jueves, 3 de febrero de 2011

DE SUMATRA A JAVA

Corría el día 31 de enero de 2011 cuando, tras subir el Monte Kerinci, 3.805 metros, ahí es nada, me dirigía desde Sungaipenuh hacia Bengkulu, al sur de la isla de Sumatra.
Sobre las diez de la mañana, a los pocos kilómetros de partir de Sungaipenuh, la furgoneta que había tomado me dejó en una gasolinera donde me estaba esperando otra que me llevaría hasta Bengkulu. Como la parte trasera ya estaba repleta de cajas, la mochila la puse junto a mi ocupando el sitio contiguo, donde todavía había hueco. Se suponía que el viaje duraba unas ocho horas, pero fueron once. La carretera era irregular, llena de curvas y baches, rodeado de selva a veces y otras de cultivos.

La devastación forestal en Sumatra es tremenda ya que el gobierno indonesio considera que la selva es solo terreno improductivo que debe ser reconvertido en cuanto sea necesario.
Algunos fanáticos ecologistas radicales y antidesarrollistas y también algunos animalitos sensibles están convencidos en su ignorancia que el planeta necesita de las selvas tropicales para regular el clima, y que la falta de estas producirá un profundo cambio en el flujo de las corrientes de aires cargadas de humedad, ensanchando las franjas secas del planeta y concentrando las de lluvias más cerca de los polos. En fin, chorradas: donde esté una buena cloaca que se quite un mal paraíso.


El trayecto transcurría plácidamente entre saltos y música dolorosamente alta cuando, como no podía ser de otra forma, se subió más gente en la parte trasera de la furgoneta y ya no quedó espacio para la mochila. Así, la tuve que colocar a mis pies, con lo que a partir de entonces tuve que adoptar la posición fetal-erguido, incómoda a todas luces cuando se debe mantener por largas horas.
El único respiro se producía en las pocas paradas que se hacían para echar un pis o para comer.


El infierno de la incomodidad no duró todo el viaje porque afortunadamente los mismos que se subieron en la parte de atrás se acabaron bajando mucho antes de llegar a Bengkulu, pudiendo recuperar el espacio para mis piernas. Pero lo que no disminuyó en ningún momento fue la música, insoportobles baladas ñoñas indonesias a volumen brutal. El conductor iba cambiando de canción a cada instante pues casi ninguna parecía convencerle. A mi me daba la impresión que siempre saltaba por encima de aquellas canciones que parecían más elaboradas.
El viaje no se acababa nunca. Tonto de mi, había supuesto que llegaría de día, pero se hizo de noche y el viaje continuaba. Eso sí, una vez de noche, se cambió el estilo musical: de canción melódica a techno brutal. Los bafles del vehículo, que estaban justo encima de mi cabeza, también iban equipados con luces de colores, por lo que aquello realmente era la Sumatrian Rolling Discoteque. Con tanto estruendo y saltos, mi cabeza perdió mucho de su escasa capacidad de pensamiento, por lo que mis ojos iban una y otra vez a los bafles y me imaginaba cortando los cables con unas tijeras para después descolgarlos y aplastarlos saltando encima.
A eso de las nueve de la noche, del motor de la furgoneta empezó a salir un denso humo y tuvimos que parar. Pensaba que si el conductor no era capaz de arreglar aquello, tendríamos que esperar largas horas hasta que alguien pudiera venir a rescatarnos de allí, en medio de la nada.
Con el motor y música apagada, por fin pude sentir un poco la tranquilidad de un mundo sin estruendo continuo. Los viajeros aprovecharon para hacer sus llamadas telefónicas y el chico que iba a mi lado y con el que apenas había intercambiado algunas sonrisas, gestos de cortesía y unas pocas palabras, me pasó su móvil. Al otro lado estaba su novia, que sabía inglés y que tenía mucho interés en hablar conmigo. Así que estuve hablando con ella durante un largo rato, respondiendo a sus preguntas y contándole mi vida, mi viaje, dónde había estado y dónde quería ir. Finalmente me pidió mi nombre de FreezeBrooks para no perder jamás el contacto.
Despué de un rato no muy largo, el conductor consiguió hacer funcionar de nuevo el motor. En estos países, para ser conductor hay que ser también medio mecánico, pues los vehículos son aprovechados tan al máximo de sus posibilidades que tarde o temprano se tienen que enfrentar a una avería y no se puede esperar que nadie venga al rescate.

