El 30 de marzo por la tarde me encontraba en Manado, Sulawesi, cuando Christoph, el alemán que me conocía de oídas, me explicó que lo mejor sería irse inmediatamente hasta la ciudad portuaria de Bitung, si es que a la mañana siguiente queríamos coger sin problemas el barco que nos llevara hasta las islas Molucas.
Rehice la mochila que pocas horas atrás había medio desecho, y juntos nos fuimos a buscar un taxi colectivo en dirección a la estación de autobuses.
Nos costó mucho coger el colectivo porque estos venían llenos o medio llenos, y con nuestras mochilas, tirando al gigantismo, ninguno nos quería llevar.
Después de un largo rato por fin montamos. En seguida pude comprobar lo mucho que disftrutaba Christoph con la gente local. Como había estado en Indonesia un tiempo antes y sabía lo agradable que en este país es la gente, para este segundo viaje había comenzado a estudiar indonesio con la guía de conversación de LaundryPlanet que, a diferencia de la mía (un reducido compendio de frases sueltas y mal hilvanadas), la suya era un pequeño pero completo manual del idioma, perfectamente válido para aprender bien sus rudimentos, si es que se tiene una cabeza algo mejor que la mía, of course.
Christoph hablaba con los chiquillos, las madres, las amigas de las madres, las vecinas, el conductor y con quien hiciera falta. Decía que no sabía mucho, pero por la duración de sus conversaciones, no podía ser tan poco.
Llegamos a la estación de autobuses y en seguida montamos en el autobús que no tardó en partir camino de Bitung. Seguíamos hablando y me comentó que trabajaba para una ONG como profesor en Sri Lanka, y que allí estaba aprendiendo el idioma local, el sinhala, mucho más complejo que el indonesio.
Me explicó que sabía de mis aventuras por la mitad del globo porque, como había pasado también por las islas Togean, había coincidido en un barco con las dos parejas de alemanes con las que conviví dos días en Bolilangga, y le habían hablado de mi. También había llegado a conocer a la pareja que habían ido a la "isla de los mosquitos" pensando que iban al paraíso cuando realmente se habían metido en la boca del infierno. Y cuando le pregunté por el alemán hijoputa (con perdón), con el que había tenido mis roces al abandonar las Togean, me respondió que le había conocido en el hotel un rato antes de que yo apareciera y que, efectivamente, era un tipo que transmitía bastante mal rollo.
Llegamos a Bitung en la más absoluta penumbra y, caminando por un lugar poco poblado, nos metimos en un hotel que tenía unos precios desorbitados. Tragamos saliva y preguntamos por otro más económico y nos dijeron que siguiéramos caminando. Al poco llegamos al que sería nuestro alojamiento, de precios más moderados, pero cuyas habitaciones más económicas estaban ya ocupadas.
Después de asentarnos, nos fuimos a buscar algo para la cena y lo hicimos en un puestecito en la calle, donde comimos estupendamente por un precio de lo más económico. Antes de llegar a una tienda para comprar algo para el desayuno, saludamos a un grupo de amigos que estaban en unas mesas en la calle. Nos invitaron a unos tragos de su vino de coco, no demasiado sabroso, pero como hay que cuidarse, le di unos buenos tragos.
A la mañana siguiente salimos del hotel a las ocho con destino al puerto, que aunque estaba cerca, no sabíamos a qué muelle dirigirnos. El dueño del hotel nos advirtió que tuviéramos mucho cuidado con los carteristas, que se lanzaban sobre los turistas como mosquitos: sangre dulce y prodigiosamente nutritiva.
Preguntamos a varias personas (incluso a trabajadores del mismo puerto), por el lugar donde salía el barco a las Molucas, y sus respuestas resultaron algo confusas: unos decían que fuéramos en una dirección y otros en la opuesta. Finalmente llegamos al muelle donde aguardando, había una inmensidad de personas con sus bultos. Yo todavía no tenía el billete, pero eso en Indonesia carece de importancia: nadie que quiera viajar va a dejar de hacerlo sólo porque el vehículo esté ya lleno. Menuda bobada.
Aunque el barco debía zarpar a eso de las nueve, no pudimos subir hasta las diez. Antes abrieron las puertas de la sala de espera y allí permanecimos un buen rato, todos de pié y apretujados. Cuando nos pusimos en marcha, sentí como alguien accedía a mi bolsillo del pantalón e intentaba coger mi cartera. Aunque no soy infalible (recuérdense mis desventuras a la entrada en India), sí que soy avezado y la llevaba unida al pantalón con un cordón, por lo que la cosa sólo quedó en el intento. Rápidamente me di la vuelta, pero entre mi mochila y toda la gente a mi alrededor, no pude echarle la mano al caco, que se escabulló discretamente entre la multitud.
Rehice la mochila que pocas horas atrás había medio desecho, y juntos nos fuimos a buscar un taxi colectivo en dirección a la estación de autobuses.
Nos costó mucho coger el colectivo porque estos venían llenos o medio llenos, y con nuestras mochilas, tirando al gigantismo, ninguno nos quería llevar.
