miércoles, 10 de noviembre de 2010

ENTRADA EN LAOS Y AVENTURAS EN EL PARQUE DE NAM HA

El madrugón del 3 de noviembre fue de los de aúpa, pues para que yo esté preparado a eso de las 5h30 de la mañana, necesito mis largos despertares y una dura reanimación. En la espera del autobus que me llevaría hasta Laos se me unieron una chica alemana y otro tailandés con los que había partido el día antes desde Sapa.
Dien Bien Phu está cerca de la frontera de Tay Trang por lo que no pasó mucho tiempo hasta que llegamos hasta ese punto.

El paso montañoso, cubierto de frondosos bosques, es tortuoso porque la carretera no está terminada: le falta el asfalto. Así que dando botes en el pequeño y algo destartalado autobus, llegamos a la frontera. Como burocracia manda, el paso de país obliga a dos paradas, una de salida y otra de entrada. Se nota que este es un puesto fronterizo nuevo: hasta no hace mucho tiempo no era posible cruzar legalmente por este lugar, y ahora las oficinas de los puestos son nuevas, bien encaladas y con carteles conmemorativos de su inauguración.
La salida de Vietnam fue rápida, sellado y siga usted. La entrada a Laos, un kilómetro más allá, más lenta, pues había que rellenar formularios, hacer un par de pagos en dólares, pegar el visado de entrada y sellarlo. El día era muy soleado y algo fresco, puesto que aunque esto sea el trópico, se notaba que era el mes de noviembre y la altura sobre el mar.
Ya estaba en Laos, un país con un régimen comunista que, ayudado por Vietnam, se estableció en 1975 derrocando a la monarquía parlamentaria que hubo desde la salida de indochina de los franceses. En 1991 se estableció una constitución con un solo partido, el comunista, y permitiendo la propiedad privada y el capitalismo liberal, cosa que hizo muy feliz a los EEUU y a sus países adláteres.
     

La carretera, o más bien el ancho camino hasta el destino de ese día fue de lo más tortuoso, con obras de contrucción de la calzada, decenas de curvas y baches. Como no podía ser de otra forma, fui todo el camino adormilado, por lo que cuando el autobus paró delante de Muang Khua, pregunté si es que ya habíamos llegado o qué. Sí.
Muang Khua es una aldea al otro lado del río que ni siquiera tiene un puente para llegar, allí acaba la carretera y para cruzar, hay que hacerlo en barca. Con la mayoría de las casas de madera, es un lugar ligeramente turístico porque es la población de Laos donde paran los autobuses que vienen de Vietnam. Gracias a ello dispone de algunas hospederías, un hotel, varios restaurantes que dan al río, y un banco donde cambiar dinero.
Con la alemana y el tailandés buscamos alojamiento y finalmente nos quedamos con el de mejor relación de calidad y precio. Después de esto fui a cambiar dólares y dongs vietnamitas por kips laosianos.
Preguntado en la oficina de turismo, bastante cutre, sobre las actividades que se podían hacer por allí, no supieron qué contestarme, tan solo me sugirieron que me pusiera en contacto con un guía de la zona. Es una pena que estas pequeñas poblaciones, a pesar de su oficina turística, no sepan explotar sus bellezas naturales y humanas, pues la sola edición de un buen folleto, aunque sean unas fotocopias, con lugares a visitar y con un mapilla decente, haría que viajeros como yo, se quedaran allí algún día para explorar la zona; pero ante la total falta de información ¿qué podía hacer?, pues marcharme.
Acompañado con la alemana nos dimos una vuelta por la población, dividida a su vez por un puente colgante sustentado con alambre y con sus buenos agujeros en el suelo. Visitamos el mercado y admiramos lo que a esta gente le gustan las ranas y los murciélagos, además del pescado, el pollo y el cerdito, más al gusto universal.
      