Por fin a las once de la noche llegué a Bengkulu. La furgoneta paró en un lugar indeterminado que parecían las afueras, y como era bastante tarde cogí una motocicleta para que me llevara a algún hotel barato. El trayecto fue realmente corto, lo habría hecho andando si hubiera sabido algo de aquel lugar. Por supuesto, el motorista, caradura como todo el gremio, me pedía una cantidad exorbitante por el minúsculo trayecto, pero ante el vicio de pedir está el también vicio de no dar (que aquí todo es vicio, amigo).
Me tocó en suerte una habitación grandota, con aire acondicionado, una colonia de mosquitos y un baño sin agua. Como no me entendía con el personal del hotel no pude comprender porqué no había agua, pero esa noche no me pude asear. Pedí también un insecticida para combatir a los mosquitos, pero no tenían. Así que muy mosqueado y sin mayor miramientos, agujeré el techo sobre la cama con uno de los utensilios de la navaja multiusos y la dejé allí anclada como sontén de la mosquitera.
Lo tardío del día limitaba mis posibilidades alimenticias, por lo que en una tiendecita cercana compré plátano frito (igualito que las patatas fritas), una bebida burbujeante (en Indonesia la rocacola escasea) y algo de bollería para endulzar la noche y el desayuno.

Aunque en el sur de Sumatra se pueden hacer varias actividades de interés, como visitar el parque natural Way Kambas, de bosques y manglares donde igual hasta se ven elefantes, rinocerontes, tigres o personas; hacer surf en las playas cercanas a Bengkulu; o visitar el furibundo volcán Krakatoa, mis prisas me convencieron de que debía seguir camino sin mucha dilación, pues Indonesia es un país de una extensión enorme.
A la mañana siguiente y ya bien descansado, pregunté sobre si había autobuses para ir directamente hasta Jakarta, en la isla de Java y capital del país, y no es que hubiera, es que resultó que la estación de autobuses estaba justo en el edificio contiguo al hotel.
Mi día en Bengkulu lo dediqué al blog, sin ningún interés por visitar la ciudad ni sus alrededores, ya que el lugar no parecía tener ninguna gracia: los indonesios modernos pasan de la belleza, las ciudades y pueblos son algo cercano a lo horroroso.

El 2 de febrero me presenté en la estación de autobuses y allí estuve hablando, oh, surprise! con un par de turistas, británicos para más señas y equipados con sus tablas de surf, que estaban en Sumatra para palpar las olas.
A las 9h30 partió el bus camino de Jakarta en viaje de 24 horas, pasando de la isla de Sumatra a Java. Me tocó uno de los peores asientos del bus, el número dos, justo detrás del conductor, con una pantalla donde no podía estirar las piernas y con la solanera dándome todo el día en mi maltrecho cutris. Además el aire acondicionado estaba desbocado. En fin, a pesar de las penurias la cosa no estuvo tan mal porque tenía de compañera de asiento a una mujer sin niño, más menudita que un varón y por ello, más sitio para mi. Además, por la noche se fue a ocupar un par de asientos por detrás y a mi me dejó los dos para mi solito, lo cual aproveché para dormir como un tronco. Tanto, que sólo me desperté cuando en el interior del autobus se alcanzó una temperatura asfixiante por estar ya en la bodega del ferry, navegando entre las islas.
Como el ambiente por el aire acondicionado era gélido, me había había puesto la chupa, su gorro y la bufanda, pero cuando se alojó en el ferry, apagaron el vehículo y en la bodega el calor era muy importante.
Así que me desperté y me encontré con el autobus totalmente vacío y multitud de camiones a mi alrededor. Tambaleando por el sueño subí a la cubierta del barco, donde había mucho bullicio y donde todo el mundo se me quedaba mirando, pero yo no tenía fuerzas para saludar como se merecían tan sorprendidas personas. Amanecía y en la mar llovía.
Según fue llegando la luz del día, la lluvia fue remitiendo, así que subí a la cubierta a que me diera el aire. Allí estuve conversando con unos chicos indonesios que iban en mi mismo autobus.