Después de un largo rato por fin montamos. En seguida pude comprobar lo mucho que disftrutaba Christoph con la gente local. Como había estado en Indonesia un tiempo antes y sabía lo agradable que en este país es la gente, para este segundo viaje había comenzado a estudiar indonesio con la guía de conversación de LaundryPlanet que, a diferencia de la mía (un reducido compendio de frases sueltas y mal hilvanadas), la suya era un pequeño pero completo manual del idioma, perfectamente válido para aprender bien sus rudimentos, si es que se tiene una cabeza algo mejor que la mía, of course.
Christoph hablaba con los chiquillos, las madres, las amigas de las madres, las vecinas, el conductor y con quien hiciera falta. Decía que no sabía mucho, pero por la duración de sus conversaciones, no podía ser tan poco.
Llegamos a la estación de autobuses y en seguida montamos en el autobús que no tardó en partir camino de Bitung. Seguíamos hablando y me comentó que trabajaba para una ONG como profesor en Sri Lanka, y que allí estaba aprendiendo el idioma local, el sinhala, mucho más complejo que el indonesio.
Me explicó que sabía de mis aventuras por la mitad del globo porque, como había pasado también por las islas Togean, había coincidido en un barco con las dos parejas de alemanes con las que conviví dos días en Bolilangga, y le habían hablado de mi. También había llegado a conocer a la pareja que habían ido a la "isla de los mosquitos" pensando que iban al paraíso cuando realmente se habían metido en la boca del infierno. Y cuando le pregunté por el alemán hijoputa (con perdón), con el que había tenido mis roces al abandonar las Togean, me respondió que le había conocido en el hotel un rato antes de que yo apareciera y que, efectivamente, era un tipo que transmitía bastante mal rollo.
Llegamos a Bitung en la más absoluta penumbra y, caminando por un lugar poco poblado, nos metimos en un hotel que tenía unos precios desorbitados. Tragamos saliva y preguntamos por otro más económico y nos dijeron que siguiéramos caminando. Al poco llegamos al que sería nuestro alojamiento, de precios más moderados, pero cuyas habitaciones más económicas estaban ya ocupadas.
Después de asentarnos, nos fuimos a buscar algo para la cena y lo hicimos en un puestecito en la calle, donde comimos estupendamente por un precio de lo más económico. Antes de llegar a una tienda para comprar algo para el desayuno, saludamos a un grupo de amigos que estaban en unas mesas en la calle. Nos invitaron a unos tragos de su vino de coco, no demasiado sabroso, pero como hay que cuidarse, le di unos buenos tragos.
A la mañana siguiente salimos del hotel a las ocho con destino al puerto, que aunque estaba cerca, no sabíamos a qué muelle dirigirnos. El dueño del hotel nos advirtió que tuviéramos mucho cuidado con los carteristas, que se lanzaban sobre los turistas como mosquitos: sangre dulce y prodigiosamente nutritiva.
Preguntamos a varias personas (incluso a trabajadores del mismo puerto), por el lugar donde salía el barco a las Molucas, y sus respuestas resultaron algo confusas: unos decían que fuéramos en una dirección y otros en la opuesta. Finalmente llegamos al muelle donde aguardando, había una inmensidad de personas con sus bultos. Yo todavía no tenía el billete, pero eso en Indonesia carece de importancia: nadie que quiera viajar va a dejar de hacerlo sólo porque el vehículo esté ya lleno. Menuda bobada.
Aunque el barco debía zarpar a eso de las nueve, no pudimos subir hasta las diez. Antes abrieron las puertas de la sala de espera y allí permanecimos un buen rato, todos de pié y apretujados. Cuando nos pusimos en marcha, sentí como alguien accedía a mi bolsillo del pantalón e intentaba coger mi cartera. Aunque no soy infalible (recuérdense mis desventuras a la entrada en India), sí que soy avezado y la llevaba unida al pantalón con un cordón, por lo que la cosa sólo quedó en el intento. Rápidamente me di la vuelta, pero entre mi mochila y toda la gente a mi alrededor, no pude echarle la mano al caco, que se escabulló discretamente entre la multitud.
Una vez a bordo, buscamos en tercera clase un sitio donde asentarnos y dimos con el lugar adecuado: rodeados de buenas gentes, que es lo que importa. Junto a mi se acomodó Johuri, un chico de las Molucas que hablaba un poco de inglés, y que a la postre se convirtió en amigo, y al lado de Christoph iba un señor muy bajito, casi enano, ataviado al más puro gusto islámico. Iba con su mujer que vestía un nikab negro y a la que sólo se le veían los ojos, negros también.
Con sus conocimientos de indonesio, Christoph rápidamente trabó conversaciones con todas las personas que nos rodeaban, especialmente con Johuri, pero también con el mini musulmán, que en contra de prejuicios interreligiosos, acabó ofreciéndonos de su abundantísima comida, y cuando abandonó el barco en un puerto anterior al nuestro, nos dejó parte de sus alimentos.
Una vez elegido colchón, dejamos a Johuri al cuidado de nuestras pertenencias y subimos a popa para ver cómo el barco abandonaba las tierras de Sulawesi. El espectáculo fue grandioso porque Bitung, en el extremo de la isla, está rodeado de volcanes y selvas.
Cristoph (que me recordaba al capitán Ahab de joven, mucho antes de que hubiera luchado contra Moby Dick, la ballena blanca, y perdido su pierna derecha), me contó que había pasado varios días visitando los alrededores de Manado, y que había subido a la cima de uno de sus volcanes, visitado un lago cercano y los pueblecitos de alrededor, y que en fin, había disfrutado mucho.
