En cuanto el barco que me traía desde Muaraphan por el río Mahakan llegó a Samarinda, a eso de las diez y media del 16 de febrero y bajo la lluvia, lo primero que hice fue dirigirme a la oficina estatal de turismo. Quería informarme de primera mano de cómo llegar por tierra hasta la frontera de Malasia, antes de que se me terminara el visado indonésico.
Un taxista se ofreció amablemente a llevarme, pero la tarea no le resultó nada fácil porque no tenía ni la más remota idea de que en la ciudad existieran servicios como el que yo buscaba ni que existiera una calle con el nombre que le presentaba.
Anduvo un buen rato a la deriva por la ciudad, parando a cada instante para preguntar a transeuntes y policías. Pasamos por delante del hotel en el que me había alojado en mi anterior estancia en la ciudad y a partir de este lugar, me empezó a insistir en que le tenía que pagar el doble de lo convenido porque la carrera ya duraba más de lo previsto. Yo le respondía que ni en sueños, y que siguiera si no quería que hiciera mortadela con sus mezquino cuerpo.
Finalmente, y casi por casualidad, llegamos a la oficina de turismo, un gran y pintoresco edificio oficial muy céntrico en la confluencia de dos avenidas. Sólo un taxista descerebrado como aquel podría no conocerlo.
Allí fui recibido por el director de la entidad, un señor muy amable que me proporcionó toda la información que necesitaba, además de mapas y folletos de Kalimantán. Me explicó que era perfectamente posible llegar a la frontera con Malasia tomando un buen número de autobuses y barcos, y que en tres o cuatro días llegaría sin problema.
Le pregunté si podría coger ese mismo día el autobus hasta la primera población-enlace, Berau, pero me dijo que no, que tendría que esperar hasta el día siguiente, porque el autobus salía a las ocho de la mañana.
Abandoné la oficina de turismo y caminando durante cinco minutos llegué hasta el hotel de mi primera estancia en Samarinda.
El día resultó provechoso, pues en primer lugar me dirigí al centro comercial y me hice con unas nuevas sandalias, ya que las compradas a finales de noviembre en Sapa (Vietnam), prometedoras pero finalmente de mala calidad, tenían la suela en un estado de alarmante desgaste, y eso que apenas había recorrido unos pocos miles de kilómetros con ellas.
Después de un almuerzo muy yanki me paseé por la ciudad yendo de mercería en mercería buscando unos corchetes para mis polainas cortas, marca Qucurucho. Resulta que había empezado muy contento mi viaje con este útil accesorio destinado a evitar que entrasen en mis zapatos piedras y tierra, pero el pésimo diseño de su cierre de velcro hacía que se abrieran al rato de comenzar a caminar, y más aún en presencia de barro, por lo que fallaban cuando más las necesitaba.
No fue nada fácil encontrarlos, y eso a pesar de mis explicaciones llenas de aspavientos y mis descriptivos dibujos y croquis. Pero cuando había perdido la esperanza y salía de una última tienda donde el dueño me había dicho que lo que yo buscaba no existía, me dijo que esperara y me mostró los mejores corchetes que había visto en mi vida, de delicado y vanguardista diseño y fabricados en un precioso acero galvanizado. Loco de contento y casi dando brincos de alegría (ya ves, esto es el placer por las pequeñas cosas de la vida) me dirigí al hotel donde pasé mis buenas horas midiendo, cosiendo y sudando.
Cuando terminé la tarea me fui con mi ordenador a un restaurante al aire libre con lento internete. Allí di la jornada por concluida poniéndome al día sobre el estado del mundo mientras daba buena cuenta de unos snacks kalimanteños y una pichi-cola.
El madrugón del día siguiente fue de los mareantes porque quería llegar a la estación de autobuses con tiempo para asegurarme de no perder el autobus que me llevaría hasta Berau. No hubo problema, llegué con tiempo de sobra: me planté en la estación a las siete y cuarto de la mañana y el autobus salió a las dos y media de la tarde.
Ya sé que soy repetitivo con mis experiencias en los autobuses en las remotas carreteras de Indonesia, pero el viaje fue bastante duro y me resultó dificil dormir por la noche. El vehículo iba abarrotado de público y pollos, los pasillos estaban repletos de bultos, y como medio de refrigeranción sólo disponía de unas pequeñas "escotillas" por donde entraba el aire. Los asientos, of course, eran estrechísimos y la carretera, tras unos kilómetros de asfalto, se convirtió en un infierno de tierra, baches y piedras. Los pequeños momentos de marcha a buen ritmo daban paso a largos trayectos a escasa velocidad y donde todo pasajero, ya fuera persona, pollo o vegetal, daba botes hasta casi llegar al techos.
