martes, 11 de enero de 2011

ATAQUE MASIVO EN TAMAN NEGARA

El cinco de enero por la mañana cogí el monorrail que pasaba junto a Chinatown en Kuala Lumpur, y me dirigí hasta el final de la línea. Allí hay una pequeña estación de autobuses donde a las 10 de la mañana salió el que me llevó hasta Jerantut.
La verdad es que los autocares de Malasia son muy cómodos, con asientos amplios y mullidos, y con espacio más que suficiente para colocar las piernas, tanto que no apetece que lleguen a su destino. Aún así, cuando a las 12h45 llegó a Jerantut, me bajé. En la parada de la ciudad había un caza turistas que me preguntó si iba al parque de Taman Negara. Como le respondí que si, me dio un folleto con los precios para llegar hasta el parque remontando el río Sungai Tembeling hasta Kuala Tahan, el asentamiento en la selva. Contrasté los precios con los de la guía y como más o menos concordaban, le dije que me iba con él. Monté en una furgoneta que me llevó hasta la agencia-de-viajes-hotel-restaurante donde esperé a la hora de partir. Allí me hicieron los permisos para entrar al parque y para poder hacer fotos (en total 6 ringits, 1,5€), y en la espera almorcé allí mismo.

A las dos de la tarde un minibus nos llevó a unos cuantos turistas hasta el embarcadero, que está a 18 kilómetros de Jerantut y allí cogimos la barca que remontó el río en tres horas hasta Kuala Tahan. El trayecto fue bien bonito, rodeado de selva y con el río muy caudaloso y de fuerte corriente.
Según nos íbamos adentrando más y más comenzó a llover y finalmente lo hacía con fuerza. Lo curioso fue que a pesar de la estrechez de la embarcación y su techado, el agua no nos alcanzó.
     

A las 17h30 llegué a Kuala Tahan, un pequeña población en la selva en la orilla del río, justo enfrente de la entrada oficial al parque de Taman Negara. Tiene hotelitos y posadas, una tienda, un cibercafé, casas, escuela y varios restaurantes-barcas asentados en la orilla del río, y que van cambiando de posición según sube o baja el caudal en función de las lluvias.
Este día, como consecuencia de las fuertes lluvias, el sistema eléctrico de la población estaba caído.
Siguiendo las indicaciones de la guía, me dirigí al guesthouse que recomendaba como el más apropiado. Pero claro, esto tiene su inconveniente: con un 100% de los viajeros portando la misma guía, cuando llegué ya estaba lleno, así que me dirigí a otro que había al lado y en el que sí que había sitio.
La posada era de lo más cutre, pero también agradable, así que decidí quedarme allí.
En este lugar, como en buena parte de Malasia, los alojamientos económicos son en dormitorios compartidos y en el mío, de cuatro camas, estaba Natasha, una chica con un cierto aire alienígena, pero que me aseguró que era rusa y que se marcharía al día siguiente. Estuve hablando un rato con ella y me dijo que allí llovía casi todos los días, pero que afortunadamente el anterior fue bueno y la gente aprovechó para hacer la visita al parque.
Rato después me comentó que iba a ir a cenar y que si quería, podíamos ir juntos. Agradecido por su ofrecimiento le dije que fuéramos al mejor restaurante que conociera y que yo la invitaba, que era un día especial para mi. Aceptó, pero su discreción le impidió preguntarme porqué era un día especial. Me dijo que iríamos al que ella consideraba mejor y que era donde iba siempre, pero que tampoco era muy distinto a los otros.

