnudos y vino hasta mi corriendo, se paró delante y echó los hombros hacia atrás mostrándome impudorosamente sus atributos mamarios. No era amor, era ¡bayar, bayar!. Toda la gente esperaba que les fotografiara para sacarse unas rupias (bastantes), pero yo no lancé ni una sola, ni siquiera subrepticamente, porque el silencio era tan absoluto que el sonido del obturador me hubiera delatado.
Después volví al alojamiento y me preparé para el aseo. La zona del baño estaba en el riachuelo, en un recoveco de arbustos por encima del camino, pero allí encontré a unas mujeres lavando hortalizas, así que bajé hasta la altura del camino y no sabía si despelotarme al completo o no, pues no tenía koteka. No lo hice y fue lo mejor, porque mientras me lavaba fui saludando a los numerosos grupos de personas que por allí pasaron.
Cuando la noche se echaba encima comenzó a llover y llegó la hora de la cena, que fue de lo más espartana y poco atractiva: el arroz blanco mezclado con un sobre de noodles, alumbrados por una lámpara de aceite. No tardamos en retirnarnos a dormir, que no había nada que hacer por allí.
Día 6. Hitugi - Kurima - Wamena
Nos despertó la actividad de las cercanas escuelas y al poco apareció por allí el profesor, al que se le veía ansioso porque nos marcháramos. Previo pago, of course. No nos preguntó si deseábamos desayunar, no sé si porque no había nada para comer o es que estaba deseando perdernos de vista.
Brendan me comentó que aquel hombre era extraño, pues a pesar de ser profesor y hablar algo de inglés, en ningún momento intentó hablar con nosotros ni nos transmitió ninguna simpatía.
Este era nuestro último día de trekking y la ruta era la vuelta por el valle de Baliem hasta llegar a Kurima de nuevo. Sin la presencia del ex-guía y del ex-porteador me lo estaba pasando estupendamente y por alguna razón, me sentía más cómodo que con ellos.
En el trayecto de vuelta nos fuimos encontrando de nuevo a numerosos indígenas que iban o venían de Hitugi. Yo le comentaba a Brendan lo extraño que me resultaba esta sociedad porque había conocido otro lugar también muy remoto, los Annapurnas, en Nepal, pero allí, a diferencia de Papúa, existía el comercio, pues por los caminos se veían muchas mulas transportar pollos y diversos productos, también había personas cargando mucha mercancía, mientras que en los poblados de Papúa no tenían casi de nada, y la gente que hacían el recorrido no transportaban más que algunas hortalizas. También me resultaba extraño que en esa zona no hubiera gallinas, un bicho que no necesita cuidados y proporciona, de forma amorosa y desinteresada, huevos y pollos. De hecho, este fue el único lugar por el que he pasado en que no había gallinas.
Papúa vivía, y vive en su mayor parte todavía, en una cultura neolítica. En el valle de Baliem, donde el influjo exterior es grande, por tener muchos inmigrantes indonesios y conexiones diarias con la costa, se vive un rápido proceso de cambio. Fuera de Wamena y sus aldeas más cercanas, el intercambio de bienes es muy limitado y la economía es todavía casi inexistente. Lo que sí que ha penetrado con fuerza es el vestido. Todos los pueblos de Papúa han vivido siempre desnudos, pero una vez que descubrieron la ropa les debió parecer que era algo útil, cómodo y elegante, y ahora ya es raro ver a gente desnuda. Todas las mujeres y niños van vestidos, y sólo quedan algunos varones, siempre maduros, que se resisten a vestirse. Hace diez años casi todo el mundo vestía desnudo; dentro de otros diez solo se podrá rememorar con fotografías.
Cosa distinta es el calzado: casi nadie lo lleva y resultaba increible ver a toda la gente caminando entre afiladas piedras como si nada, y desde luego que el agarre de unos piés desnudos es mucho mejor que el de unas botas, por muy buenas que sean. Pero viendo sus piés, muy anchos y robustos, pensaba que no existía calzado que se pudiese amoldar a esos pedazo de pinreles.
Prácticamente a todas las personas con las que nos cruzábamos les dábamos la mano y algunos de los que seguían nuestro mismo sentido se amoldaban a nuestro ritmo para ir con nosotros. Después de un largo rato de caminar, paramos para descansar un ratito y le propuse a Brendan que desayunáramos. Afortunadamente me había llevado al trekking dos paquetes de galletas, pero en esos días solo me había comido uno, por lo que con agua y galletas de chocolate (muy ricas), medio desayunamos estupendamente. La gente que iba con nosotros, y con los que no hablábamos, también se pararon a la vez, pero como vieron que tardábamos mucho en volver a retomar la andadura, se marcharon antes.