Se cree que el estrecho de Sonda, entre Sumatra y Jakarta es relativamente moderno y que se abrió cuando una formidable explosión del volcán Krakatoa rompió la isla en dos. Me gustaría haber visitado esta pequeña isla-volcán, pero llegar hasta allí era demasiado caro. El lugar es muy interesante porque es uno de los volcanes más terroríficos del mundo. Es del tipo explosivo y sus erupciones han sido recogidas a lo largo de la historia como grandes cataclismos que incluso cambiaron el clima en algunos periodos del tiempo. En su última gran erupción, en 1.885, la isla estaba ocupada por tres volcanes, pero tras las explosiones, los tres conos desaparecieron; algo que los testigos que sobrevivieron narraron como la visión increíble de ver un cono volcánico iluminado volando por los aires. La explosión de aquel día fue el sonido más fuerte jamás registrado: dejó sordos a los marineros que estaban a menos de 40 kilómetros y el sonido fue escuchado hasta en las islas Mauricio, a 4.800 kilómetros. Se generaron numerosos tsunamis que arrasaron las costas de alrededor y mataron a muchas miles de personas, y la ola fue percibida incluso en las costas de Francia. Las cenizas del volcán llegaron a la estratosfera y oscureció el cielo del planeta durante muchos días afectando al clima terrestre (enfriandolo) durante varios años.

Tras cruzar el estrecho de Sonda, el recorrido en autobus todavía duró casi dos horas más hasta Jakarta, ciudad que quería evitar por todos los medios, pues todo el mundo que la había visitado me había dicho que la capital de Indonesia no era otra cosa que la más absoluta nadería: gigante, fea, sucia y fuertemente polucionada. Mi intención por tanto era dirigirme lo antes posible a Yogyakarta, la capital cultural del país y situada en el centro oeste de la isla de Java.
Se lo comenté a uno de los viajeros con los que había hablado en la cubierta del barco y me dijo que los autobuses para esa ciudad salían desde otra estación, no muy lejos. Este a su vez lo comentó con otro viajero que se dirigía allí y me uní a él.
Fuera de la estación cruzamos la autopista a pelo y nos colocamos en la mediana, subidos en la barrera de cemento, hasta que pasó un autobus y nos montamos. Cinco minutos después llegué a mi destino.
Saludando calurosamente a cada una de las personas con las que me cruzaba me fui acercando hasta los puestos de venta de billetes donde salieron a mi encuentro multitud de personas deseosísimas de ayudarme y de paso, llevarse una comisión.
El alboroto que formaron alrededor de mi fue formidable y al que le pregunté precio se pasó tanto con su comisión que me alarmé, paré y miré en la guía los precios mientras mandaba a todos a la mierda. Efectivamente el tipo quería ganarse un buen pellizco y con tanta panda de timadores, decidí primero ir a desayunar para después, con más fuerzas, hacer un intento de comprar el billete a un precio más acorde.
Cuando volví a intentarlo, el timador que había doblado el precio se me acercó de nuevo y riendo, me dijo que se había equivocado, que el precio era más bajo. Yo le devolví la risa de forma grotesca y le dije que se marchara de delante mío. Y me hizo caso.


Ya con menos presión humana pude acercarme y comprar el billete. El autobus no saldría hasta las seis de la tarde, por lo que tenía más de ocho horas por delante sin nada que hacer en un suburbio de Jakarta, lo más feo dentro de lo más feo.
En primer lugar me fui a poner a buen recuado mi mochila, cosa que hice en el puesto policial de la estación. Después, mientras iba saludando a los trabajadores de la estación, pregunté dónde había un cibercafé.


Allí estuve un largo rato, pero cuando se me acabaron las ideas de qué tonterías mirar por internet, salí a pasear cámara en mano.
Todo el mundo me saludaba y preguntaba nacionalidad, nombre, qué lugares de Indonesia había visitado y qué me parecía el país en general, además de tener que pedir disculpas una y otra vez por no saber indonesio.
Muchos se querían hacer fotos conmigo y muchos más me pedían que les fotografiara. Y así pasé las horas tan entretenido: paseando y fotografiando a las simpáticas y sonrientes personas de los alrededores de la estación de autobuses.


