El 2 de julio, tras preparar mis cositas y desayunar, me dirigí a la tienda de alquiler de motos. Me hice con una Royal Enfield de 500cc (creo), pesada y tranquila. Me dieron herramientas para cambiar la cámara en caso de pinchazo y una garrafa para llevar gasolina extra, puesto que en el camino no hay gasolineras.
Compré una cámara de repuesto y llené los depósitos, y me puse en marcha sobre las 11 horas, dirigiéndome hacia el sureste.
Al principio el camino transcurría por la carretera principal de Ladakh, la espina dorsal que sigue el curso del río Indo, en un largo y arido valle limitado al suroeste por la cordillera de Zanskar, y al noreste por montes y tierras deserticas.
A cada paso paraba la moto para fotografiar los diferentes monasterios que iba encontrando: Shey, Thiksey y Stakna. Siempre sobre un promontorio, estas villas monásticas están constituidas por un edificio principal en la cima del cerro y pequeñas casas encaladas en sus faldas.
En Kharu cogí la carretera que se dirige al Chang La, el tercer paso de montaña para vehículos más alto del planeta (5.320 m). Pasé por Chemde, otra villa monástica encaramada en la punta de una montaña.
En el cruce de carreteras de Sakti paré en unos chiringuitos. Pregunté si podía comer y me dijeron que sí, pero cuando pregunté qué tenían, me dijeron que nada.
Ya puesto compré unos snacks tirando a picantones (la salsa masala es un sabor omnipresente en India), una rocacola y galletas y me las comí a la sombra de un arbolillo.
Mi presencia intrigaba a las gentes que allí paraban y se acercaban a observarme. Entre ellos, dos tipos me invitaron a tomar cierta bebida en uno de los chiringuitos. El que no sabía ni papa de inglés le dijo al camarero que me pusiera un vaso y me sirviera. Se trataba de una bebida parecida al vermouth al que se le añade soda. Brindamos y pude comprobar que mis compañeros estaban como una cuba.
Les expliqué a dónde mi dirigía y para ello saqué el mapa de Ladakh. El que sí que sabía inglés se mostró muy interesado y cuando le pasé el mapa, el tipo se cayó al suelo. Cómo es posible que una persona sentada perfectamente en una silla, al pasarle un mapa se desplome estrepitosamente, es algo que todavía me pregunto.
El primero comenzó a decirme que me invitaba a dormir a su casa, que estaba cerca. Le intenté explicar que esa idea era absurda ya que eran las tres de la tarde y me debía dirigir a un lugar bastante lejano. Sin embargo, mis argumentos no le convencían en absoluto e insistía e insistía. Le volvío a decir al camarero que me sirviera más bebida, pero yo me negué. Una moto loca, una carretera dificilísima de montaña y un trayecto de ciento y pico de kilómetros no constituían el mejor escenario para emborracharse. Pero el tipo volvía a insistir hasta que falsamente enfadado, le voceé que no iba a beber más.
El otro tipo me dijo que él se dirigía también hacia el Chang La en su moto, por lo que me podría servir de guía, circulando despacio delante mío en el dificil camino. Acepté medio mosca y salí de aquel antro de perdición mientras el primero me agabarraba de la mano para que me fuera a su casa.
Arrancada la moto, esperaba al borde de la carretera la salida del otro motorista. Mientras miraba sus movimientos por el espejo retrovisor pude ver espantado como al intentar coger la moto, se calló de nuevo al suelo con moto y todo. Solté el embrague y me marché como alma que lleva el diablo.
A partir de este momento la carretera comenzaba a ascender de forma ininterrumpida hacia el Chang La sobre el valle de Sakti. En una de las múltiples paradas que hice para tomar fotografías me alcanzó mi guía fustrado. Paró donde yo y al intentar bajarse de la moto volvío a caerse al suelo. Lo que cuento es cierto, que conste.
Me repitió que él me guiaría. Enfadado le eché una charla de impresión diciéndole que no le quería ver a mi lado porque era un peligro para él y para mi. Aceptó mis argumentos, se dirigió a la pared de la carretera y echó una meada.
Seguí mi camino y ya no le volví a ver, lo que me hace suponer, teniendo en cuenta todo el tiempo que perdí más adelante, que acabó despeñado o que vivía entre dos rocas en el camino.
El asfalto desapareció y comenzaron las piedras, la arena, los socabones y los riachuelos. El camino era bastante difícil y llegué a la altura de las nieves. A trompicones me caí una vez al resbalar la moto en la arena. Antes de llegar al Chang La paré a hacer unas fotos y comprobé con horror cómo, cuando había sacado la chaqueta de la mochila, había olvidado cerrarla. En el camino se me habían caído la funda de la cámara, el trípode, la comida y una herramienta palanca para cambiar la ruedas.
