La mañana del 5 de abril arribó en el atracadero del hotel la barca que nos llevó hasta la isla de Hatta. Para ello rodeamos Banda Neira por el sur y luego por el oeste, cruzando el canal con la isla de Banda Besar (esta es una isla mucho mayor que Banda Neira pero es escarpada y selvática, y solo tiene unas pequeñas aldeas de pescadores). La barca después viró por su punta norte y se dirigió directamente a Hatta, rumbo sureste.
En la barca venían todo el grupo de amigos de la noche anterior, por lo que podría afirmar sin equivocarme, que nuestros pasajes también pagaron los suyos y su jornada playera.
El viaje de una hora, aunque bonito y emocionante, fue duro y mareante porque el motor hacía un ruido ensordecedor, el olor a gasolina era bastante fuerte, y la barca iba dando continuos saltos en su enfrentamiento con el mar.
En la barca venían todo el grupo de amigos de la noche anterior, por lo que podría afirmar sin equivocarme, que nuestros pasajes también pagaron los suyos y su jornada playera.
El viaje de una hora, aunque bonito y emocionante, fue duro y mareante porque el motor hacía un ruido ensordecedor, el olor a gasolina era bastante fuerte, y la barca iba dando continuos saltos en su enfrentamiento con el mar.
Hatta tiene un pequeño pueblo en el norte de la isla, pero nosotros desembarcamos en la playa oeste y en seguida nos preparamos para bucear.
Tal como nos había anunciado Adel, los corales de la isla eran algo extraordinario, una larga pradera de poca profundidad con numerosos y diversos corales, y multitud de peces. A unos 50 metros de la playa, un tremendo escalón vertical bajaba hasta unos 40 o 50 metros de profundidad. En el borde pude ver una tortuga que descendía lentamente hacia las profundidades desapareciendo de mi vista.
Recorrí el borde, de un extremo a otro, todo lo que me dieron las fuerzas. En un punto se formaba un puente de piedra a unos 6 metros de profundidad. Intenté atravesarlo, pero no llegué ni de lejos: el dolor de oídos me lo impedía.
De vuelta, encontré a Christoph tremendamente apesadumbrado pues había perdido las gafas de ver: no las encontraba y suponía que el mar las engulló al bajarse de la barca. Christoph es un tipo estupendo y despistado: en los varios días que había pasado con él, observé que se ponía y quitaba las gafas continuamente, y en varias ocasiones le había avisado de que se las dejaba olvidadas. Le había sugerido que se pusiera un cordón para sujetarlas al cuello (solución algo hortera pero muy eficaz), pero no.
A la vuelta de un segundo baño, todos los colegas de la barca habían preparado el almuerzo, que consistía en arroz envuelto en una hoja de palmera, más un pescado grande a compartir entre los tres, todo comido con las propias manos, estilo indonesio.
Resultó que por allí andaban los estudiantes norteamericanos pánfilos que en su proyecto de integración con la naturaleza, medio marino y patatín-patatán, querían pasar unos días viviendo en la playa. Para ello querían construir una tienda en la arena. Estuvieron trabajando un poquito en su construcción, utilizando unos troncos y una gran lona de plástico, pero su panfilez no les proporcioba habilidad, brío ni rendimiento alguno, así que finalmente dejaron que fueran la gentes locales que les ayudadaban quienes la construyeran. Ellos mientras, cabizbajos y arrastrando los piés por la arena, se fueron para otro lado. Al cruzarse con nosotros ni si quiera levantaron la vista, no fuera a ser que se mareasen.
Antes de marcharnos aún quise darme un tercer baño, pero la cosa no fue muy bien porque cuando iba mar a dentro, de repente me empezó a entrar agua por el tubo y tragué tanta que creía que me ahogaba. Se acababa de romper la válvula de expulsión y en pocas llego de vuelta a la orilla. Y es que resultaba que tanto gafas como tubos los había alquilado en un guesthouse y eran de una calidad pésima. Tanto, que el dueño, sabedor del material que tenía, me dijo que me llevara no una máscara y un tubo, sino dos de cada... para que utilizara el que mejor me viniese.
De regreso al hotel coincidimos con Adel e intercambiamos experiencias. Aunque habíamos estado en el mismo lugar no nos habíamos visto, pero nos confirmó la maravilla del lugar, y la cantidad de peces que había visto y que solo conocía por los libros. Como disponía de una carcasa estanca para su cámara de fotos, pudo retratar el lugar. A lo mejor te apetece, fiel lector, ver algunas de sus instantáneas (thank you for your pictures, friend Adel):
Al día siguiente decidimos marchar a la isla de Ay a pasar allí unos días. Adel decidió quedarse un día más en Banda Neira porque le habían comentado que había un lugar muy bueno de buceo en una ladera del volcán: en la última erupción (no muchos años atrás) la lava llegó al mar y toda esa zona se había cubierto rápidamente de nuevos y vigorosos corales.