El paisaje no era selvático como a un viajero romántico como yo le hubiera gustado encontrar. Eran sobre todo cultivos, mayoritariamente de palmeras de aceite, que en las últimas décadas han sustituido de forma abrumadora al bosque originario.
A las once y media de la mañana llegué a la estación de autobuses de Berau y en seguida comenzaron a preguntarme que a donde me dirigía. Les respondí que a Bulungan, según me habían explicado en la oficina de turismo. Me dijeron que esperara tranquilo y relajado que en una hora saldría un taxi colectivo. Pero fue solo media. A las once de la mañana y ya reunidas las personas suficientes para partir, marché hacia mi siguiente e ininterrumpido destino.
Con una carretera en condiciones decentes, este trayecto fue ya mucho más cómodo y a las dos de la tarde, el taxi me dejó en el puerto de Bulungan, donde media hora después partió un barquito increiblemente abarrotado hasta la isla de Tarakan, a la que llegó en una hora y pico.En Tarakan pude por fin descansar alojado en un hotelito a escasos metros del puerto.
En esta fea población busqué las oficinas de PELNI, la naviera estatal de Indonesia, para conocer los horarios de barcos hasta la isla de Sulawesi, mi siguiente destino tras pasar por Sabah (Malasia), pero estaban cerradas.
Después busqué una agencia de viajes pero allí solo tenían información de horarios hasta finales de febrero y yo necesitaba los del mes de marzo. Finalmente en internet consulté su página web, pero la última actualización fue hecha en octubre del 2006 (después de Cristo).
A las ocho y media de la mañana del 19 de febrero cogí otro abarrotado barco rápido que en de dos horas me llevó hasta Nunukan, la última isla de Indonesia en Borneo, en el límite con Malasia. Antes de abandonar la embarcación una persona me preguntó si me dirigía a Tawau (Malasia) y al responderle que sí me pidió el pasaporte. Le pregunté que porqué y me insistió en que le diera el pasaporte y finalmente se lo di. Cuando busqué mi equipaje no estaba, pero me dijeron que un chico lo estaba llevando hasta la sala de espera. Enfadado con esta incontrolada situación recorrí veloz el muelle y en la sala pregunté que dónde huevos estaba mi pasaporte y me respondieron que no me preocupara que estaban tramitándolo. Puse cara de enfado y al rato me devolvieron mi pasaporte sin trámite alguno hecho, pues era solo una estratagema para pedirme dinero a cambio. Les dije que no les daba nada porque habían actuado sin mi permiso. Y ahí quedó la cosa.
El siguiente barco, el que por fin me dejaría en Malasia, salió a las dos y media de la tarde, y el tiempo hasta ese momento lo pasé alrededor de la cafetería hablando con unos y otros diciendo de donde era y que efectivamente, el pié-pelota es de lo mejorcito que el pais puede ofrecer al mundo, porque en cuestión de ciencia, tecnología, empleo y economía in general, la cosa cojea un poquitín, mister.
Rellené papeleo y a la hora convenida, crucé las oficinas de la aduana y tomé el barco hasta Tawau, estado de Sabah, Malasia.
Por fin en Malasia, en la aduana me plantaron un sello de entrada por tres meses de duración y a coste cero, tan distinto a los trámites, precio y duración del visado de Indonesia.
En Tawau casi todo el mundo hablaba inglés y siguiendo sus indicaciones, no tardé en llegar a uno de los hoteles baratos y agradables que recomendaba la guía, regido por una simpática familia de origen chinesco.
Me dirigí hacia la parada de autobuses para conocer los horarios para ir hasta Kota Kinabalu, la capital de la provincia, y después caminé por el paseo marítimo y fui saludando a buena parte de las personas con las que me encontraba.
Por último visité un gran cibercafé donde la velocidad de la conexión era supersónica... tan distinto a los de Indonesia.
A la mañana siguiente me presenté de nuevo en la estación de autobuses y a las siete me puse en marcha camino de la capital en un cómodo y espacioso autobus que durante nueve horas recorrió, de forma suave en una perfecta carretera, los muchos kilómetros que hay entre el sur y el norte de Sabah, atravesando interminables extensiones de palmeras de aceite y la región montañosa del monte Kinabalu.
Tras coger un taxi y este dejarme donde le vino en gana, encontré un agradable guesthouse en la calle más turística de la ciudad y donde finalmente permanecí doce días.