      
La alemana andaba algo desfallecida y quería ir a comer, pero yo le dije que quería seguir caminando porque no tardaría en irse la luz y al día siguiente me iría a Luang Namtha. Así, seguí paseando por los alrededores y visité la orilla del río y la escuela pública, mientras los niños más pequeños huían llorando cuando me veían. Igual me faltaba una buena duña y un afeitado. Quizás.


A la mañana siguiente segui camino en autobus en dirección a Luang Namtha. A pesar de lo diminuto de la población de Muang Khua, tuve que coger un tuk-tuk hasta la estación de autobuses. Y como he ido comprobando después, esto es algo común en todo Laos: las paradas están siempre muy alejadas de la población, entre tres y cinco kilómetros. Reflexionado sobre ello, mi conclusión es una: lo hacen para alimentar a los taxistas, otra opción no se me ocurre.
El trayecto hasta Luang Namtha fue muy largo y pude ir descubriendo el paisaje del norte de Laos, completamente rural, de pequeñas aldeas, algunos cultivos a su alrededor y extensísimos terrenos boscosos entre montes, aunque muchos de estos son de árboles del caucho.


Al llegar a Luang Namtha no quise coger un taxi, por lo que abandoné la estación de autobuses y enseguida me vi prácticamente en medio de la nada. Por allí pasó un ciclista barcelonés con el equipaje más reducido que he visto en mi vida y me dijo que venía de una población a unos cinco kilómetros, pero que andaba buscando también Luang Namtha. En ese momento pasó un taxi y me ofreció llevarme hasta la población por 10.000 kips (algo menos de un euro), y como veía que la ciudad debía estar lejos, lo cogí. Efectivamente, estaba a tomar por el ojete.
Enseguida que descendí del vehículo me encontré con un guesthouse con internet, por lo que allí mismo me quedé.
No quedaba mucho tiempo antes de que anocheciera, así que solo me dio para dar una caminata por los alrededores y comprobar que más o menos había elegido bien, pues el hotel con restaurante de al lado estaba lleno y los demás alojamientos eran del mismo percal del que había elegido. Me pasé por varias agencias de trekking y recogí sus interesantes catálogos de aventuras y me los leí tranquilamente durante la reparadora comida-cena.
Tras elegir un trekking por la jungla, que a diferencia de todos los demás ponía que era de nivel Dificil, me pasé por la agencia y me pusieron en lista de espera.
El día siguiente me lo tomé de descanso del viajero y me dediqué a revisar y seleccionar fotos, una labor ardua porque no son ni una ni dos, sino bastantes centenares cada vez.

El sábado, 6 de noviembre alquilé una moto para visitar la villa de Muang Sing, al norte, atravesando el parque natural de Nam Ha. Entre los diferentes modelos a elegir, había una kawasaki de enduro y la alquilé a pesar de que su precio era bastante mayor que el resto. Dado que todas las veces que había viajado en moto me había metido en unos buenos berenjenales, en esta ocasión que iba a atravesar un parque natural en las montañas del norte de Laos, la ocasión era ideal para, por fin, hacer un trayecto con una moto adecuada.
Pues bien, nunca he transitado por carreteras en tan buen estado como este día.