Yo también tenía pensado haber hecho visitas similares, pero sólo estuve allí un día completo porque en seguida partía el barco hasta las Molucas, y no era cuestión de dejarlo escapar.
Al principio del trayecto, junto a Johuri venía otra persona con la que estuvimos conversando (o más bien intercambiando mensajes simples). Cuando este en un momento dado se marchó, Johuri me dijo que estaba algo asustado porque pensaba que podría ser un ladrón. Yo me quedé muy sorprendido porque había supuesto que era amigo o familiar, al estar sentado en su colchón desde el principio. Pero no, la estrechez en las relaciones humanas en Indonesia permite que un perfecto desconocido se te ponga a tu lado y charle, pasee, y comparta comida o cigarrillos contigo. Esta persona volvió a aparecer más veces y no resultó ser un ladrón, simplemente estaba interesada en ver cómo eran y se comportaban los extranjeros.
Una característica peculiar de este barco hasta las islas Molucas era que la mayor parte de los viajeros no eran humanos: una increible cantidad de cucarachas también venían con nosotros. No había lugar al que se mirara en el que no apareciera una o varias cucarachas dándose un paseo o leyendo el periódico. Si mirabas a una pared, por allí había cuatro cucarachas; en los fluorescentes se veía, al contraluz, una numerosa fila que los cruzaban de un lado a otro; si me acercaba a coger mi neceser, no pasaban desapercibidas un par de ellas caminando laboriosamente por las barras de la cama: puertas, suelos, techos, equipajes, zapatos, colchones y literas, la vida llenaba cada hueco de la embarcación. Por supuesto, con tanta cantidad de blatodeos a alguna le daba por caminar por el pelo cuando dormía, cruzar mis piernas mientras leía, o intentar comer un poquito de mi arroz. ¿Espantada y asqueada, señorita? después de tanto tiempo viajando por países tropicales estas situaciones no me afectan mucho. Además, todas las cucas eran pequeñitas.
El tiempo en el barco lo dediqué a dormir mucho, pues cada vez que, tumbado en el colchón (y tras espantar a una o dos cucarachas), intentaba leer o escuchar música, me entraba una tremenda somnolencia. Además de eso, caminaba por el barco y saludaba a sus habitantes. Para comer compraba platos preparados (arroz con un trocito de pollo o pescado) a las vendedoras que entraban en el barco cada vez que este llegaba a un puerto del archipiélago de las Molucas. En el barco vendían lo mismo, pero al doble de precio.
Llegamos a Ambon, en el centro del archipiélago, a las ocho de la noche del día siguiente. El viaje fue sólo de unas 34 horas, lo que desde mi punto de vista de viajero de largo recorrido, no fue mucho (que no caballero, que no es mucho).
Nuestro destino sin embargo, no era Ambon ni las islas de alrededor, sino las islas de Banda, un diminuto archipiélago más al sur; y para llegar, teníamos que esperar al día siguiente a que pasara el siguiente barco.
Johuri, con el que habíamos pasado bastantes ratos a bordo, nos dijo que quería que fuéramos a su casa para que nos conociera su familia. Christoph aceptó algo forzado, creo yo; y por mi parte y para no contradecirle, dije que bueno. Sin embargo no me pareció muy bien porque, con lo tarde que era y tan cargado como iba, creía que lo mejor era buscar alojamiento y santas pascuas. Pero eso fue realmente lo que encontramos.
Cogimos unas motos y en fila nos fuimos a su casa, que estaba muy alejada del puerto.
Allí nos recibió toda la familia: padre, hermanos, sobrinos y algún cuñado. En seguida nos ofrecieron su casa para pasar allí la noche. Como no tenían habitaciones disponibles, nos dijeron que si no nos importaba, podríamos dormir en el salón colocando unos colchones sobre el suelo. Desde luego que no nos importaba porque ¿hay alguna diferencia significativa entre un colchón y un somier más un colchón? pues sí: que si te caes de la cama te puedes hacer pupa, pero del colchón siempre sales ileso.
En seguida la familia nos preguntó por nuestra afiliación religiosa, asunto muy importante en la sociedad indonesia. Esta familia era católica. En las islas Molucas viven tanto cristianos como musulmanes y muchas veces resuelven sus diferentes puntos de vista a machetazos. De hecho, no hace muchos años hubo una tremenda matanza en Ambon y uno de sus resultados fue que desde entonces ya no va casi ningún turista, por lo presuntamente peligroso de la situación.
En estos países tan religiosos, decir que no se sigue ninguna religión es dificilmente entendible, y significa tener que responder a un amplio cuestionario entre miradas de extrañeza para adivinar si es que uno está loco, o es que lleva el diablo dentro. Así, Christoph repondió que era católico (él es de Munich, Baviera, región católica) y esto produjo una inmediata aprobación de toda la familia. Yo dije que era budista, lo que al principio nadie entendió: buda, buda, meditación, rollito open mind ¡¡¡Oommmmhhhhhh!!!, tuve que aclarar. Creo que se quedaron más perplejos que si hubiera dicho que era de la iglesia maradoniana. Me dijeron que no tenían ni idea que España, la campeona del mundo de fútbol, el lugar donde juegan todas las semanas el Real Madrid, el F.C. Barcelona y el Aleti, fuera budista. Les dije que no, que España era básicamente futbolera, mariana y blasfema, pero que yo era budista. Tuve que explicar que ni mis padres, ni mis brothers eran budistas, pero que yo era más raro que una película de David Lynch, y era budista. Rieron.