Kota Kinabalu (K.K.) es la próspera capital del estado de Sabah, la provincia oriental de Malasia en la isla de Borneo. No es excesivamente bonita pero tampoco es fea, rodeada por mar y colinas boscosas, tiene todas las comodidades que un turista convencional añora. Por ello es un lugar agradable y aburrido donde permanecer unos días. Como sucede en todas las ciudades de Malasia, aquí el rey es el centro comercial, el lugar donde acudir a tomar el fresco y suspender el intelecto a base de repetitivas tiendas con los mismos tipos de artículos. Su bahía, con islas alrededor, es bastante bonita y su paseo marítimo, animado y caluroso, el lugar ideal para cenar de forma suculenta y económica pescado fresco.
Lo primero que me chocó tras un mes en tierras remotas fue encontrar de nuevo gran cantidad de turistas ataviados con sus obtusos rostros de tipos serios, en oposición a la mayoría de los habitantes de estas tierras. El creerse importante agría el alma. Tanto extranjero me resultaba una presencia algo incómoda, pues me había acostumbrado a ver tan solo a aborígenes y a sentir (falsamente) que caminaba por tierras inexploradas.
Los largos días que estuve en Kota Kinabalu los dediqué casi exclusivamente a poner al día este dichoso blog, ardua tarea. Tan solo salía para comer y apenas hablaba con nadie, tal era mi estado de concentración.
Sí que tuve que resolver el trámite del nuevo visado para entrar en Indonesia. Como no podía ser de otra forma, tuve que visitar el consulado más de lo debido ya que necesitaba dos fotos y sólo me quedaba una. En tres visitas estuvo todo solucionado: dos meses de visado extensibles por la nada despreciable cantidad de 50 dólares.
Para amenizar mi dura labor de escritura, y aprovechando la aceptable velocidad de la internete de la posada, me vi en el ordenador los últimos capítulos de Museo Coconut y las películas Gran Torino y La Red Social (muy buenas), Restrepo (ni buena ni mala) y Moon (interesante pero de argumento incongruente). Además, desde que empecé el viaje andaba dándole vueltas a la posibilidad de visitar Papúa Nueva Guinea, pero la falta de información no me ayudaba a decidirme. Por ello visioné un documental de LoundryPlanet donde me quedaron claras varias cosas:
Una vez terminado el blog mi idea era visitar el parque natural de Tunku Abdul Rahman compuesto de un grupo de islas boscosas, con bellas playas y aguas repletas de corales y coloridos pececillos. Pero resultó que el día que tenía previsto ir estuvo lloviendo.
Por fin el 2 de marzo, aunque el día estaba bastante nublado, visité la diminuta isla de Mamutik, que según la guía es la que tiene mejores corales para hacer buceo a pulmón. Para llegar hasta allí hay que ir hasta el puerto de Kota Kinabalu, pagar por el barco, pagar por la máscara de buceo y pagar por usar el puerto (¡!). Además, al llegar hay que pagar por usar la isla (¡!). Así que la excursión no sale del todo barata.
La barca, ocupada por aguerridos y orondos turistas, tardó como media hora en hacer el recorrido llevándonos a una velocidad impresionante, dando enormes saltos y empapando a todo el personal.
Mamutik es una pequeña islita rocosa con una bonita playa al sur. Había leído que tenía que coger un camino para llegar a la parte oeste, por lo que anduve preguntando y cuando finalmente lo encontré, tardé menos de cinco minutos en llegar. Até mis posesiones a un árbol y con sumo cuidado de no ser estampado por las olas contra las rocas, me sumergí en las someras aguas.
El espectáculo fue magnífico, pues aunque el día no era soleado, la poca profundidad y la claridad de las aguas esmeraldas permitía disfurtar de los corales de numerosas y brillantes tonalidades y una gran cantidad de pececillos de las más imaginativas formas y colores. Además había estrellas de mar y bastantes medusas de un alucinante color violeta fosforescente. Aunque las medusas grandes eran pocas y las mantenía bajo control, en una zona había un ejército de pequeñas medusitas que al tocar con mi piel me producían un escozor soportable pero molesto.
Además pude contemplar tres o cuatro peces manta que enseguida que notaban mi presencia se ponían a refugio pegándose al fondo junto a los corales. Mejor que fueran tímidos a que me diesen un aguijonazo cuasimortal.
Las casi tres horas que estuve buceando se me pasaron volando y siguiendo una buena planificación no intencionada, a las tres de la tarde volví al puertecillo para ser recogido y devuelto a Kota Kinabalu mientras se ponía a llover con estrépito.