El día seis, Christoph, Marleen y yo recogimos nuestros enseres, pagamos el hotel y nos dirigimos al muelle para ir a la isla de Ay, al norte del volcán Gunung Api.
En el muelle había una gran actividad de carga y descarga de plátanos, nuez moscada y otros con los que se comercia en estas islas.
En seguida que nos pusimos en marcha, Christoph y yo salimos a la proa de la barca porque su interior iba abarrotado, hacía calor y el ruído del motor era demasié.
El paisaje, según nos íbamos alejando del volcán, era impresionante y de unos colores de una intensidad asombrosa. Christoph iba hablando con un comerciante de frutas que por lo bien que le marchaban los negocios tenía dos mujeres, una en Ay y otra en... nunca nos quedó claro si en Banda Neira o en Papúa (pues había estado trabajando allí).
Si la vista hacia el volcán era increíble, según nos fuimos acercando a la isla de Ay, tampoco lo desmerecía, pues rodeado de un mar de un azul intensísimo, la isla fue mostrando su manto verde de selva y palmeras, y sus largas playas de arena blanquísima.
Ya cerca del puerto, el agua se convirtió en esmeralda y se podían ver los corales en su fondo.
Una vez desembarcados, varias personas se nos acercaron para ofrecernos sus posadas. En primer lugar visitamos una casa que tenía un pequeño patio y nada más. Luego la mejor de la isla, pero resultó que en unos días habría una boda y estaba llena con los parientes de los contrayentes. Nos acercamos de nuevo al puerto y allí le echamos un vistazo a otra, que por lo menos tenía una terraza que daba a la playa y posibilidades de colocar la hamaca. En Ay todos los alojamientos eran a pensión completa porque en la isla no hay restaurantes ni nada que se le parezca.
Yo no estaba satisfecho con estas casas de ladrillo, y aspiraba a encontrar un bungalow para disfrutar 100% del entorno, además que me parecía más apropiado estar junto a la playa que no metido en una calurosa casa.
Les dije a mis compañeros que me iba a investigar por mi cuenta y a ver si había suerte. Preguntando a algunas gentes me indicaron donde había bungalows, y tras recorrer una porción de la isla y atravesar las escuelas, llegué a la enorme y lujosa casa de Alfredo, un italiano que allí vivía y que tenía un estupendo y único bungalow para alquilar. Su precio era bastante alto y él, tipo callado y muy serio, me dijo que la diferencia en las comidas que él ofrecía y la de las otras casas de la isla, tanto en abundancia, como en variedad y calidad, además de que él la preparaba personalmente, no tenía parangón. Le dije que no sería yo quien le quitara la razón, pero mi presupuesto y el de mis amigos era exiguo, pero que aún así lo consultaría.
De vuelta volví a pasar por el colegio y un montón de niñas se me avalanzaron (en el buen sentido de la palabra), y me dijeron que si las podía ayudar a hacer los deberes. Me sacaron una especie de enorme examen de inglés de unas seis o diez hojas, llenas de textos y cuadros a rellenar, por lo que espantadísimo les dije que iba a ser más que imposible, pues tenía un prisa tremenda y debía resolver unas gestiones muy importantes.
De vuelta informé de la situación y nos quedamos en el hotelito de al lado del puerto.
Por la tarde, tras el almuerzo, nos fuimos a dar una vuelta en dirección a la playa. Pasamos por la casa de Alfredo y le preguntamos si él alquilaba máscara y tubo y nos dijo que sí, por lo que apalabramos con él volver al día siguiente para alquilarlos. Anduvimos por la playa, pero no estaba muy bien porque era muy estrecha y estaba repleta de vegetación muerta.
Un paisano que estaba allí con su barca y su machete le explicó a Christoph por donde ir a la playa norte, que era la buena, y finalmente nos acompañó él mismo. El paisaje hasta llegar a la playa era bonito-bonito, pues era como un frondoso jardín, con grandes árboles selváticos, cocoteros, arbustos y cultivos, todo de un verde intensísimo.
La playa resultó magnífica, ni una sola construcción, ni una sola persona, con alguna zona de roca, pero casi todo lleno de bosque. Lo único que enturbiaba el asunto era la basura, que si bien no lo inundaba todo, siempre se dejaba ver. Nos dimos un buen baño en un agua de temperatura perfecta y nos marchamos cuando el sol se ponía y el regreso lo hicimos medio en penumbra.