Al llegar al restaurante, alimentado por un generador portátil, Natasha saludó a otras tres chicas y a un chico francés que estaban allí, y mira tu por donde que dos de ellas eran españolas. Se llevaron una gigantesca alegría de encontrar a un compatriota en lugar tan apartado porque, decían, en su viaje apenas habían encontrado a españoles. Luego, echando cuentas resultó que no eran tan pocos, más de los que yo me había encontrado.
Las chicas en cuestión eran dos gallegas, Sofía y María, la primera escandalosa y ultra extrovertida, que aun cuando hablaba en inglés a voces, intercalaba expresiones y tacos en español, para que se sintiera de donde era.
Lo pasamos muy divertido contando anécdotas, sobre todo las mías, que tuvieron mucho éxito, especialmente la de los dos ataques de Chitwan y mi visita a la tumba de Jesucristo en Cachemira, iniciándose un debate de si a pesar de la prohibición debía haber entrado y hecho fotos. Yo entendía y aceptaba sus argumentos en contra, pero un aventurero es un aventurero. Coño.
La tercera de las chicas era Sheila, una bostoniana, como la habría llamado James Joyce, chica de las que también se hacen notar y que aseguraba que ella necesitaba correr todos los días sin excepción porque sino, los músculos de su cuerpo enloquecían y se les montaban los unos sobre los otros (o algo así...).
Cuando el restaurante ya cerraba, nos marchamos toas al guesthouse de las españolas y la norteamericana. Esta última se empeñaba en que todos viéramos una peli en el ordenador del francés, pero como no había electricidad, pues no pudo ser, porque apenas le quedaba batería.
Todos allí reunidos y alumbrándonos con un par de linternas estuvimos charlando hasta que las fuerzas empezaron a decaer. Yo conversé sobre todo con Sofía y María que ansiaban la lengua castellana. Mientras tanto, le estuve intentando recolocar un tobillo a Sofía que se lo había torcido días atrás. No sé si lo dejé mejor o peor, pero me esforcé lo mío.
La pena era que al día siguiente se marchaban las españolas y también la rusa.
Cuando esta última dijo que se iba a dormir, yo también me despedí del resto y nos fuimos juntos, ya que con la oscuridad de esa noche sin electricidad, y con mi desconocimiento del terreno no tenía muy seguro si sabría volver fácilmente.

La mañana siguiente seguía lloviendo un montón, pero aún así me puse todo mi equipo de agua, esto es: botas altas de goma (compradas en Sapa), pantalones y chubasquero de Goretex (comprados en Kathmandú), gorrita vietnamita (comprada en Hanoi) para que el gorro del chubasquero no me impidiese la visión, y mochila de PVC para climas extra-húmedos y travesía de ríos y mares (comprada en Bangkok). Hecho un pincel, bajé a la orilla del caudalosísimo río y cogí la barca que en ese mismo momento partía para la otra orilla del río, la entrada al parque natural.

El parque de Taman Negara es el mayor de Malasia, una selva tropical húmeda considerada la más antigua del mundo, pues este lugar ha sido selva durante los últimos 130 millones de años (la guía no especifica qué es lo que fue antes). Así, por aquí ha pasado toda la evolución de la flora y la fauna, desde los bosques de helechos gigantes y coníferas del mesozoico hasta los actuales árboles y flores; desde los primeros tipos de dinosarios hasta los últimos; desde los primeros mamíferos hasta los actuales tigres, rinocerontes y elefantes; desde los homo erectus, hasta el rimbombante homo sapiens, al que algunos humoristas llaman inteligente, y por eso no dudará en arrasar con todo esto cuando estime oportuno.

Amigo buscador de información: este es el único mapa
medio decente de Taman Negara que vas a encontrar
En la entrada del parque me acerqué a la oficina y pregunté por las rutas que podía realizar. El informante me dijo que no me aconsejaba hacer ninguna porque con el día tan lluvioso, los caminos estarían inundados y sería dificil atravesarlos. Además la ruta Canopy, que hace también famoso a este lugar, estaba cerrada por las mismas razones. Yo le contesté que: muchas gracias por sus consejos, señor informante, pero voy a ver si me doy una vueltecita, que para eso vengo equipado como un campeón. Y eso fue lo que hice, darme una vueltecita, pues era algo tarde para comenzar alguna de las largas rutas de las que consta el parque junto con la dificultad añadida de la climatología.
El parque consta de una red de caminos en perfecto estado que pueden ser seguidos sin mayor dificultad, pues en los cruces hay postes con las direcciones a seguir y con los kilómetros hasta los destinos. Agencias y guesthouses ofrecen guía y rutas, pero si la intención es volver en el día no son necesarios. Otra cosa es estar más de un día, cuando se necesita llevar alimentos y material para pasar la noche, y si te pasa algo tan en el interior de la selva, las posibilidades de encontrar a alguien que te saque de allí son escasas. En el interior del parque está el monte más alto de la Malasia continental, también hay cuevas, y se pueden hacer rutas de hasta nueve días por la selva.