En mi supuesto último día de estancia en K.K. me encontré de nuevo con Ania, la chica polaca que había conocido en Singapur (el sureste asiático es un pañuelo, oiga). Nos fuimos a comer juntos y anduvimos charlando toda la tarde hasta la hora de la cena. Le expliqué cuales eran mis planes de viaje y le parecieron tan interesantes y aventureros que me preguntó si se podía venir conmigo. Resultaba que no sabía por dónde continuar su viaje y la idea de visitar la misteriosa tierra de Sulawesi le llamó mucho la atención. Me quedé un momento pensando y le dije que bueno, pero que no me diera mucho la tabarra.
Al día siguiente por la mañana fuimos al consulado de Indonesia para intentar conseguir su visado en el mismo día. La chica de la ventanilla dijo que lo podría intentar, pero que no podía asegurarnos nada. Si la paciencia es la madre de la ciencia, la pereza es la hija de Pérez: todos los días que había visitado aquellas oficinas me había encontrado la ventanilla de visados vacía de gente y a la funcionaria jugando a las cartas en el ordenador.
Pero todo fue O-Cá, por la tarde el visado de Ania estaba preparado y al día siguiente pudimos marchar al parque Natural del monte Kinabalu, la montaña más alta entre los himalayas y Papúa.
Tras coger un taxi y este dejarme donde le vino en gana, encontré un agradable guesthouse en la calle más turística de la ciudad y donde finalmente permanecí doce días.
Kota Kinabalu (K.K.) es la próspera capital del estado de Sabah, la provincia oriental de Malasia en la isla de Borneo. No es excesivamente bonita pero tampoco es fea, rodeada por mar y colinas boscosas, tiene todas las comodidades que un turista convencional añora. Por ello es un lugar agradable y aburrido donde permanecer unos días. Como sucede en todas las ciudades de Malasia, aquí el rey es el centro comercial, el lugar donde acudir a tomar el fresco y suspender el intelecto a base de repetitivas tiendas con los mismos tipos de artículos. Su bahía, con islas alrededor, es bastante bonita y su paseo marítimo, animado y caluroso, el lugar ideal para cenar de forma suculenta y económica pescado fresco.
Lo primero que me chocó tras un mes en tierras remotas fue encontrar de nuevo gran cantidad de turistas ataviados con sus obtusos rostros de tipos serios, en oposición a la mayoría de los habitantes de estas tierras. El creerse importante agría el alma. Tanto extranjero me resultaba una presencia algo incómoda, pues me había acostumbrado a ver tan solo a aborígenes y a sentir (falsamente) que caminaba por tierras inexploradas.
Los largos días que estuve en Kota Kinabalu los dediqué casi exclusivamente a poner al día este dichoso blog, ardua tarea. Tan solo salía para comer y apenas hablaba con nadie, tal era mi estado de concentración.
Sí que tuve que resolver el trámite del nuevo visado para entrar en Indonesia. Como no podía ser de otra forma, tuve que visitar el consulado más de lo debido ya que necesitaba dos fotos y sólo me quedaba una. En tres visitas estuvo todo solucionado: dos meses de visado extensibles por la nada despreciable cantidad de 50 dólares.
Para amenizar mi dura labor de escritura, y aprovechando la aceptable velocidad de la internete de la posada, me vi en el ordenador los últimos capítulos de Museo Coconut y las películas Gran Torino y La Red Social (muy buenas), Restrepo (ni buena ni mala) y Moon (interesante pero de argumento incongruente). Además, desde que empecé el viaje andaba dándole vueltas a la posibilidad de visitar Papúa Nueva Guinea, pero la falta de información no me ayudaba a decidirme. Por ello visioné un documental de LoundryPlanet donde me quedaron claras varias cosas:
- El país es tan alucinante como me suponía.
- La probabilidad de ser comido por caníbales es baja.
- La probabilidad de estrellarme con una avioneta en las selvas montañosas llenas de niebla, es media.
- La probabilidad de ser atracado y/o robado está entre media y media-alta.
- La probabilidad de ser comido por cocodrilos si me doy un baño en la playa es media-alta.
- La probabilidad de arruinarme (por los altísimos precios de todo) es alta.
Una vez terminado el blog mi idea era visitar el parque natural de Tunku Abdul Rahman compuesto de un grupo de islas boscosas, con bellas playas y aguas repletas de corales y coloridos pececillos. Pero resultó que el día que tenía previsto ir estuvo lloviendo.