Cuando llegamos a las casas del pueblo, encontramos al vendedor de frutas bígamo que habíamos conocido por la mañana en la barca. Inmediatamente nos invitó a cenar en su casa, pero nos excusamos diciéndole que ya teníamos la comida preparada en nuestro alojamiento. Entonces apalabramos ir a cenar al día siguiente.
Luego nos encontramos con un señor con el que Christoph se puso hablar y que nos invitó a su casa a tomar un café. Nos dijo que tenía un fuerte dolor en el pecho que le hacía la vida imposible, y que le venía desde hacía varías semanas cuando había sufrido un virulento catarro. Yo pensé que debía ser una infección bronquial o algo así (la imaginación al poder). Como hasta el momento el viaje se me había dado bastante bien en cuestión de salud, disponía de antibióticos más que de sobra. Le dije por ello que le podría ayudar, y cuando nos despedimos, su hija pequeña nos acompañó y le di antibióticos para cinco días o así.
Después de la cena nos pusimos a jugar los tres al dominó con un juego de cartón que Christoph había comprado en una tienda en el camino de vuelta. Lo pasamos pipa.
Al dormir resultó que en las habitaciones hacía un calor tremendo. En Ay solo había electricidad de seis de la tarde a once de la noche, por lo que no había ventiladores en las habitaciones, y era imposible refrescarse. Yo por lo menos tenía una gran ventana junto a la cama, pero la habitación de Christoph era interior y sin ventilación, y no podía dormir.
La mañana del día siguiente nos la tomamos con calma en la posada, desayunamos y luego comimos el muy poco atractivo menú. Esperábamos que llegara Adel, pero no lo hizo. Por la tarde nos fuimos de nuevo a la playa pasando antes por casa de Alfredo para alquilar las máscaras de buceo.
En el baño me di una buena vuelta submarina. El lugar era muy bonito, si bien no tenía ni la cuarta parte de corales que en la isla de Hatta o en las islas Togean (Sulawesi). Eso sí, también tenía una abrupto precipicio en el suelo marino que me llegó hasta dar vértigo cuando buceaba en su borde. Allí lo que se veía era un negro azulado que hacía pensar y sentir una enorme profundidad (después me diría Adel que tenía más de 100 metros de caída vertical).
Me di un par de baños, pero en el segundo no sé qué pasó con mi máscara que no hacía más que entrarme agua cada vez que intentaba bucear. Tanta agua me entró por la nariz, tanto sufrí y tanto luché con las malditas gafas, que sentí un gran desgaste físico y eso me haría caer enfermo esa misma noche.
Después del baño nos fuimos a cenar a casa de nuestro amigo comerciante bígamo, al que llamaremos Mr. Makan-Makan. Pensábamos que íbamos a cenar con toda la familia, pero no. Cuando llegamos la mesa del salón estaba repleta hasta arriba de comida de todos los tipos: carnes, pescados, sopas, arroz, verduras, snacks... y todo era para nosotros. El anfitrión se sentó delante nuestro y mostrando un cierto nerviosismo que le acompañó toda la velada hasta dejarnos extenuados, empezó a decir de forma constante y repetitiva: ¡makan, makan! o sea ¡comed, comed!. Comenzamos echándonos arroz ¡makan, makan! degustamos una cosa y otra ¡makan, makan!, el pescado estaba buenísimo ¡makan, makan!, había también pollo, y cocinado estupendamente ¡makan, makan!, también unos rollitos fritos exquisitos ¡makan, makan!. Cuando ya lo habíamos probado todo y estábamos bien satisfecho, nuestro anfitrión seguía repitiendo de forma ininterrumpida: ¡makan, makan!, por lo que repetimos manjares ¡makan, makan!. Empezó a darnos la risa, porque tanta insistencia era ya algo grotesca ¡makan, makan! ¡makan, makan!. Seguimos comiendo ¡makan, makan! hasta que ya no pudimos más. Comí mucho más que en Wakai (islas Togean) y además de gratis, ¡makan, makan!
Finalmente pudimos convencerle de que no nos cabía nada más, y que todo había estado buenísimo, y fue cierto.
Después fuimos al salón y allí sacamos una botella de vino del país que habíamos comprado previamente, y le regalamos un paquete de tabaco Gudang Garam, sabor ultrafuerte.
Empezamos a jugar al dominó mientras charlábamos. O mejor dicho, mientras charlaba él, porque no dejaba que los demás nos expresáramos. El interlocutor, claro, era Christoph, y el hombre nos hablaba de su vida, de su familia y de yo qué se, pero siempre de forma repetitiva y atropellada.
Siguió diciendo que Alfredo, el italiano, había llegado a la isla solo años atrás, y ahora tenía mujer e hijos, y que allí todo el mundo era bienvenido. Entonces me aseguró que él me iba a buscar una esposa como se la había buscado a Alfredo. Yo le seguí el juego diciendo que bueno.