A pesar de todas las facilidades que ofrece el lugar, conviene llevar un buen equipamiento si no quieres acabar hecho un pingajo. La mayor parte de los turistas que llegan hasta el parque van vestidos sólo de eso, de turistas, con pantaloncitos cortos, camisetas y sandalias, cuando aquí se requiere toda la ropa de manga larga, incluidas las botas. En los alrededores de la entrada del parque los caminos transcurren por plataformas de chapa, sin duda dirigido a aquellos que, equipados con zapatos de tacón de aguja y polos a rayas, les basta con echar un vistacillo a la floresta y volverse al "resort five stars", osssea. Acabadas las plataformas, comienza el fango.
Yo me las prometía muy felices con mi completo equipamiento de aventurero profesional, y de hecho despertaba oleadas de admiración entre la gente que me crucé, pues ya os digo, es que iba hecho un pincel.

Lo que hice esta mañana fue recorrer varios de los caminos alrededor de la entrada, mientras el agua caía constantemente sobre mi. Me acerqué hasta el comienzo de la ruta Canopy y efectivamente vi que estaba cerrado y que además, no había manera de colarse, porque si la hubiera habido, me habría colado (ya veréis qué es esta ruta y lo mucho que mola). También llegué hasta una caseta mirador que domina un claro en la selva y donde supuestamente se pueden ver animales salvajes. Yo estuve allí un rato descansando y saqué mi flamante monocular nuevo de Kuala Lumpur y no vi más que algún pajarillo juguetón.
En este lugar a regufio pude comprobar como a pesar de lo bien equipado que iba, mi ropa estaba bastante mojada. Así andaba yo comprobando mis cosas cuando, de repente, sentí un pinchacito en la parte baja de la espalda, me fui a palpar y lo que palpé fue una sanguijuela que andaba dándose un festín, me la quité con asco y a velocidad de vértigo. Sin duda, se me había colado porque no llevaba la camiseta por debajo del pantalón. No volvería a pasar.
En este lugar a resguardo saqué la cámara, que llevaba a buen recaudo, e hice la única foto de la jornada.


Regresé al hotel totalmente empapado y cuando me fui quitando la ropa comprobé que todo estaba mojadísimo. ¿Cómo era posible si es que no se podía ir mejor? Pues muy fácil, con la experiencia de este día, quedaba clarísimo que tanto los pantalones como la chupa de Goretex que me había comprado en Kathmandú eran, con perdón, una puta mierda. Esto era algo que ya me temía, pues cuando estuve en el tour de los Annapurnas casi siempre me hizo buen tiempo, y cuando llovió, como iba cargado y sudando, pues pensaba que el agua era la mia; me entiendes ¿no?
La experiencia del primer día en Taman Negara me demostró que lo que sucede es que las prendas, aunque aparentan la misma calidad que el original: mismo aspecto, igual tacto, acabados perfectos, pues le falta lo fundamental, lo que se aprecia en ellas, en fin, lo que las hace tan caras si las compras originales: el goretex.
Así que lectores, amigos míos, si en vuestros viajes por oriente os da por comprar ropa North Face o similar a precios extraordinarios, es decir, maravillosamente baratos, que sepáis que no estáis comprando calidad. Es cierto que puede valer para un apaño: si os pilla en el sitio sin nada que poneros, o para aparentar ante el vecindario cuando estéis de vuelta. Pero esta no es la ropa que elegiría un montañero para una expedición, si el goretex fuera como el de mi ropa, preferiría ir con un poncho y unos pantalones de plástico.

Una vez cambiada mi indumentaria, me fui a comer al restaurante-bote de la noche anterior y allí me encontré con Sheila, la única de las chicas que quedaba. Almorcé con ella y me contó que daba clases de inglés en Corea. Me he encontrado con un porrón de anglosajones que dan clase de inglés en estos países, pues para ser contratados les basta con tener estudios superiores y tener como lengua madre el inglés, y les pagan su buen soldada. Todo un filón para anglosajones viajeros.
Después de la comida quedé de nuevo con ella para la cena. Y después de cenar me preguntó si tenía alguna película para ver en mi ordenador. Lo de esta chica y el cine portátil no tiene nombre. Yo le respondí que sí, que tenía una película documental de no sabía qué, pero que me la había pasado mi amigo Anton, el finlandés, cuando coincidí con él en las islas Andamán, paraiso en la Tierra. Le pareció estupendo y fuimos a mi posada a por el ordenador.
Como en mi habitación había gente durmiendo y en el porche había gente charlando, nos fuimos a los bajos de un hotel de al lado donde había mesa, sillas y nadie más, y allí vimos la peli. Su nombre: The Cove, y trata sobre un grupo de defensores de la naturaleza marina que montan un comando para desenmascarar la matanza brutal y sistemática de delfines que se realiza en una población de Japón, que es uno de los santuarios mundiales de estos animales. Está muy bien y os la recomiendo. Y también le doy las gracias a Anton por pasármela.
Después del visionado nos despedimos para siempre, creo, pues Sheila se marchaba la mañana siguiente a no sé dónde.