Por fin el 2 de marzo, aunque el día estaba bastante nublado, visité la diminuta isla de Mamutik, que según la guía es la que tiene mejores corales para hacer buceo a pulmón. Para llegar hasta allí hay que ir hasta el puerto de Kota Kinabalu, pagar por el barco, pagar por la máscara de buceo y pagar por usar el puerto (¡!). Además, al llegar hay que pagar por usar la isla (¡!). Así que la excursión no sale del todo barata.
La barca, ocupada por aguerridos y orondos turistas, tardó como media hora en hacer el recorrido llevándonos a una velocidad impresionante, dando enormes saltos y empapando a todo el personal.
Mamutik es una pequeña islita rocosa con una bonita playa al sur. Había leído que tenía que coger un camino para llegar a la parte oeste, por lo que anduve preguntando y cuando finalmente lo encontré, tardé menos de cinco minutos en llegar. Até mis posesiones a un árbol y con sumo cuidado de no ser estampado por las olas contra las rocas, me sumergí en las someras aguas.
El espectáculo fue magnífico, pues aunque el día no era soleado, la poca profundidad y la claridad de las aguas esmeraldas permitía disfurtar de los corales de numerosas y brillantes tonalidades y una gran cantidad de pececillos de las más imaginativas formas y colores. Además había estrellas de mar y bastantes medusas de un alucinante color violeta fosforescente. Aunque las medusas grandes eran pocas y las mantenía bajo control, en una zona había un ejército de pequeñas medusitas que al tocar con mi piel me producían un escozor soportable pero molesto.
Además pude contemplar tres o cuatro peces manta que enseguida que notaban mi presencia se ponían a refugio pegándose al fondo junto a los corales. Mejor que fueran tímidos a que me diesen un aguijonazo cuasimortal.
Las casi tres horas que estuve buceando se me pasaron volando y siguiendo una buena planificación no intencionada, a las tres de la tarde volví al puertecillo para ser recogido y devuelto a Kota Kinabalu mientras se ponía a llover con estrépito.
En mi supuesto último día de estancia en K.K. me encontré de nuevo con Ania, la chica polaca que había conocido en Singapur (el sureste asiático es un pañuelo, oiga). Nos fuimos a comer juntos y anduvimos charlando toda la tarde hasta la hora de la cena. Le expliqué cuales eran mis planes de viaje y le parecieron tan interesantes y aventureros que me preguntó si se podía venir conmigo. Resultaba que no sabía por dónde continuar su viaje y la idea de visitar la misteriosa tierra de Sulawesi le llamó mucho la atención. Me quedé un momento pensando y le dije que bueno, pero que no me diera mucho la tabarra.
Al día siguiente por la mañana fuimos al consulado de Indonesia para intentar conseguir su visado en el mismo día. La chica de la ventanilla dijo que lo podría intentar, pero que no podía asegurarnos nada. Si la paciencia es la madre de la ciencia, la pereza es la hija de Pérez: todos los días que había visitado aquellas oficinas me había encontrado la ventanilla de visados vacía de gente y a la funcionaria jugando a las cartas en el ordenador.
Pero todo fue O-Cá, por la tarde el visado de Ania estaba preparado y al día siguiente pudimos marchar al parque Natural del monte Kinabalu, la montaña más alta entre los himalayas y Papúa.
Que alegría volver a leerte, después de muchas semanas. Ya te tenía mono de "media vuelta". Imagino que has estado muy ajetreado de isla en isla, con poco internet y mucho Ania. Bueno ya nos contarás; no pares, sigue, sigue.
ResponderEliminarUn abrazo. Dani
Ya era hora, pensaba que te habían comido los tiburones o las tiburonas, nos has dejado con la iel en los labios con este minirelato, después de tantos días de espera, no me seas de la familia Perez Oso y escribe un poquito más por favor.
ResponderEliminarun abrazote zamorano
Hola, me llamo Raquel. Mi marido y yo vamos a Borneo en Agosto y tenemos que hacer el mismo recorrido que hiciste tú, llegar desde Berau a Tawau. La ruta que has descrito está bastante clara pero nos sería de mucha ayuda si pudieras recordar precios aproximados desde Berau hasta Tawau. Nos está resultando bastante complicado encontrar información así que te agradeceríamos en el alma algo de luz,jeje. Mi mail es raquelsanemeterio@hotmail.com. Si puedes contestarme ahí me haces un favor enorme. Muchisimas gracias y pedazo de blog tienes, estamos enganchadisimos!
ResponderEliminarMuy lindo lugar. Nosotros ahora estamos en KK y en unos días pasamos a Kalimantan!
ResponderEliminarFuet, Mate i Arros