Agobiado decidí dar la vuelta para buscar lo perdido. Deshice camino y al pasar por una lengua de tierra me volví a caer, sin daño para mí y excaso para la moto, la barra de protección se había doblado, pero empujando con el pié la volví a poner en su sitio. Lo malo es que la moto no arrancaba, pero el camino era cuesta abajo y lo recorrí en punto muerto y bien despacito preguntando a los obreros de la carretera si habían visto mis cosas. Tuve que atravesar un caudaloso río empujando de la moto, por lo que me calé los pies, zapatos y bajo de los pantalones.
Cuando llegué de nuevo al puesto militar les conté lo que me había pasado, ya pensando en abandonar allí mismo la moto. Me di cuenta que lo que le pasaba era que al haber caído, el botón de encendido había quedado en apagado. Lo puse en ON y la moto se puso de nuevo en marcha.
En mi camino de búsqueda sólo había encontrado un paquete de galletas aplastado, todo lo demás había desaparecido, recogido con seguridad por alguno de los múltiples coches o motos que por allí pasaban.
Demostrado cientificamente que no iba a poder recuperar lo perdido, di la vuelta y comencé de nuevo la subida al Chang La donde llegué demasiada avanzada la tarde. Allí me encontré con otro motorista y nos intercambiamos fotos.
En la bajada, más peligrosa que la subida, pude ver como el otro motero se iba al suelo en un par de veces. Lo mismo que me sucedió a mi.
Resulta que la arena es terrorífica para el motorista. A casi cada salto en una piedra o agujero, la moto perdía la marcha y se quedaba en punto muerto, precipitándose cuesta abajo; si me encontraba con tierra, al intentar frenar con la rueda delantera, la moto resbalaba y me iba al suelo. Iba dolorido, helado y cansado.
Cuando por fin llegué al asfalto tras la bajada del puerto, eran las siete de la tarde y aún me quedaban cincuenta kilómetros hasta el Pangong Tso. Además anochecería a la ocho.
From lost to the river, de perdidos al río; decidí llegar costara lo que costara.
La carretera ahora transcurría fiable mientras descendía en un profundo y estrecho valle de montañas peladas y con el horizonte del gran himalaya separando estas tierras del Tibet.
Yo circulaba no demasiado deprisa puesto que me producía inquietud la creciente oscuridad y la posibilidad de poder encontrar un agujero en la carretera o un vehículo de frente tras una curva.
Rápidamente la noche se me echó encima mientras yo apuraba la excasa luz. En el interior de un estrecho valle dejé de ver a mi alrededor, era una estrellada noche sin luna.
La carretera aunque buena, cada pocos centenares de metros sufría rebajes para dejar pasar el agua de las torrenteras de los días de lluvia. Yo frenaba en cada uno de ellos al no saber lo que me podría encontrar.
En uno de los valles, la arena del suelo desértico invadía la carretera y en un momento me vi atrapado. La moto se atascó y de nada servían los acelerones ni que empujara con los pies. Finalmente la moto se paró, el foco se apagó y me quedé envuelto en la más absoluta oscuridad.
Me bajé de la moto y tirando con todas mis fuerzas, centímetro a centímetro conseguí sacar la pesadísima moto del atolladero.
Reanudé la marcha agotado y al rato la carretera comenzó a subir. Con alegría vi el cartel de Sukum a un kilómetro (o milla, que nunca lo supe). La excasa luz del foco de la moto no me permitía ver lo que tenía delante y tras atravesar un puente y seguir tranquilo unos metros, de repente la carretera desaparecío y dejó paso a un cúmulo de rocas. El cambio brusco de terreno me precipitó de nuevo al suelo y esta vez la moto se me cayó encima de mi pierna izquierda atrapándome el tobillo. Tembloroso y tras tomarme un momento, conseguí levantar la maquina traidora y recolocarle los hierros doblados. Descansé ya en un estado calamitoso y reanudé de nuevo mi penosa marcha. En la caída, el foco se había doblado y ya no conseguía ver absolutamente nada. Al rato volvió a aparecer la carretera, pero el pueblo no estaba por ninguna parte. Vi una caseta y pensé que quizás ahí debería pasar la noche. Eran cerca de las diez.
Como no tenía seguridad de donde estaba, decidí dar marcha atrás por si me había extraviado, pero tras deshacer camino hasta pasado de nuevo el puente y volver a ver el cartel de Sukum a un kilómetro, regresé.
Como no encontraba Lukung por ningún lado decidí que dado como estaba el panorama, lo mejor sería continuar hasta la población de Spangmik, a 10 kilómetros y dónde seguro que habría alguna casa. Para chulo mi pirulo. Y es que sin comida ni bebida, con los pies totalmente mojados y helados y con el frío que hacía, quedarme a dormir al raso me parecía una solución poco apetecible.