Desde entonces, cada vez que yo sacaba una buena ficha, o la sacaba él, me hacía chocar su mano. Como el tipo era obsesivo-compulsivo, insistía una y otra vez con el tema de la esposa mientras entrechocábamos nuestras manos. Como yo le había seguido la corriente desde el principio, no queria cambiar de rumbo repentinamente, pero Mr. Makan-Makan ya me estaba empezando a poner nervioso con tanta insistencia. Empecé a pensar: ¡cuidado! no te vayas a meter en un lío extraño.
Salió el recurrente tema de la religión y yo de nuevo me declaré budista, explicándole, a enormes pinceladas, en qué consistía la cosa. Luego me dijo que Alfredo también fue budista, pero que ahora era musulmán, como él mismo y todos los pobladores de la isla de Ay. Y seguimos poniendo fichas sobre la mesa y entechocando nuestras manos.
Después continuó diciendo Alá, Dios, Yavé, Buda: ¡sama!, o sea, que son lo mismo (error, el Buda no es un cacique barbudo de comportamiento arbitrario).
Una vez preparado el terreno con su aseveración, añadió que para poderme casar tendría que hacerme musulmán, momento que no desaproveché y, pidiendo a Christoph que tradujera con precisión, le dije que yo no me hacía musulmán, que era más probable que todos los habitantes de Ay se hicieran budistas antes que yo me pasara al islam.
Se ve que la traducción fue suficientemente buena porque me dijo que si no me hacía musulmán era imposible la boda, y yo le respondí que me iba a tener que resignar con todo el dolor de mi corazón, pero que por mis huevos, yo no me hacía musulmán.
No volvió a tocar el tema, no volvimos a chocar nuestras manos y dejó de mirarme con complicidad.
Cuando nos marchamos de su casa estábamos completamente agotados y yo además había ido sintiendo un cada vez mayor dolor en mi oído izquierdo, pienso yo, fruto de mis problemas con la máscara cuando buceaba. Aún y todo, nuestro anfitrión nos volvió a invitar al día siguiente para el almuerzo.
Ya en la cama sentí un repentina y fuerte inflamación en el oído y un dolor que empezó a ser muy preocupante. Dormí fatal.
A la mañana siguiente el día se levantó lluvioso por lo que no fuimos a la playa. Sobre las once y pico llegó Adel, que nos contó que se había quedado en Banda Neira un día más porque había buen rollito con su grupo de buceo y habían quedado todos para cenar antes de despedirse. También nos contó que al igual que a Christoph le habían robado la cartera (pero sin grandes consecuencias), a otro inglés también se la habían robado al salir del barco, pero en este caso con consecuencias catastróficas, pues se había quedado sin dinero y sin tarjetas. Estaba haciendo gestiones para ver cómo podría resolver el tema, pero con la velocidad ultralenta de internet en la isla, no sabía si cortarse las venas o dejárselas crecer.
Cuando le conté a Adel mi dolor de oídos me dijo que eso era una infección y que era muy habitual entre los buceadores, así que me aconsejó que me tomara antibióticos y me dio unas gotas que llevaba para tal fin. Afortunadamente, no le había dado al señor de la aldea todos los antibióticos que llevaba, y tenía de sobra para curarme lo mío.
A la hora de la comida, Marleen dijo que ella no volvía a casa del señor Makan-Makan porque no tenía energías para soportar tal ritmo vital, así que le dijimos a Adel que se viniera en su lugar. Yo me encontraba bastante mal, pero uno es un caballero y dificilmente deja un compromiso. Cuando llegamos a su casa, el panorama había cambiado por completo. Mr. Makan-Makan se había levantado ultratemprano para llevar a Banda Neira su mercancía y ya había vuelto. Estaba desconocido: ojeroso y silencioso. Y además no había comida para nosotros: nos puso unos vasos de té y unos bollos. Nos los comimos, charlamos un rato y nos volvimos al hotel. Pero no nos importó, no se puede pretender salir todos los días por la puerta grande.
Luego fuimos todos a la playa. Como yo seguía con mi infección de oído en plena efervescencia, había renunciado a bañarme, así que me llevé la cámara de fotos y pude retratar el bonito pueblo, sus amables gentes, el paraíso ajardinado que era el camino hasta la playa, y el mar mismo.
En el camino, los niños al verme armado con la cámara me decían: ¡Mister, foto, foto! y yo sin dudarlo les satisfacía. Esto les hizo mucha gracia a mis amigos, por lo que a partir de ese momento pasé a llamarme Mr. Foto-foto, y de alguna manera me sentí alagado, que para algo en el viaje he debido hacer como unas... 35.000 fotos (en serio, lo acabo de mirar).