Uno de los hermanos de Johuri fue a comprar cervezas, coca-colas y algo de picoteo, y después llegaron más familia y amigos, uno de ellos con una guitarra y se puso a cantar. Terminamos jugando a las cartas, pero no al tute como en el final de Viridiana, sino al póker, juego de bárbaros, pero muy entretenido.
Como la cerveza se acabó pronto (es una bebida muy cara para los indonesios) sacaron vino del país, de elaboración casera y medio clandestina, al que yo no le hice ascos y me bebí unos buenos lingotazos, para alborozo de los allí presentes.
Tras una corta noche asediado por los mosquitos, me desperté algo resacoso, pero no había tiempo para lamentaciones: esa mañana teníamos una apretada agenda antes de coger el siguiente barco.
Johuri y uno de sus hermanos nos llevaron en moto a recorrer lo más significativo de Ambon, que no es mucho. Visitamos un monumento dedicado a la paz interreligiosa mundial, de reciente inauguración (se ve que para contrarrestar las matanzas previas). Pero cuando llegamos, el lugar estaba cerrado.
Como nada es imposible si uno tiene unas buenas piernas y brazos, entre todos forzamos la puerta y nos metimos dentro.
Después nos paseamos por algunas calles y finalmente, Christoph y yo les invitamos a comer en un Kenchuki Frinch Tricken, el no va más en la sociedad pop indonesia. Nos dejamos una pasta en el convite, pero nuestros amigos se habían desvivido por nosotros.
Volvimos después a su casa para recoger nuestras pertenencias. Antes de marcharnos, nos pusimos en círculo y el padre rezó una oración de agradecimiento y para que tuvieramos un feliz viaje sin sobresaltos ni sinsabores. Fue bonito.
Nos dijeron que si pasábamos de nuevo por Ambon debíamos volver a su casa. Yo les dije que no creía, porque mi intención era marchar desde Banda hasta Papúa, pero Christoph seguramente tendría que regresar a la ciudad y prometió ir allí de nuevo.
Nos llevaron en sus motos hasta el puerto, compramos los billetes y nos despedimos muy afectuosamente.
El barco venía desde el sur de Sulawesi y estaba abarrotadísimo de gente. Todas las plazas del interior parecían estar ocupadas, al igual que distribuidores, pasillos y escaleras. Para caminar había que ir saltando sobre la gente que ocupaba hasta el más minimo espacio. Como el viaje hasta Banda Neira duraría sólo unas ocho o nueve horas, decidimos finalmente quedarnos en cubierta. Yo me acordé entonces de aquellos naufragios que no eran tan extraños en mares de Indonesia y Filipinas un par de décadas atrás, y que se debían a la sobrecarga de los ferrys y a las malas condiciones meteorológicas. Aún así el barco me parecía sólido, no tenía pinta de que pudiera zozobrar fácilmente y el tiempo era espléndido, aunque caloroso. Nada de qué preocuparse pues.
Estando sentado en unos bancos medio destartalados de la cubierta de popa, apareció un tipo grandote y cargado de equipaje que nos preguntó si podía sentarse junto a nosotros. Era Adel, un californiano (de padre yemení y madre rusa) que viajaba para hacer submarinismo y traía consigo todo el equipo necesario: botellas, reguladores, máscara, aletas y bañador. En seguida hicimos buenas migas.
Christoph, con sus habilidades para el indonesio, se dedicaba a hablar con unos y con otros, y en seguida tuvo un gran corrillo de gentes a su alrededor. Una de estas personas, llamado Cinta, le dijo que no nos preocupáramos si no teníamos alojamiento en Banda Neira porque él conocía un hotelito con atracadero en la ensenada de la isla, justo enfrente del volcán, y al que podríamos ir nada más llegar.
Por el barco también había algunos turistas más, entre ellos un grupo de estudiantes norteamericanos, con cara de pánfilos y tendencias autistas, que iban a las islas Banda para no se qué proyecto raro de vida en comunión con la naturaleza y patatín-patatán.
Cuando el día iba tocando a su fin, vi que la puesta de sol era deslumbrante y me dirigí hacia la proa de estribor para disfurtarla y fotografiarla. Allí, lejos de todo contacto humano, había una chica muy guapa sentada sola en el suelo. Me acerqué y la saludé, ella me respondío, pero su voz apenas salía de su boca y el sonido era tan débil que apenas conseguí oir nada de lo que me decía. No era un gorrioncillo moribundo caído del nido, era Marleen, una holandesa desernergetizada y silenciosa a la que le dije que si quería, podía venirse a la popa donde estaba con unos amigos y que, en todo caso, no temiera por su futuro inmediato, porque llegados a Banda podría venirse con nosotros al hotel que teníamos apalabrado. Y me puse a hacer fotos.
Tiempo después me fui a dar otra vuelta (no paro quieto), y vi que en el salón restaurante estaba tocando la orquesta, así que cuando regresé con Christoph y Adel, se lo comenté. Christoph se sintió muy interesado por ver cómo eran las costumbres musicales y karaokianas de los indonesios, pero Adel dijo que él pasaba de esos espectáculos, así que le dejamos a cargo de todos los equipajes y los dos nos fuimos al dancefloor. Antes de entrar le advertí que corríamos el muy cierto riesgo de que fuéramos sacados a bailar, pero eso no pareció importarle lo más mínimo.