El día 7 de enero también amaneció lloviendo a mares y dada mi experiencia del día anterior decidí quedarme recluido, tiempo que aproveché para ordenar y trabajarme las fotos, leer al Capitán Alatriste, y ver de nuevo The Cove, pues Sheila se debió enterar de todo, que para algo es de Boston, pero yo soy de Madriz. En este segundo visionado puedo afirmar que ya lo pillé casi todo, y me volvió a gustar.

El día ocho por fin no llovía, así que tempranito (es un decir) me preparé, remetiéndome bien toda la ropa y de nuevo me puse en marcha. Pasé de nuevo por la oficina de información y aproveché para agenciarme un mapa que el día anterior no me habían dado, y me fui directamente a la ruta Canopy, que abría a las diez de la mañana.
Yo creía que estaría casi solo, pues en Kuala Tahan no se veía mucha gente, pero no había contado con los resorts de lujo que rodean la entrada del parque. En el camino hacia la entrada del Canopy me fui encontrando con numerosos grupos de elegantísimos japos que andaban pisando huevos y para los que cualquier raíz era una reto a superar. Por ello metí la quinta marcha con la esperanza de superarlos a todos y que no me dieran el día en la ruta. Afortunadamente lo conseguí y llegué de los primeros.
    

¿Qué significa Canopy? pues su acepción moderna se traduce al castellano como Canopea, el habitat del dosel forestal de los bosques tropicales, es decir a la altura de la copa de los árboles más altos, donde hay una flora y una fauna distinta a los de los niveles inferiores.
La Canopy Walkway de Taman Negara es un puente colgante a 45 metros de altura, el más largo del mundo con 530 metros, y permite ver la selva desde arriba. Los tramos van de árbol gigante a árbol gigante, caminando entre sus copas. Se recorre como en una media hora, y es precioso. El puente es de cuerda y red con suelo de chapa muy estrecho, apenas caben los dos pies, pero no hay ningún peligro, es imposible caerse porque la red lo cubre todo. Entre caminante y caminante hay que dejar cinco metros de distancia y al avanzar, el tramo se bambolea que da gusto, lo que genera en el visitante un terror ancestral y en mi una emoción sin par. Así que hice muy bien en adelantar a todos los japos.


Delante mío iba un matrimonio de italianos mayorcetes y su guía, y nadie más. Detrás venía toda la población japonesa.
El espectáculo fue divino, caminando entre los árboles y contemplando debajo toda la floresta, las lianas, los arbustos, el sendero y las gorras de los turistas. Me dio penita cuando se acabó.
    

Después del Canopy me dirigí a la colina de Bukit Terisek, un mirador sobre una parte del parque. Aquí la cosa ya empezaba a ponerse interesante, pues abandonando las pasarelas y el camino más trillado, había que ir salvando un importante desnivel, raices y barro resbaladizo. Allí descansé un rato mientras miraba los montes y la selva lejana. Antes de marchar llegaron un grupo de chicos malayos con un guía, y fueron los penúltimos humanos que vi en el bosque ese día.
Descendí de la colina pero por un camino diferente, el que se iba internando en la selva. En algunos tramos había cuerdas con nudos para ayudar en la bajada.


En ningún momento había posibilidad de pérdida, pues el camino estaba clarísimo: fuera de él solo había plantas, plantas y más plantas, y en los cruces de caminos había siempre postes indicativos. El suelo estaba totalmente embarrado y a veces había que cruzar grandes charcos y cauces de agua. Para ello mis botas altas me hicieron un perfecto servicio.



Mi objetivo era dirigirme a la cabaña de Lata Berkoh a unos ocho kilómetros selva a dentro. Pero esta cabaña estaba al otro lado del río Sungai Tahan, afluente del principal del parque, pero también con un caudal y una fuerza descomunal, además de tener un color marrón oscuro. Yo no sabía si cuando llegara al embarcadero habría algún barquero para poderlo cruzar. Pasé por el embarcadero llamado Bumbum Cegar Anjing y allí no había barcas de ningún tipo, por lo que pensé que más adelante tampoco.
Luego me encontré con los últimos humanos: un grupo como de rusos que venían en sentido contrario y que se habían parado para quitarse de encima las sanguijuelas, y a los que pregunté si era bonito el lugar de donde venían. Me respondieron que no.