En el regreso pasamos por casa del señor de la infección pulmonar y nos dijo que ya se iba encontrando mucho mejor, cosa que nos alegró sobremanera. Yo por mi parte también notaba la mejoría gracias a la dosis masiva de medicamentos que me tomaba: antibiótico, gotas y antiinflamatorio.
Por la noche nos pusimos a jugar los tres a las cartas, y para darle tensión al tema, y dado que no teníamos monedas, Adel dijo que quien perdiera debía hacer lo que los demás decidieran. Echamos varias partidas y como a mi el juego en cuestión se me daba muy bien, no perdí nunca. Christoph y Marleen se tuvieron que dar un baño en el mar. A Adel se le dio fatal y perdió varias veces, así que el primer castigo fue recortarse el bigote (al principio venía con barba) y dejarlo con la forma del que llevaba Adolfo Hitler, pero no le lucía mucho ni daba ningún miedo. El segundo fue que nos preparara el desayuno, pero con la poca variedad alimenticia de la isla de Ay, aplazamos este acontecimiento hasta que volviéramos a Banda Neira.
Por mi parte, yo no estaba solo en la habitación, o mejor dicho, en el baño. Un enorme cangrejo vivía en el desagüe, y por las noches salía a hacer sus necesidades, y supongo que también a darse una ducha. El primer día que lo vi me llevé un buen susto porque asomaba sus tremendas patas por el agujero y yo al principio creí que era una tarántula con veneno de mortalidad 10 en la escala de richter, pero ya más sosegado y alumbrando con la linterna (a esas horas ya no había electricidad) comprobé que sólo era un cangrejo de costumbres muy limpias. Yo ponía la tapa del desagüe, pero al rato estaba levantada. Lo intenté colocando la tapa y encima un cazo lleno de agua, pero el cangrejo, además de grande, se ve que también era musculoso, por lo que no tenía ningún problema para despejarse el camino. Recapacité y acabé aceptando el uso compartido del baño: al fin y al cabo, yo no era más que un inquilino extranjero que no tenía derecho a hacerle la vida imposible al pobre decápodo. Si a mi no me gustaba verlo, al bicho tampoco le haría mucha gracia encontrarse conmigo, y él solo pretendía asearse. Y siempre de madrugada.
El domingo 10 de abril fue nuestro último día en la isla de Ay. Yo me encontraba mejor de mi oído, pero bastante lejos de estar bien. A estas alturas de nuestra estancia en el hotelito portuario, yo (y creo que también mis amigos) estaba más que harto de la comida, pues no era muy abundante y sí extraordinariamente monótona: arroz, sopa y pescado. Desde hacía unos días yo complementaba mi dieta y la de Marleen comprando galletas para endulzar un poquito la vida. En la parte positiva, siempre había la posibilidad de hacerse un café o un té.
Después de almorzar nos dispusimos a volver a la playa. Yo no me encontraba muy bien, pero era consciente de que seguramente ese sería mi último día de playa en La Media Vuelta al Globo, pues en mi siguiente destino, Papúa, los bañistas deben compartir las playas con los cocodrilos de agua salada, y estos no se suelen llevar nada de casa para merendar...
Una vez en la arena estuve sopesando mis posibilidades de empeoramiento si me bañaba, muy altas, con el placer de un último baño en uno de los paraísos de coral. Claro, ganó el concepto "vive como si cada día fuera el último", y decidí meterme en el agua una vez más. Y fue una grandiosa elección.
Estuve mucho tiempo haciendo snorkeling (esta vez no buceé) y casi todo el tiempo junto al abismo de más 100 metros que se abría en el borde de la plataforma de la isla. En eso que estaba observando los corales y los bancos de peces junto al precipio, cuando por el borde derecho de mi gafa sentí algo anormal en movimiento. Un gran tiburón (bueno no tan grande, no llegaba a los dos metros) se acercó hasta mi, y lentamente nadó a mi alrededor observándome con uno de sus fríos ojos. Fueron unos segundos en el que el tiempo pareció detenerse y que degusté como un fenomenal regalo. Después continuó su ruta descendiendo en diagonal por la pared de coral y desapareciendo de mi vista.
Continué todavía bastante tiempo nadando por el borde del abismo y sintiendo vértigo por la tremenda profundidad que allí había. Pero ya no volví a ver ningún tiburón ni pez grande, "tan solo" muchos bancos de peces de fantásticos colores y formas.
Un carcharhinus limbatus en una imagen descargada de Internete |
A la vuelta les conté mi estupenda experiencia y describí cómo era el tiburón. Adel me dijo que era un blacktip (seguramente un carcharhinus limbatus), y que solían tener algo más de metro y medio de longitud. Me preguntó si había pasado miedo y le respondí que no, que tan solo disfruté. Me dijo que estupendo, porque estos tiburones raramente atacan a las personas, pero son muy sensibles y detectan el estado psicológico del animal que tienen en frente, y siempre es mejor estar relajado que asustado.