Una vez allí le invité a una rocka-cola y nos sentamos en una de las mesas delanteras (las demás estaban ocupadas). Rápidamente se acercaron las dos cantantes y nos cogieron de las manos para que saliéramos a bailar. Como yo ya estoy acostumbrados a estos embites, en seguida me dejé convencer, pero Christoph se negó en redondo, dijo que no salía, y no salió.
Estuve dándole al juego de piernas y a las caderas mientras las cantantes revoloteaban alrededor mío. Yo era de lo más discreto y no hacía por tocar, salvo coger sus manos para hacer los giros que todo baile con gracia de estilo libre debe contener; pero alguno de los otros bailarines que también salieron, aprovecharon para arrimar la cebolleta a las singerstars.
Acabada la ronda de canciones de la banda, llegó el momento karaoke hell, donde la gente hacía sus peticiones y cantaba para el gran público. Fue una sesión casi siempre entre aburrida y bochornosa, porque en Indonesia triunfan los géneros melancólicos, amorosos y coñazos, con poca presencia de ritmos marchosos y alegres. Pero hubo algunos destellos de genialidad e hilaridad porque salió alguna pareja en la que, mientras una cantaba, el otro bailaba a su lado de forma desternillante. La gente se lo pasaba pipa y, cuando alguno hacía gallos o directamente el ridículo, el público se reía con estruendo y grandes aspavientos.
Regresados a la cubierta de popa, allí seguía Adel intentando controlar todo el equipaje rodeado de mucha gente local con la que inmediatamente entablamos conversación y algunos, que habían estado también en el salón, alabaron mis grandes dotes como bailarín (es que la gente no entiende, oiga).
A eso de la una de la madrugada llegamos al puerto de Banda Neira y a la salida del barco me encontré de nuevo con Marleen y le pregunté qué tal se lo había pasado. Por supuesto, no llegué a escuchar su respuesta, pero para pincharla le dije que nosotros nos lo habíamos pasado pipa haciendo muchos amigos, yendo al karaoke e incluso bailando. No pareció importarle ni lo más mínimo porque no dijo ni pío.
Acompañados de Cinta (el bandaneiro que nos había ofrecido el hotel) Cristoph, Adel, Marleen y servidora salimos del puerto y seguimos por una bonita y estrecha calle iluminada por decenas de puestecillos que a esas horas tan tardías vendían de todo. Y es que la llegada de cada ferry a Banda Neira es una fiesta comercial para la isla.
El hotelito estaba bastante bien y allí fuimos recibidos por Ayu, una de las dueñas del establecimiento y profesora de inglés en el colegio de la isla. Adel rápidamente preguntó si había cerveza, porque estábamos más resecos que un pellejo en Tombuctú. Adel se fue a otro hotel donde la vendían y al rato vino con el preciado trofeo para su degustación en el salón, un lugar hermoso que daba al mar y donde enfrente se dibujaba la silueta del volcán.
Christoph en ese momento nos confesó que a la salida del barco, le habían robado la cartera que llevaba en el bolsillo bajo del pantalón pirata. Afortunadamente no llevaba cosas trascendentes: algo de dinero suelto (pero poco), fotos de padres y novia, y notas con las direcciones de nuevos amigos que había hecho por el camino.
Luego Mrs. Ayu me contó que era lamentable, pero que cada vez que atracaba el ferry en el puerto, soltaba al mar toda la basura acumulada en el viaje, dejando toda la ensenada de Banda Neira convertida en un basurero. Para contrarrestar tan lamentables actuaciones, solía salir con sus alumnos a las playas para recoger basura, cosa que la mayoría de los habitantes del lugar no entendía porque a esta gente la mierda no les molesta.
Nos acostamos a las tantas y la mañana siguiente nos levantamos bastante tarde. Al salir al salón nos esperaba el desayuno: café en abundancia y algo de bollería. Al asomarme al atracadero la visión no pudo ser más asombrosa: una ensenada de un profundo azul con bonitas embarcaciones alrededor, una entrada de mar a la izquierda que dejaba entrever las praderas de corales, el perfil montañoso y boscoso de la isla hacia la derecha y justo en frente, un alto volcán de un intenso color verde. Era uno de las vistas más bonitas que había visto nunca, y eso que ya van unas cuantas.
Panorama de 110º de la ensenada de Banda Neira con el volcán Gunung Api |
Aunque la islas Molucas en su conjunto son denominadas las islas de las especias, las verdaderas son las del archipiélago de Banda, el lugar originario de la nuez moscada y el clavo. Son conocidas desde muy antiguo porque estos frutos fueron siempre muy apreciados como condimento y como medicamento. Por eso ha tenido una larga historia de ocupaciones: árabes, portugueses, españoles, ingleses y holandeses han pasado por este bellísimo lugar.
Banda Neira, por Josias Cornelis Rappard, siglo XIX |
Banda Neira en 1724 |
El archipiélago de Banda es un pequeño grupo de islas de origen volcánico. El volcán que teníamos en frente, el Gunung Api, está en activo, su última gran erupción fue en 1988 y ahora estaba tranquilito y solo desprendía gases sulfurosos en los alrededores de sus cráteres.