Seguimos deshaciendo el camino de los días anteriores y sin embargo, el paisaje se me revelaba diferente porque, al ser distinta la hora del día y la posición de las nubes, la luz también cambiaba.
Con una de las personas con las que nos cruzamos me llevé un tremendo susto. Al verlo me pareció que era Micky Maus, pero no, era solo uno de sus muchos dobles que tenía en el valle de Baliem.
Finalmente cruzamos de nuevo el puente sobre el río Baliem y llegamos a Kurima.
Yo querría no haber cruzado por ese punto y haber seguido por la misma ladera del valle unos cuantos kilómetros más, hasta el siguiente puente en Seima, pero Brendan me confesó que se sentía demasiado cansado y prefería coger el coche de regreso en Kurima.
Nada más llegar a este pueblo buscamos un lugar donde almorzar, pero no lo había. Así que seguimos caminando en busca de la parada de buses.
Kurima resultó ser un puesto militar, por lo que buena parte de la población eran indonesios. Preguntamos por los coches y todo el mundo nos decía que siguiéramos caminando.
En la carretera vimos un mercadillo y una señora que vendía galletas, así que allí paramos e hicimos el medio-almuerzo, que fue igual que el medio-desayuno.
El bus terminal, como lo llamaban, estaba realmente alejado de Kurima, yo creo que a la altura del pueblo de Seima (hasta donde yo quería haber llegado por la otra ladera). Estaba tan alejado de Kurima porque entre medias, había un tremendo barranco atravesado por un río con monticulos de arena, piedras y muy excasa vegetación. Era un lugar extraño, porque daba la impresión de que la montaña se hubiese desmoronado y dejado un paisaje lunar.
Cuando llegamos al terminal estaba preparada una furgoneta todoterreno. En seguida nos cogieron las mochilas, las pusieron en el techo y nos metimos dentro. Aún tuvimos que esperar un buen rato hasta que su interior cogió la consistencia de una lata de sardinas. Entonces iniciamos el viaje de vuelta.
Seguimos la carretera del primer día, que era la única, atravesamos el barranco ultra pedregoso y volvimos a dar decenas de votes, y por fin llegamos al extremo sur de Wamena, en el mercado tradicional.
Cogimos unas bicitaxis que, unos diez minutos después, nos dejaron de nuevo en nuestro hotel. Allí nos devolvieron nuestros equipajes y nos volvieron a dar las mismas habitaciones que en nuestra primera estancia.
Por la tarde acudí al cibercafé y con alegría y tranquilidad vi que mi amigo Emilio me había conseguido el vuelo de Jakarta a Bangkok que yo era incapaz de comprar, y además a un precio más que económico, economiquísimo. Gracias Emilio.
El día 3 de mayo fue el último de mi estancia en el valle de Baliem, y para despedirme me fui con Brendan hasta el poblado de Jiwika para contemplar la momia de un guerrero.
Una vez más nos costó lo nuestro coger la furgoneta-bus porque nadie nos entendía. Pero una vez a bordo, la cosa fue bien fácil porque cuando llegamos a la altura de Jiwika, el conductor paró y nos dijo que ya habíamos llegado. No le habíamos dicho nada ni él preguntado, pero con acierto, había supuesto que habíamos cogido su vehículo para llegar hasta ese lugar.
Era un poblado junto a la ladera de la montaña y al lado de un laguito, en un entorno muy pintoresco. El lugar estaba perfectamente cuidado para dar la imagen de idílico poblado tradicional papúo a ojos del turista. Buena parte de los paisanos y las paisanas vestían sin ropa, pero aquí claramente lo hacían de cara a los turistas.
Se nos acercó un hombre y nos dijo lo que costaba ver la momia. Tontamente le pagamos sin pensar en regatear el precio (uno también tiene sus días malos) y nos dijo que además, por cada foto a los señores en pelotas, también había que pagar.
Entonces el indígena, vestido de futbolista, se metió dentro de una de las cabañas y apareció con la momia entre sus manos: un señor negro zahíno, plegado y portátil. Lo colocó en un tocón de madera de la explanada para que lo observáramos con detenimiento.