Panorama 110º playa oeste de Ay con la isla de Rhum al fondo a la izquierda y Marleen muy seria (como siempre) a la derecha |
Esa noche había boda en la isla y por supuesto, estábamos invitados, como todo el pueblo. Los dueños del hotel habían comprado por nosotros los regalos para la pareja: unos juegos de vasos y tazas. Los tenderos de la aldea habían traído desde Banda Neira todo tipo de pequeños regalos que la pareja necesitaría, y que compraron los habitantes que a tal evento querían o debían acudir.
El formato era el mismo que en la boda de Banda Neira: una carpa situada sobre la calle de la aldea, música distorsionante a todo trapo y el mismo protocolo bailongo. Llegamos cuando había discursos y esperamos sentados a que acabaran. Entonces la gente se puso en fila y pasó a saludar a los novios y a hacer entrega de los regalos. Los novios nos saludaron muy efusivamente, nos agradecieron que hubiésemos acudido, y nos hicieron entrega de una cajita de dulces.
A continuación, la música. Aquí sí que bailamos, menos Christoph, que se ve que por sus venas bávaras no corre el ritmo, tan solo la cerveza. Como yo veía que la gente bailaba de una forma increíblemente sosa, me decidí a renovar la escena moluqueña y comencé a dar vueltas, cabriolas, juegos de piés y de manos. Lo nunca visto, oiga. La gente me daba su aprobación y me pedían que volviera a la pista. Como salía a bailar sólo, me instaron a que sacara a una mujer que había a mi espalda. Así lo hice, pero la tipa tenía una cara de perro de mucho cuidado: nunca me miró ni sonrió, y además era muy fea. De todas formas, considero que es absurdo sacar a bailar a nadie, pues en una fila se colocan los hombres y en la otra las mujeres. Nunca se tocan, ni intentan hacer nada al unísono, las mujeres no sonríen y suelen mirar al suelo. Resumiendo: el baile en las islas Molucas es la mayor mierda del mundo (tenía que decirlo).
También bailó Adel, y sobre todo Marleen, porque en todas las canciones había algún hombre que la sacaba a la fila. Marleen seguía al pié de la letra el estilo local: nimios y soso movimientos, cara seria, y mirada al suelo o a la carpa.
Estas dos fotos de la fiesta son también de Adel |
A la mañana siguiente nos marchamos. Era ventosa y en lugar de una barca para regresar, había dos, pues la gente se marchaba de vuelta a Banda Neira tras la boda. El abordaje de las barcas fue de esas escenas que uno cree que ya no existen en este mundo tan aburrido: se hacía desde la playa, y como el viento levantaba bastante oleaje, para llegar al barco había que meterse en el agua que llegaba por encima de las rodillas. El equipaje había que llevarlo elevado, preferentemente sobre la cabeza, mientras nos ayudaban a cargarlo sobre la barca y a subir a la misma.
Con este espectáculo se tardó mucho en cargar las barcas, pero disfruté de lo lindo de tan exótica actividad.
Con nosotros también venía Mr. Makan-Makan, que creo que no me había acabado de perdonar mi negativa a convertirme al islam.
Yo originalmente había tenido pensado quedarme más tiempo en la isla de Ay para desarrollar mi labor de escritor sobre soporte electrónico. Pero esperaba haber estado en un bungalow, no en una casa donde hacía un calor tremendo, donde no había electricidad casi nunca, y donde prefería estar a dieta que seguir comiendo todos los días lo mismo. Así, sin dudarlo me volví con mis amigos a Banda Neira.
Ya allí de nuevo volvimos al hotel de siempre y nos dieron las mismas habitaciones. Era el lunes 11 de abril y todos los demás pensaban marcharse al día siguiente en el barco hasta Ambon, para luego seguir cada uno su periplo por Indonesia. Yo sin embargo, me tenía que quedar hasta el sábado, que era cuando pasaba el siguiente barco hasta Papúa, y es que para llegar hasta tan lejano lugar, sólo había barcos cada quince días.
Una vez ocupadas las habitaciones y tomados cafés y bollería, lo primero que hicimos fue distribuirnos para comprar los ingredientes necesarios para que Adel nos preparara el desayuno prometido, que finalmente fue un aperitivo. Fue un delicioso revuelto de tortilla con tomates, pimienta y pan que a todos nos supo divino después de días de tristeza culinaria.