Las islas se alzan en una de las más complejas confluencias de placas tectónicas, tanto que los geólogos no comprenden bien cómo funciona. Además, el mar de Banda es uno de los más profundos de mundo: la llamada cuenca de Banda alcanza los 7.440 metros de profundidad.
Después de desayunar, Christoph, Adan y yo nos fuimos a visitar la población de Banda Neira en compañía de Ayu, que nos hizo de guía. Le dijimos a Marleen que se viniera, pero prefirió ir a dar una vuelta por su cuenta.
A diferencia de casi todas las poblaciones que había visto antes en Indonesia, Banda Neira es muy bonita y en ella hay calles estrechas, casas tradicionales y palacetes coloniales. Casi siempre hay mucha animación en las calles y la gente tiende a ser muy agradable. Además casi no hay tráfico: los coches no existen prácticamente y sólo pasan algunas motocicletas. Aún así, dada la pequeñez de la isla, me resultaba absurdo que casi nadie utilizara la bicicleta. Viva el petróleo.
Después de terminada la visita con Ayu, seguimos la visita por nuestra cuenta y nos dirigimos al fuerte holandés, que parece ser que es estupendo, pero estaba cerrado. Seguimos caminando y fuimos saludando a los paisanos y parando a charlar con ellos en las puertas de sus casas. El que llevaba la voz cantante era Christoph, que para algo hablaba indonesio. Yo me limitaba a saludar y a hacer comentarios básicos que casi nadie entendía. Por su parte, Adel nos seguía con cierta cara de incredulidad por nuestra forma de relacionarnos. Él no estaba tan acostumbrado a hacer de viajero y sí más de turista convencional y que pasa de la gente.
Así llegamos hasta el otro lado de la isla, donde paramos a hablar con un profesor de inglés que estaba dando clase a los niños en el patio. Nos comentó que tenía un terrenito en Ay, estupenda isla de playas paradisíacas, y que buscaba a gente que pusiera dinero para construir bungalows de bambú y madera para acoger turistas. El tema estaba chupado, según él, porque el promotor podría estar tranquilamente en su país natal y recibir periódicamente su parte de los ingresos por la explotación comercial del resort. Demasiado fácil, pensé yo.
Seguimos entonces caminando por una carreterita que nos llevaba junto a la orilla del mar, atravesando algunos pequeños poblados y llegando hasta el aeropuerto. Como la isla es tan estrecha, el aeropuerto sobresale al mar unos cincuenta metros. Tan solo recibe un avión a la semana, los martes, por lo que no tiene barreras y para continuar el camino, hay que atravesar la pista, donde hay unas vistas maravillosas de todos los alrededores. Además, los bandaneiros vienen al lugar a dar vueltas con sus motos... viva el petróleo (de nuevo).
Tras cruzar el aeropuerto, el camino seguía por el borde del mar rodeado de cocoteros en un escenario precioso. Atravesamos más pueblecitos y pasamos por delante de un colegio donde nos quedamos un rato saludando a los chavales y hablando con ellos cuestiones básicas de inglés. Los niños estaban de lo más contentos por ver gente tan rara, y por poder practicar sus nociones de inglés.
Después llegamos a otra diminuta población donde se estaba preparando una boda para esa noche. El novio, pequeño y feotillo, vino a saludarnos y nos invitó a la boda. Le aseguramos que iríamos.
Después pasamos por una playa, la mejor de la isla, pero estaba acotada: tenía un chiringuito con música atronadora y para entrar teníamos que pagar. Les dijimos que no teníamos intención de bañarnos ni nada, sino solo queríamos ver cómo era la playa. Nos dejaron entrar, pero en seguida nos marchamos porque no era de lo más interesante, salvo por el hecho de que las mujeres vestían más ropa para bañarse que cuando están en terreno seco.
Junto a la entrada a la playita había numerosas motos que nos ofrecieron llevarnos hasta Banda Neira, pero nosotros les dijimos que preferíamos volver caminando. No daban crédito a nuestras palabras: hasta la capital había más de media hora de caminata, hacía bastante calor y además había que salvar el repecho de una colina. Sólo a un turista loco se le ocurriría aventurarse en tal epopeya física y mental. Un indonesio, salvo que fuera un pobre diablo, nunca pensaría en abordar una empresa así.
Volvimos por el lado este de la isla, el que da al volcán Gunung Api, y pasamos de nuevo junto al aeropuerto, pero por la otra punta.
De vuelta al hotel descansamos un ratito y merendamos (sin haber almorzado) porque nos trajeron café y bizcocho, amabilidad de la casa. Después nos marchamos todos, incluidos Marleen, a internet, que estaba situado en la escuela de Mrs. Ayu. A pesar de estar en un lugar público, había que pagar una pasta por estar allí. Y digo por estar allí porque la conexión era tan extremadamente lenta que en lugar de llamarlo navegar, lo podría denominar "permanecer metido en un cubo de agua" (a ver si se me entiende el símil): más de una hora para leer tres correos y conseguir cargar la portada del periódico.
Para la cena nos fuimos a un bonito restaurante-hotel, una gran casa colonial, donde comimos un estupendo pescado iluminado por velas, porque se había ido la electricidad. Además hacía un calor tremendo y echamos la gota gorda.