Wimontok Mabel fue un poderoso e importante guerrero que vivió en el siglo XVIII y que por eso mismo, cuando murió, y para conservar su poder y su historia, fue momificado.
Nos quedamos mirando cada detalle, era sobre todo un esqueleto recubierto de pellejo negro y vestido con su koteka, un collar-foulard, una redecilla en la cabeza y una corona santífica. Su cabeza era pura calavera con la boca tremendamente abierta y las órbitas oculares vacías.
Como habíamos pagado un pastoncio por el espectáculo, decidí hacer fotos hasta acabar el carrete, y además puse el objetivo gran angular para también encuadrar en la imagen a parte del personal con sus trajes regionales, ya que no estaba dispuesto a pagar ni una rupia más. Aquí dejo algunas fotos testimonio de aquel momento.
Después los habitantes nos querían mostrar sus artesanías perfectamente ordenadas en un pequeño chiringuito, pero para expresar mi malestar por sus abusos, me aparté y dejé que fuera Brendan el que echara un ojo.
Nos marchamos de allí serios y luego comentamos que nos habían dado un buen palo.
Cerca de Jiwika estaba el pueblo de Sumpaima, un lugar con muchos indonesios. Yo quería haber subido las laderas de la montaña porque en todo lo alto, había un manantial de agua salada donde extraían la sal, pero Brendan me dijo que se encontraba muy cansado del trekking y que no tenía fuerzas para llegar tan arriba. Por lo tanto nos limitamos a caminar por el perímetro de Sumpaima.
Queríamos sentarnos en algún lugar para descansar un ratito, beber agua y comernos unas galletas. Por fin encontramos un bordillo y allí nos quedamos.
Estábamos comiendo cuando apareció un anciano con su koteka y su desnudez, se sentó al lado nuestro y se quedó mirando fijamente a las galletas. Le ofrecimos, aceptó y finalmente las repartimos entre los tres. Cuando terminó de comer nos pidió un cigarrillo, y como todavía me quedaban del trekking, le di uno que empezó a furmarlo. Entonces le pregunté que si le podía hacer una foto, por aquello del recuerdo, a lo que él me respondió "bayar". Como venía calentito del poblado de Jiwika, esto ya me rebosó, así que le pedí el cigarrillo que tenía en la boca, se lo quité, le mandé a la mierda y nos marchamos. ¿Crueldad? sin duda.
Cuando llegamos de nuevo a la carretera por la que habíamos venido, apareció una furgoneta taxi que paramos. Era la misma que habíamos cogido a la ida.
Aunque yo me marchaba al día siguiente, Brendan aún se quería quedar algunos días más, pero no sabía muy bien qué podría hacer sin que le costara un ojo de la cara. Yo le sugerí que se pasara por una agencia de viajes-aventuras que habíamos visto en Wamena, para allí informarse de si estaba prevista alguna excursión a la que se pudiera unir con más gente. Pero la cosa debía estar difícil, porque el número de turistas en aquel lugar era muy pequeño.
Le di mi opinión sobre lo que yo intentaría hacer de disponer de más tiempo y claro, de más dinero. En lugar de contratar otra excursión en Wamena, buscaría una avioneta que me llevara hasta las regiones selváticas de los Korowai y los Kombai, en el sureste de Papúa. En esa zona hay varias misiones, por lo que una vez allí intentaría encontrar la manera de llegar hasta donde viven estas tribus que habitan en los árboles. Hacerlo no es tarea fácil porque se necesita ir en barca descendiendo el río y luego caminar varios días por la selva. Pero en todo caso, si no fuera posible encontrar a alquien de la zona que me quisiera llevar (cosa que dudo muchísimo), con volver en la siguiente avioneta tendría bastante. En todo caso, hubiera sido una buena aventura en un lugar muy salvaje, y con gentes de ciertas tendencias antropofágicas, algo siempre bonito de contemplar.
Esa tarde tenía yo previsto pasarme por una tienda de artesanía local con la esperanza de comprar alguna máscara tribal, pero cuando llegué habían cerrado, así que pensé regresar a la mañana siguiente antes de coger el avión de vuelta a Sentani-Jayapura.