Más adelante marchamos a internet, pero una vez más fue visita infructuosa, estaba cerrado. A ellos les venía muy bien conectarse para conocer los horarios y disponibilidad de los aviones y/o barcos desde Ambon.
Por la noche cenamos todos juntos por última vez y no tardamos en despedirnos porque su barco partía, presuntamente, a las cinco de la madrugada. Me sentí apenado con su marcha porque juntos lo habíamos pasado muy bien y entre nosotros se había creado una fuerte camaradería.
Los siguientes días que estuve, ya solo, en Banda Neira los ocupé en escribir, leer y clasificar la enorme cantidad de fotografías que había tomado. También solía charlar con Cinta por las mañanas, cuando venía a verme para practicar un rato su inglés.
Finalmente mi infección del oído izquierdo fue remitiendo, pero según se marchaba llegó la del oído derecho, que aunque no fue tan virulenta, me duró mucho tiempo.
Un día me puse a intentar traspasar las fotos entre mis dos discos duros externos. De casa traía un disco duro para almacenar las fotos del viaje, pero desde un principio me había dado problemas (Western Digital, muy malo). Cuando estaba en Borneo sucedió lo que más temía, no había manera de acceder a los ficheros. Por eso en Malasia me compré uno nuevo con la esperanza de hacer el traspaso.
Al principio me resultó imposible, durante horas intenté acceder a la información, pero el aparato se negaba. Al borde de la desesperación, se me ocurrió utilizar un software que tengo para recuperar archivos borrados, y no sin dificultad este consiguió acceder al maldito dispositivo. Por fin pude traspasar todos los archivos al estupendo nuevo disco duro (Seagate, muy bueno). También intenté recuperar archivos dañados del Tibet cuando, estando en Lhasa y después en Nepal, el disco fue "invadido por una virulenta invasión vírica". Pero esto fue ya mucho pedir, y no hubo manera.
Para descansar de tanto encerramiento en el hotel, me daba algunos paseos por la bella Banda Neira, repleta de casas coloniales y con algunos palacetes que han sido abandonados y están en estado de ruina.
Llegaba muchas veces hasta el lejano puesto de internet, pero casi siempre estaba cerrado, y cuando estaba abierto, lo que allí hacía era pasar calor y sufrir, pues la lenta conexión me impedía casi cualquier uso.
Pero amigos, me quedaba una última tarea que realizar allí. La infructuosa ascensión al Gunung Api de los primeros días no podía quedarse en tan solo en un intento. El 15 de abril, el día antes de mi marcha, me dispuse a trepar el volcán, de 658 metros.
Cinta me había dicho que había subido hacía tiempo y que el camino era duro y que había que tener mucho cuidado porque era fácil perderse, contándome que no hacía demasiado tiempo una turista se extravió y apareció, agotada, en el otro lado de la isla. También me acosejaba partir antes del amanecer, pero a mi esto no me parecía muy buena idea, porque si era fácil perderse, más fácil aún lo sería a oscuras.
Sobre las 7h30 me fui al embarcadero y busqué a un barquero que me llevara. Para evitar confusiones como la vez anterior, le expliqué muy bien que quería que me llevara a la base del volcán para ascenderlo.
Crucé la ensenada y enseguida me puse a subir por un camino perfectamente claro, aunque rodeado muchas veces de una densa vegetación. Nunca tuve ningún problema para seguir la pista. Un par de veces encontré bifurcaciones, pero se volvían a unir unos metros más arriba.
La dificultad la ponía la fuerte inclinación del sendero, pues normalmente seguía la máxima pendiente, o gradiente. Además muchos tramos eran de piedra suelta muy resbaladiza y había que avanzar asiéndose a la maleza, troncos o directamente apoyando las manos en el suelo. También iba apartando continuamente grandes telas de araña, muchas veces con sus constructoras incluidas.
Pero por fin, y sin mayor contratiempo, a las nueve y cuarto de la mañana llegué a la cima, que a su vez daba a un profundísimo crater. Como os podéis imaginar, el lugar era impresionante. El día era casi totalmente despejado y la vista podía alcanzar muchísimos kilómetros a la redonda. Por el lado por el que había subido se contemplaba en toda su extensión la isla de Banda Neira, y detrás Banda Besar.
En el lado del crater, hacia el este, se veía la isla de Ay, y detrás, la de Rhun. Estuve caminando por el borde del cráter y observé, en el norte del volcán, las huellas de la última erupción de 1988: una gran porción de la ladera era de lava negrísima que llegaba hasta el mar. Ese fue el lugar en el que Adel estuvo buceando para ver los corales jóvenes.
El Gunung Api es un volcán en activo y en todos los alrededores de su cima había fumarolas que echaban un humillo ligeramente sulfuroso. Además, el suelo alrededor de estas fumarolas ardía.