Seguí caminando y caminando, atravesando riachuelos, zonas enfangadas, subiendo empinadas cuestas ayudado de cuerdas, bajando otros tramos, atravesando troncos.
En una de esas sentí un pinchazo en el cuello. Cáspita, una sanguijuela me estaba exprimiendo. Me la arranqué veloz. Después sentí algo húmedo que me caía también al cuello, era otra sanguijuela a la que no le había dado tiempo a morderme.
Seguí y seguí caminando. En una de esas vi que tenía la camisa a la altura del pecho totalmente ensangrentada, miré y... la sanguijuela ya se había ido. No me había enterado de su presencia, pero me había dejado un mordisco chorreante.
Un poco antes de las cuatro de la tarde llegué hasta el punto del camino donde había que cruzar el río, allí había una plataforma de madera con techo, muy adecuada para pasar la noche si ese fuera el caso. También pude ver cómo al otro lado del río había varias barcas y sus barqueros, pero dadas las horas que eran, no quedaba otra opción más que dar la vuelta, pues me había puesto hora tope de vuelta las cuatro de la tarde. Descansé un rato, bebí agua e inicié el regreso.



Antes de llegar hasta el embarcadero, el camino, por única vez, se hacía algo más estrecho y confuso, así que a la vuelta me extravié. En un momento me vi rodeado de selva por todos los lados y sin saber por donde tirar. Aparentemente se podía ir por todos los lados, pues la vegetación no era tan densa como para impedir el paso, aunque había plantas a todo mi alrededor. En ese momento sentí lo que puede significar estar perdido en lugar como ese: sin ninguna referencia, sin nada en lo que poder fijarse para tomar una decisión, sólo plantas y plantas a tu alrededor. Como acababa de extraviarme, no cundió el pánico ni mucho menos: una investigación del terreno tranquila e inteligente, e intentando deshacer los pasos siguiendo un recorrido en arco, me devolvió en un tiempo prudencial de nuevo al camino.

Más adelante iba yo sintiendo que al pisar palpaba cosas raras entre mi pié derecho y la bota, pero cuando sentí un fuerte pinchazo en el empeine, ya no pude más. Me paré junto a un arbol caído y bastante nervioso, todo hay que decirlo, me saqué la bota y pude comprobar cómo dos gordas sanguijuelas, atravesando el calcetín, chupaban con voracidad en el empeine de mi pié. Saqué el mechero y al quemarlas aún dudaron sin marcharse o no, pues les debía estar gustando mucho el festín.
Mis botas estaban repletas de sanguijuelas, las cuales habían subido por ellas y se habían colado por el hueco con el pantalón. De nada servía que hubiera ropa de por medio, tenía los calcetines y pantalones empapados en sangre porque mordían atravesando la tela.
No hice ninguna foto del momento porque me envargaba el nerviosismo y lo único que quería era quitarme tanto bicho de encima. Una vez limpio y tranquilizado continué camino, aunque al rato, al pasarme la mano por el cuello, palpé otra que estaba allí chupándome. Me la quité de un par de tirones y la arrojé al suelo.



Cuando previamente a tanto desconcierto había pensado que a las cuatro debía dar la vuelta es porque, gracias a las señales kilométricas que había en los cruces, tenía perfectamente medidos los tiempos para poder regresar a Kuala Tahan antes de que anocheciera. Así que alcancé la entrada del parque, junto al río, sobre las 18h40, media hora antes de que oscureciera. Llegué bastante desfallecido, puesto que en toda la jornada de paseo por la selva apenas había parado unas pocas veces para beber agua (acabé la botella en la última parada que hice) y no había probado bocado desde el desayuno. Además, el ataque masivo de sanguijuelas me había descompuesto un poco. En la orilla del río, mientras esperaba a que llegara la barca, metí las botas en el agua para limpiarlas del barro que me llegaba hasta las rodillas. Una vez al otro lado decidí ir directamente a cenar porque tenía bastante hambre (se ve que la anemia me da hambre); pensé que si me iba primero a la posada, tardaría mucho en estar listo.
Antes de llegar hasta el restaurante-barca, paré y me volví a quitar las botas para revisar qué tal iba la población de sanquijuelas. Saqué de nuevo bastantes, pero no tantas como la vez anterior.