En esta jornada interminable, después de la cena nos dispusimos a marchar a la boda. Le dijimos a Marleen que se viniera, que seguro que se lo pasaría pipa, y que no siempre se puede asistir a una boda molucana, pero no quiso porque sus reservas energéticas no daban para tanto.
Antes de marchar compramos unas cervezas en el hotelito de al lado. En las islas de Banda, encontrar cerveza no es tarea nada fácil porque no se puede comprar en las tiendas. Tan solo la venden algunos hoteles y porque la traen directamente desde Ambon. Los precios, por supuesto, son bastante altos.
Para llegar hasta la villa donde se celebraba la boda nos tocó caminar más de media hora alumbrados por nuestras linternas. Pero hicimos una parada digna de guardarse en el mejor rinconcito de los recuerdos: cuando llegamos al aeropuerto decidimos descansar allí. Nos sentamos en el asfalto, abrimos las cervezas y nos pusimos a contemplar durante un largo rato el cielo infinito completamente negro y sin una sola nube, rodeados de islas en penumbra y de la imponente silueta del volcán Gunung Api.
Antes de llegar a la boda la música ya se escuchaba en la distancia. Aunque habíamos sido invitados para estar a las nueve, nuestra apretada agenda de aquel día, y la parada estelar en el aeropuerto, dictó que llegáramos a las once.
Bajo un largo techado de lona sobre la estrecha calle del pueblo, había una interminable fila de sillas de plástico. Los invitados estaban sentado en ellas y muchos curiosos estaban asomados desde fuera. La casa estaba completamente iluminada y habían montado una especie de escenario muy hortera para hacerse las fotografías conmemorativas: flores de plástico, cintas con grandes nudos en fucsia, y todo completado con paneles, también de plástico, de tonos pastel.
Todo el mundo estaba muy serio, nadie sonreía, caretos hasta el suelo. La música, emitida por unos altavoces gigantes, distorsionaba cosa mala y sonaba horrible. Hacía un calor espantoso.
La secuencia del baile era: comenzaba a sonar una canción del cutre-reproductor musical pinchado a los altavoces gigantes. La gente se ponía en pié, algunos hombres hacían una leve señal a una mujer. Se ponían en fila: en un lado los hombres, en el otro las mujeres. Hacían como que bailaban, pero no era baile, era solo movimiento sin gracia alguna. Nadie se tocaba, nadie sonreía, nadie saltaba, nadie gritaba. Unos segundos antes de que se terminara la canción todos volvían a sentarse. Si la canción no gustaba mucho, pocas personas se levantaban para bailar, por lo que esta acababa de forma brusca y comenzaba otra.
Por allí no vimos al novio, y la novia (bastante más guapa que él), estaba tan seria que nos hizo pensar que esa tarde el novio había decidido quitarse la vida, o lo que es peor, dejarla plantada.
Además allí no se ofrecía nada: no había cerveza, no había vino, no había sangría, ni limoná, ni rocacolas, ni zumos, ni agua de coco, ni agua siquiera.... y yo que pensaba habérmelo pasado pipa, saltado a bailar y a cantar...
Al rato nos marchamos.
A la mañana siguiente nos levantamos todos a una hora bastante razonable para lo tarde que nos fuimos a la cama. Adel había contratado una jornada de buceo en los fondos de corales de la isla de Ay, y Christoph y yo decidimos ir a subir el volcan Gunung Api, que no dejaba de llamarnos a cada momento desde su majestuosa elevación. Le ofrecimos a Marleen que se viniera con nosotros, pero no se encontraba con fuerzas.
Christoph habló con la chica que llevaba el hotel, y esta llamó a un barquero para que nos pasara al otro lado.
Fue para mi una sorpresa mayúscula el hecho de que en lugar de ir hacia la izquierda, donde creía que me habían comentado que empezaba la ruta de ascenso, nos llevara a la otra punta, donde se forma una península montañosa.
Llegamos, pagamos y cuando preguntamos a los excasos habitantes de la aldeíta de pescadores, nos dijeron que por allí no se subía al volcán, que era por el otro lado. Nos miramos y pensamos: la hemos cagao. Les insistimos en que si no había manera de subir y nos respondieron que: hombre, por poderse subir, se puede, pero en el otro lado es bastante más cómodo. Nos indicaron por dónde se iba y comenzamos a caminar.
Al poco llegamos a una playa, lo que me convenció de que el barquero debió entender que queríamos ir a darnos un baño y no a subir el monte.
Nos adentramos por terrenos de cultivos con palmeras y zonas selváticas. El paisaje era extremadamente bonito, calido y húmedo, y no tardamos en empezar a sudar como... príncipes.
El camino que suponíamos que nos llevaría a la cima a veces estaba claro, a veces se perdía, pues realmente comunicaba las distintas zonas de cultivos.
Al rato nos encontramos con un paisano que secaba cocos al fuego. Christoph, en indonesio, le preguntó por el camino y el hombre nos indicó, más o menos, por dónde seguir.
Tras un rato de seguir un sendero claro y sin confusiones, este comenzó a ponerse vertical y se convirtió en una trocha. A cada paso teníamos que ir evitando grandes telas de arañas con sus dueñas de aspecto entre cartón-piedra y terrorífico. Yo creía recordar que estas arañas no eran nada venonosas, pero ante la duda, prefería no tocar.