A parte del gran y profundísimo crater del volcán, había otros menores, mucho más suaves, redondeados y nada profundos, alrededor de la cima.
Estuve mucho rato en tan maravilloso lugar. Las islas de Banda, tal como me había contado Christoph al poco de conocernos, es uno de esos lugares a los que los más viajeros sueñan algún día con ir. Su enorme belleza y su lejanía lo hacen un pieza codiciada de cualquier amante de los paraísos.
Y allí estaba yo como si nada, apenas me había llevado catorce meses llegar hasta esa cima. Poca cosa, oiga.
Panorama 210º desde la cumbre de Gunung Api con Banda Neira y Banda Besar |
Panorama 380º desde la cumbre de Gunung Api |
Con tristeza comencé a bajar de nuevo, consciente de que pocas veces en la vida se tiene el privilegio de estar en lugar tan increíblemente bonito.
En el regreso arrastré mucho el culo, pues los resbalones fueron constantes. Pero nada grave, que para algo llevaba, esta vez sí, mi completo equipo de montañero profesional, liderado por unos pantalones de cordura, imposibles de romper.
Ya de vuelta en el embarcadero esperé un momentito hasta que un lugareño me preguntó si quería ir hasta Banda Neira. Le dije que sí y en un santiamén llegué de nuevo a la capital. Eran las once de la mañana.
De nuevo en el hotel hice colada, porque tanto arrastrarse y los tremendos sudores en un ambiente tan húmedo, tiene sus consecuencias higiénicas. El resto del día lo dediqué a organizar fotos, leer, y por fin encontrar abierto internet.
Mi último día en Banda Neira fue el sábado 16 de abril, aunque realmente el barco partió el domingo a las dos de la madrugada. Lo dediqué de nuevo a leer y a escribir, como en el cole.
Por la noche, en medio de una fuerte lluvia que ya duraba horas, haciendo sonar sus fuertes bocinas, apareció el ferry en la pequeña ensenada de Banda. Cogí mi mochila y en el puerto me encontré con Ayu y Cinta, que habían ido a pescar clientes. Me dijeron que esperara en el puerto hasta que se calmara el increible ajetreo caótico de subida y bajada de mercancías. También me advirtieron que tuviera mucho cuidado con mis cosas, que el lugar estaría lleno de cacos.
Harto de esperar y como el ajetreo no parecía acabar nunca, me decidí a subir por la escalera hasta el barco, mientras la gente se apretujaba y los estibadores se colaban trepando por los hierros de la estructura.
No sin dificultad, mojado por la lluvia, resbalando con el agua, empujado por los estibadores y golpeado por alguna caja, por fin puse el pié en el barco.
Era el momento de partir hacia Papúa, el último destino en mi Media Vuelta al Globo.
que fotos mas bonitas, que colores!!!, parecen postales.. o son postales????
ResponderEliminarbesossss
Hola Juan, dile a tu amigo Dani que no soy de Alicante, soy de Aguilas, Murcia, y con un ligero toque sudaca...
ResponderEliminarbesoss, sigue escribiendo, y disfrutando de la bella bangkok, si es que sales a la calle, es que esto del blog te tiene de lo mas atareado.
alicia
No hagas muchas bromitas del tipo, búscame una novia que te acabas casando con el feo de los hermanos Calatrava y además siendo musulmán, no vuelves a comer jamón en la vida. así que probando a introducir nuevos ritmos de baile, a ver si ahora eres mejor que Nureyev y no lo hemos descubierto todavía.
ResponderEliminarTú siempre subiendote a todas las piedras que te encuentras, si es que la cabra tira al monte.
Un saludo Donbenitense, aquí estoy corrigiendo los exámenes de mis niños (espero que ningún desaprensivo se los haya rellenado como casi tú haces con los niños de la escuela.Eres un antisistema te voy a denunciar)
Querido Anómimo:
ResponderEliminarMe has pillaaao, son postales. Se las robé a una pobre anciana, inválida y ciega. Indefensa, vamos. Pero lo hice de buena fé, que al fin y al cabo es lo que cuenta.
Querido amigo Dani:
Alicia no es de Alicante, es de Aguilas, Murcia, y tiene un ligero toque sudaca...
Querido amigo Donbenitense:
Nureyev era un patapalo.
Los montes están para subirlos.
Soy antisistemático y un poco asmático.
PD: viva el jamón (y el vino).
la proxima a bailar al caribe!! con una mulata guapa.
ResponderEliminartu y la tecnologia, que almacenar, recopilar, la memoria, que me falta esto ,me sobra lo otro. yo solo se apretar el boton de la camara. hasta ahi llega mi ciencia.. dicen que el ignorante es feliz,no?. el lugar ese se ve bien bonito. besosss