Como tenía muchas horas por delante decidí dar una gran vuelta, y sin ningún conocimiento del terreno, pero seguro de mis habituales dotes de orientación, caminé y caminé por calles feas o feísimas atestadas de motocicletas. Atravesé ríos ultraponzoñosos, de aguas negras y repletas de basura, y saludé a niños, a ancianos y a adultos, que de todo había.

  
                               
Cuando por fin di la vuelta todavía me quedaban horas por delante, así que de nuevo me metí en el cibercafé de al lado de la estación, que ya se me habían ocurrido nuevas bobadas que consultar. Después continué caminando por otras calles donde unos niños jugaban a una rayuela deforme, otros lo hacían con sus cometas y en un solar lleno de mierda, otros pequeñuelos jugaban al futbol-basura.

  

Por fin se fue acercando la hora de partida de mi autobús a Yogyakarta, por lo que me fui de nuevo a la estación de autobuses y recogí la mochila saludando afectuosamente a los policías de guardia. Cuando me vio el empleado de la compañía de autobuses me llamó por mi nombre y me dijo que le acompañara hasta el autobus, donde deposité la mochila.
Mientras esperaba a que llegaran las seis de la tarde, me senté en las escaleras de delante del autobus y se me acercó un chico que se puso a hablar conmigo. El problema era que no nos entendíamos de ninguna de las maneras, pues aunque él sabía alguna palabra en inglés, cualquier frase que le dijera carecía de sentido para él. El tipo me explicaba cosas de su familia, creo, pero yo me perdía entre hermanos, hermanas, padres, madres, tíos y toda la retahíla. Lo que sí me quedó claro era que le gustaba cantar, pues al más estilo Operación Fracaso se puso a cantarme a escasos treinta centímetros de mi cara no una, ni dos, sino tres o cuatro canciones, y no de forma discreta, sino a voz en grito, cual David Bustomonte. Claro, yo no sabía qué hacer ni a dónde mirar ante esa situación tan embarazosa. Además, una de las múltiples cosas malas de la canción coñazo-melódica, es que no se puede ni acompañar con las palmas, oiga.
Tras un rato que se me hizo más bien eterno, usted comprenderá, al chico se le acabó el repertorio. Yo aplaudí y todo, qué iba a hacer, y le dije que el espectáculo me había parecido maravilloso, extraordinaro, sublime, supremo, homérico incluso. Entonces me dijo que era mi turno, que tenía que cantar yo. Le contesté que eso era imposible que, por muy extraño que le pareciera, no me sabía ni una sola canción. Pero no era cierto, en ese momento me venía una a la mente, pero no era cuestión de cantarla, o eso pensaba, pues la diferencia de estilos era demasiado abrupta. Es aquella de Siniestro Total que dice: 
Desde pequeño siempre he llevado en mi interior Abanderado.
El día más señalado, al cumplir como soldado, al sentirme enamorado, he llevado Abanderado.
Pero siempre he sentido un picor que me ha estremecido:
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer.
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer.
En la corte del Congo Belga, con mi smoking y mi suegra, hay una gran recepción, un protocolo del copón.
Presidentes y embajadores y la nobleza de los alrededores.
A la reina voy a saludar, cuando entre las piernas me vuelve a picar:
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer.
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer.
Me he apuntado de astronauta, a ver si así suena la flauta.
Hemos llegado a la luna, poco antes de la una.
Al salir al exterior, vuelvo a sentir ese picor.
Cien millones de espectadores y yo sin poder rascarme los cojones:
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer.
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer.
¡Ay por Dios!
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer
Y es que me pica un huevo, no sé qué voy a hacer, no sé qué puedo hacer.



2 comentarios:

  1. Podías haber cantado la famosa canción pirata de la botella de ron, o la de un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, o alguna canción de esas recursivas e infinitas.
    Por cierto has fotografiado a la reencarnación del Fary, con un gato hidráulico y unos pedazo de abdominales que no tienen nada que envidiar a os de Aznar.
    Un saludo extremeñil.

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  2. Vaya tela, Juanjo. Parece que lo postural no ha sido lo más horroroso de estos desplazamientos. Lo musical lo ha superado. Ponte tapones o algo en los oídos, tío, que van a acabar contigo. Un abrazo

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