A los pocos metros vi una luz en la lejanía y me dirigí hacia ella. Resultó ser un cuartel militar. Dejé la moto como pude y cogeando me metí en su interior.
Los soldados estaban sentados en torno a una televisión viendo entusiasmados una película de hostias. Tras ellos supliqué: I need help!, pero ninguno me escuchó. Volví a suplicar y uno giró la cabeza y se puso enseguida de pie junto con otros compañeros.
El entrar en un lugar caldeado después de tanta penalidad hizo que empezara a temblar de forma espasmódica y si no me llegan a sujetar y sentarme a una silla, me habría caído desmayado al suelo.
Rápidamente me colocaron delante del fuego, me quitaron el casco y me descalzaron. Tenía el tobillo izquierdo muy hinchado y me dolía la pierna, y bueno, también todo el cuerpo.
Entre todos menos uno (que no quitaba ojo de la tele) me masajearon la cabeza, los pies y los hombros. Me trajeron un té pero yo era incapaz de sostener la taza. Pasaron los minutos y cuando me pude recobrar minimamente, les expliqué lo bien que me lo había pasado.
Me dijeron que me podía quedar allí a pasar la noche y que a la mañana siguiente me debía marchar, lo cual a mi me pareció muy bien. No tengo edad para ingresar en el ejército.
Me dieron de cenar y más té mientras todos me miraban y hablaban sobre mi.
Me ayudaron a asearme en sus mugrientas letrinas y me dieron una litera y un saco para dormir. Yo todos los movimientos los realizaba lenta y temblorosamente, imposible haber enhebrado una aguja.
Dormí larga y plácidamente hasta las seis de la mañana cuando me desperté con la luz y un té. Como vi que parte de los soldados seguían remoloneando en la cama, eché otra cabezadita hasta las siete. Luego me lavé, me tomé más té y desayuné una sopa de pasta bien picantita, que aquí no conocen el croissant.
Recogidas las cosas me despedí de corazón de cada uno de mis salvadores y cuando salí al exterior pude comprobar que me encontraba en las orillas del Pangong Tso, uno de los mayores lagos del Himalaya que hace frontera con Tibet y cuya mayor parte de sus aguas son administradas por los chinos invasores.
Hice unas fotos del lugar, un amplio valle rodeado de montañas y me di la vuelta renunciando llegar a Spangmik por falta de ánimo y quizás de gasolina.
De vuelta pude admirar los impresionantes valles por los que había pasado la noche anterior a ciegas. De nuevo quedé atrapado en las arenas, pero esta vez con luz pude salir más facilmente al quedar atrapado en la zona menos invadida.
En una tienda de Tangste compré dos litros de gasolina por si las moscas, y más animado pero dolorido, cansado y sin sensibilidad en los dedos y planta de los pies, continué a buen ritmo la vuelta.
Conociendo las dificultades del camino, la subida al puerto la hice a saltos, de piedra en piedra y de río en río, pero sin caerme. En el Chang La me tomé un descanso y los militares del puerto de montaña me invitaron a tomar un par de tes y me regalaron un paquete de galletas para que recobrara mis fuerzas. Y es que este puesto militar es conocido como uno de los más amables del mundo, ya que están aquí para ayudar a la gente que atraviesa este complicado lugar.
El peligroso descenso lo hice a paso de tortuga para evitar más accidentes y lentamente llegué al valle del Indo.
Antes de arribar a Leh hice una parada en Choklamsar, un impresionante campo de estupas sobre un terreno desértico. En el camino iba pensando qué hacer con la moto. La había alquilado para cuatro días y la excursión siguiente, en principio podía parecer más complicada que la que estaba concluyendo, pues mi intención era ir al valle de Nubra, para el que había que atravesar el puerto más alto del mundo para vehículos, el Kardong La, 5.602 metros.
Llegué sobre las tres de la tarde a Leh. Ocupé mi habitación, me lavé bien lavado y me marché a comer.
A última hora de la tarde vi en el jardín restaurante donde había comido el Alemania-Argentina. Unos bulliciosos seguidores argentinos que tenía al lado celebraron por todo lo alto la dura derrota, mientras que los alemanes que también allí había no encontraron razones suficientes para celebrar la victoria.
De madrugada me vi yo solito el España-Paraguay, ganado con sufrimiento; y animado por la victoria patria decidí marchar al día siguiente al valle de Nubra como me llamo Jean François Martinau.
Juanito, gracias por tu rápida aclaración.
ResponderEliminarAcabo de leer las aventuras con la moto y me duele todo, me imagino como quedarías al final del día,creo que el señor que se desplomaba contínuamente era como un premonición de lo que te esperaba en la ruta!
Besos!
María.
Impresionante!!
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ResponderEliminarSaludos