Comenzaron los resbalones. Yo, no sé si debido al calor y a la humedad, a lo tarde que me había acostado, o a que sencíllamente, hay días que uno no está para nadie, me costaba dios y ayuda dar cada paso y me sentía agotado, así que fue Christoph quien llevaba la delantera e investigaba por dónde seguir. La cosa se ponía cada vez peor y atravesamos algunos terrenos verticales con estrechos pasos bastante resbaladizos.
Finalmente llegamos a un punto donde parecía imposible continuar. El camino hacía tiempo que había desaparecido por completo y la verticalidad del terreno y la espesura de su vegetación nos impedía avanzar con un mínimo de criterio y seguridad.
Yo pensaba que no podíamos estar muy lejos del terreno despejado que debía dar paso a la cima y al cráter, pero a falta de cualquier tipo de referencias, decidimos dar la vuelta. El regreso fue más cómodo, si bien dimos bastantes resbalones y al final nos extraviamos completamente. Llegamos al borde del mar, pero era un pequeño acantilado donde era imposible continuar, por lo que dimos la vuelta.
Un rato antes nos habíamos cruzado con un camino y cuando volvimos a él, Christoph quería ir en un sentido y yo en otro. Como no se dejaba convencer, le dije que me diera unos minutos, que iba a investigar porque, desde mi punto de vista, su elección nos metía de nuevo en medio de la isla (que para algo llevo brújula), y la mía a lo mejor nos sacaba de ese embrollo.
Me puse a caminar veloz y a las pocas decenas de metros me resultó obvio que ese era el sentido correcto. Christoph me había seguido en la distancia y cuando la cosa estaba clara me pidió excusas... le dije que en un equipo todas las opiniones son válidas a priori: había acertado yo, pero igualmente me podría haber equivocado.
Aparte de bastante cansados, Christoph estaba completamente empapado por el sudor, como si se hubiera metido en una piscina, además de terriblemente sediento, y yo estaba lleno de rozaduras en mis piernas y brazos, pues no había pensado que la cosa se pudiera complicar tanto y no fui equipado como un aventurero profesional.
Llegamos de nuevo a la aldeíta donde habíamos desembarcado, pero por un camino completamente distinto. Christoph preguntó por cómo coger una barca de regreso y un numeroso grupo de niños nos acompañaron por otro camino varios centenares de metros. Primero paramos en una tiendecita donde pedimos agua, pero no había, así que compramos todos los líquidos que tenían: una rocacola, una limonada, una bebida isotónica y un zumo, y varios paquetitos de galletas.
Continuamos caminando y llegamos hasta un pequeño atracadero con casa al que se que descendía por una fuerte pendiente de rocas. Era un lugar precioso, sombreado, fresco y con una vista estupenda a ese extremo selvático de la isla.
Tuvimos que esperar un rato a que pasara por allí un barquero. Unas niñas le explicaron donde queríamos que nos llevara, se montaron con nosotros y en diez minutos estuvimos de vuelta en nuestro añorado hotelito.
El resto del día fue relajado. Cuando nos encontramos con Adel y Marleen, el primero nos contó lo mucho que había disfrutado en los corales de la isla de Ay y que merecía mucho la pena ir allí a hacer snorkeling. Marleen contó que había dado una vuelta y había ido a ver un sitio donde vivía una familia de tortugas gigantes.
A falta de cosas mejores que hacer, por la tarde volvimos a internet, pero fue en balde porque los locales estaban cerrados. También fuimos a informarnos por los precios de ir a hacer snorkeling al día siguiente a la isla de Hatta con el mismo grupo de Adel, que ya lo tenía apalabrado. Intentamos regatear y Adel les dijo que para ellos eran todo ganancias, pues les costaba lo mismo llevar a cuatro que a seis, pero no dieron su brazo a torcer.
Por la noche me tocó a mi ir a buscar cervezas, y no fue fácil porque el hotelito donde las vendían estaba cerrado. Sus moradores hasta ese día, el grupo de estudiantes norteamericanos pánfilos, se habían marchado. Fui preguntando por uno y otro lugar y finalmente llegué al hotel de lujo de Banda Neira, donde pude hacerme con las cervezas no sin regatear, pues los tíos me querían dar un tremendo sablazo. En las paredes del hotel había un montón de fotos de Jacques-Yves Cousteau (aunque franchute, uno de los grandes hombres del siglo XX), con su gorro rojo y con su barco Calypso, pero también sentado en el lujoso patio-jardín del hotel y saludando a las autoridades locales. Y es que este fue uno de los mares donde él y todo su equipo se pusieron a remojo.
Jacques-Yves Cousteau (1910-1997) |
bonitas fotos!!!, si al final vas a aprender.. te lo digo yo..y termina tus relatos con calma, que ya son los ultimos, los esperamos...y dile a tu amigo Dani, que si, es el entorno!, yo soy una persona alegre, que parece que ultimamente me topo con todos los amargados. y es que me pasa cada una.. que no se sabe si es para reir o llorar..pero el que ha viajado y puede comparar, llega a la conclusion, que esto es una mierda!!, y con M grande... ya me contaras al volver...
ResponderEliminarAsí que te vitorean al ver tus bailes!!INCREÍBLE!!Quizás hayas mejorado en estos meses y ahora eres la reencarnación de Michael Jackson.Tenías que haberte echado un baile en la boda aburrida con un poco de suerte el año que viene te haces una gira por las molucas y te forras.
ResponderEliminarUn saludo Donbenitense