Por cierto, la cena me sentó estupendamente, aunque la gente que había a mi alrededor debieron pensar: ese tío sí que es un aventurero, ya que iba guarro-guarro.
Luego de vuelta en la habitación, en la que estaba solo, me fui quitando la ropa. En la parte de abajo de la camisa, por dentro, descansaba placidamente una sanguijuela bien gorda agarrada a la tela, la cual arranqué con asco y tiré por la ventana. Me había dejado un bonito agujero sanguinolento debajo del ombligo.

Toda la ropa que ese día llevaba encima había acabado hecha un cristo. La camisa, llena de sangre, parecía que venía de la guerra. Los calzoncillos llenos de sangre, pues además del chorretón provocado por la última que había encontrado, también tenía un picotazo en la ingle. Los calcetines tambíen llenos de sangre y la parte baja de los pantalones, acartonados de tanto que había absorbido la tela. En fin, los laterales de mis pantorrillas eran un espectáculo, llenas como de arañazos y de picaduras chorreantes, ya que al morder, el bichito suelta un anticoagulante para que el líquido fluya y no se acabe la fiesta.
A día de hoy, cuando escribo esto, 18 de enero, diez días después del magnífico día de selva, todavía me pican las múltiples heridas, que andan con sus costritas, y si me rasco mucho, vuelven a sangrar un poquito.
Esto de tener una sangre dulce es un fastidio: les encanta a los mosquitos y a las sanguijuelas (y a las pulgas, como se verá en la siguiente entrega de este novelón), pero a las vampiresas parece no importarle.

Al día siguiente había pensado volver al parque para darme unos buenos baños en la playa fluvial del afluente del río principal, cerca de la entrada, pero se me había quedado tan mal cuerpo que decidí quedarme todo el día reflexivo, tumbado a la bartola, y no ir a ningún sitio, porque solo pensar en volverme a meter por esas junglas me ponía el vello en punta, mire usted.
Hablando con un viajero que ese día llegó a la habitación y contándole el ataque masivo de sanguijuelas que había sufrido, me dijo que si me hubiera puesto repelente de mosquito por todo el cuerpo, las sanguijuelas no me habrían atacado tanto, pues, aunque este remedio no es infalible, ayuda mucho.
Recórcholis, eso yo no lo sabía.


El 10 de enero a las tres de la tarde, cogí un autobus que me dejó de vuelta en Jerantut a las cuatro y media. Una vez en la ciudad fui a comprar un billete de tren que me llevara directamente a Singapur, la isla-estado en la punta sur del continente euroasiático. El tren, que recorre Malasia de un extremo a otro, pasaría por la estación a las tres de la madrugada. Dejé en consigna mi equipaje y me fui a hacer tiempo, mucho tiempo.
Me dirigí primero a un Pizza Hut a almorzar y a leer, después me di una vuelta por la fea población, luego me senté en un bordillo de una calle a seguir leyendo. Entonces llegó un tipo y me preguntó que si iba a Taman Negara. Le dije que no y le reconocí: era el mismo con el que había acordado a la ida ir al parque, remontando el río. Seguí caminando. Luego me fui a un cibercafé todo el tiempo que aguanté. Luego a la cafetería de la estación a tomarme un café con hielo y a leer. Después dentro de la estación a seguir leyendo. En fin, cuando ya agoté todas las opciones del mundo me tumbé en el asiento y me quedé dormido, y porque el jefe de la estación me avisó que llegaba mi tren, que si no todavía sigo allí.







(Como siga escribiendo a este ritmo voy a tener que dejar mi trabajo de desempleado y currar de escritor de folletines).

3 comentarios:

  1. ¡Caramba Juanjo, 3 artículos en 4 días! Que no decaiga el ritmo, que está la cosa muy interesante, y ya ardo en deseos de leer el desenlace del ataque de las pulgas asesinas. Muy impresionante la selva de Taman Negara, y una pasada el recorrido por el puente colgante, pero la verdad es que ahora mismo me pica todo el cuerpo solo de pensar en las dichosas sanguijuelas (que picarona esa del picotazo en la ingle, animalito).

    Un abrazo, y cómprate el repelente ese para la próxima.
    David.

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  2. Sheila, Sofía, María, Natasha,....¿Quién es la sanguijuela y quien la pulga?
    Como me gustan esas excursiones de 18 horas diarias, sin comer, ni beber. Creo que has añadido el plus de peligrosidad de las sanguijuelas que ha subido el nivel bastante.

    Un saludo pulguil y otro sanguijuelar.

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  3. ¡Aquí está la famosa camiseta D&G! creía que era una leyenda asiática. Últimamente no tengo tiempo para leer el blog pero te saludo

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