El día 4 de mayo fue el día de mi marcha. Después de preparar la mochila, desayunar y pagar el hotel, y como tenía tiempo hasta la salida del avión, me fui con Brendan a la tienda de artesanía. Allí estuve contemplando las estupendas máscaras guerreras que vendían, si bien no sabía si eran fabricadas en el valle de Baliem, en Papúa Nueva Guinea o en China, que nunca se sabe. Me decidí a comprar varias máscaras ya que en tan largo viaje como había sido La Media Vuelta al Globo, solo había comprado algún recuerdo en Tíbet y el hacha. Empecé a negociar los precios con el tendero, pero el tipo tenía poca capacidad porque no era el jefe. Como me decía que no me lo podía dejar tan rebajado le dije que llamara a su jefe por teléfono. Le llamó y le explicó lo que yo ofrecía, y este le respodió que adelante. Me lo empaquetó todo con gran esfuerzo en una caja, y tan contento que me fui a recoger mi mochilón al hotel. Y de allí al aeropuerto.
Antes de entrar me despedí del bueno de Brendan, deseándole suerte en sus próximas aventuras porque después de regresar del valle de Baliem, tenía pensado cruzar a Papúa Nueva Guinea. También le dije que diera recuerdos a Micky Maus y a US-Army en caso de encontrárselos, pero que se sujetara la cartera.
El avión finalmente partió con mucho retraso, ya que antes de marchar tenía que llegar desde Sentani, pero no lo hacía. En la espera algo extraño pasó con otro avión que estaba en la pista de aterrizaje. Todo el mundo de la sala de espera se levantó para ver qué había pasado y los pasajeros, que ya estaban a bordo del avión, tuvieron que abandonar la aeronave precipitadamente. Yo no me llegué a enterar qué había sucedido, pero confiaba en que ese día no hubiera allí un accidente aéreo.
Allí no, pero un avión de la misma compañía en la que volvería, se estrellaría en otro punto de Papúa. Por los pelos, oiga.
Hola Juan, tengo que ponerme al dia con tu blog, levante vuelo de nuevo,eres el primero en saberlo, ya sabes yo no digo adios..,adivina donde estoy?. em SFO. o sea san francisco desde hace 4 dias, la verdad no me hacia mucha gracia USA, y no estoy muy impresonada con san francisco, todo sea por su Santi, que lo vere en washington dc, el 6 de julio, bueno ya llegue a yankilandia. estare pora aqui 2 meses besoss cuando lea tu blog, te comento... y vuelvete ya, hostias! que te vas a volver thai
ResponderEliminarMás vale solo que mal acompañado, bonito refrán.
ResponderEliminarComo mola vivir con el bisabuelo disecado en casa y encima sacarse unas perrillas, eso es gente con recursos, en España con tanta ley eso no sería posible.
Que pena que se acabe el viaje y nuestra lectura blogística.
Un saludo my friend.
Alicia: en seguida me vuelvo.
ResponderEliminarEmilio: a parte de este artículo quedan 3 más, pero solo el siguiente lo publicaré desde Bangkok. Los dos últimos los escribiré en Castilla. Como te inquieta mucho saber cómo era el arreglo de mis zapatos, en la última foto de este artículo (el papúo futbolista, el señor momio y yo) puedes apreciar el refinamiento de la solución: tan bello como inefectivo en situaciones acuáticas. Ante todo elegancia.
HOLA Emilio, nos conocemos del blog, llevo meses leyendo tus comentarios, y nunca te he saludado asi que , HOLA!
ResponderEliminaraunque acabe el viaje, esperemos que siga la lectura, hay aventuras todos los dias, que se podria escribir eternemente, esperemos que Juan las descubra, y siga escribiendo.
yo podria escribir un articulo en el periodico cada vez que salgo a la calle!... las aventuras son infinitas, aunque estes en las espanias.
un abrazo, alicia
Quien iba a imaginarse que alguien llamado Micky Maus pudiera resultar tan mala persona. Si Walt Disney levantara la cabeza…
ResponderEliminarY tu no tienes corazón; mira que quitarle el cigarrillo al pobre y desinteresado papuo. A lo mejor lo del timo-foto es su única fuente de ingresos, quien sabe. Por cierto, una vez de vuelta en Wamena, ¿supiste algo del pobre Paulus? (el del machetazo en el pie).
Espero que a tu amigo Brendan le fuera bien por Papua Nueva Guinea, aunque resulta un poco inquietante eso de las “tendencias antropofágicas” de los lugareños. ¿No tiene un blog donde seguir sus andanzas?
Bueno Juanjo, los del hostel de Bangkok te van a hacer cliente honorífico, que si las cuentas no me engañan ya llevas casi un mes allí. A ver si les regateas una rebajita.
Un saludo y hasta pronto.
David.