No me costó hacerme con el funcionamiento del bicho, muy estable y cómodo a pesar de que el asiento tendía a quemar los cataplines. Fui a la gasolinera y le puse tres litros de gasolina y después me dirigí hacia el norte.
Luang Namtha, la villa donde estaba alojado, está a media altura en el parque natural de Nam Ha, uno de los mayores de Laos. Hacia el norte hay 50 kilómetros de parque y hacia el sur otros tantos. La distancia hasta Muang Sing es de 58 kilómetros, casi todos ellos en el interior del parque.
Al rato de haber comenzado mi viaje, vi al otro lado del río una aldea entre la arboleda con casas de madera y techos de paja. Tuve que dejar la moto para cruzar a pié un estrecho puente y ascender por la pendiente hasta llegar a las casas. Enseguida los niños se arremolinaron alrededor mío y uno quiso ayudarme llevando el casco, y ya de paso, le presté las gafas de sol para que estuviera más fashion.
Entre mi equipaje para ese día llevaba una gran bolsa de caramelos que había comprado por error el día antes creyendo que eran bombones o algo así.
Fue entonces cuando les quise obsequiar con los caramelos que saqué de la mochila. Pero en ese momento todos se volvieron locos y se abalanzaron sobre mis manos para arrebatarme tan preciado botín. Intenté repartir los caramelos pero era imposible, pues aunque intentaba poner orden, su desmesurada avidez les convirtió en fieras.
Enfadado, guardé la bolsa de caramelos y seguí visitando la aldea con todos estos niños salvajes suplicando por los caramelos.
Encontré una liana sustentada en una estructura piramidal y allí me columpié ante sus atentas miradas.
Después inicié la vuelta y como seguía totalmente rodeado, antes de abandonar la población volví a sacar los caramelos a ver si ahora habían entendido que mejor era tener paciencia. Pero no, se volvieron de nuevo locos y me querían quitar la bolsa enterita. Luchando con ellos, volví a guardarla y me marché diciéndoles que así no se podían hacer las cosas.



Seguí camino por el parque en una perfecta carretera asfaltada en la que de vez en cuando había algún estrecho tramo. Yo hubiera querido algo realmente duro, como cuando estuve en Ladakh, pero no. El bosque envolvía todo el paisaje y la carretera seguía el curso del río entre las montañas, mientras que de vez en cuando aparecía alguna diminuta aldea. En una de ellas paré al ver a un niñito que me observaba discretamente. Me bajé de la moto y le fui a dar unos caramelos. Esperaba que con uno solo individuo no tener problemas. Pero no encontré la bolsa de caramelos. De alguna manera los niños jauría de la aldea anterior se las habían apañado para llevarsela sin yo darme cuenta: Viajero Pardillo 0 - Niños Jauría 1.
Así que me tuve que marchar de allí sin darle a la criaturilla unos dulces para que pasara más alegremente esa jornada.


Unos kilómetros antes de llegar a Muang Sing, abandoné las montañas y el parque natural, y el bosque dejó paso a cultivos. En un suspiro atravesé esta villa, feotilla como Luang Namtha y distribuida a lo largo de la carretera.
En una bifurcación de caminos decidí irme hacia la derecha y como en las señales ponía que a siete kilómetros estaba una población que ya no aparecía en mi mapa fotocopiado pensé en ir hasta allí y luego dar la vuelta.
Iba yo tan contento contemplando los bonitos paisajes de arrozales cuando en la carretera vi por el rabillo del ojo un cartel que ponía STOP al lado de unas casetas. Continué.
En seguida aparecieron varios policías que me empezaron a hacer ostensibles señas para que parara. ¡Ande vas, muchacho! devieron decirme. Paré y me dijeron que me había salido de Laos, que estaba entrando en China. Me propusieron que me saliera, así que di la vuelta y paré unos metros más allá y me bajé de la moto. Pero volvieron a insistirme que me saliera, que tenía que ponerme al otro lado de una raya blanca, fea e irregular que estaba pintada en el suelo a la altura de la señal de STOP a la que yo no había hecho caso.
Me despojé del casco y me puse a observar el lugar bajo la atenta mirada de los policías. Uno de ellos me preguntó de dónde era: Spain, le contesté. ¡Ah, Spán! you can't go to China. Y es que los laosinos pueden cruzar libremente la frontera tan solo con registrarse en la caseta, pero los habitantes de Spán debemos tener un visado previo. Igual si le hubiera dicho que era Laoñol, me hubiera dejado pasar.
El caso es que ya puestos a documentar la anécdota, apunté con la cámara para tomar algunas instantáneas, pero como suele suceder, me dijeron que estaba prohibido.
Claro, eso no impidió que disparara la cámara varias veces, pero sin mirar hacia dónde apuntaba, el encuadre dejó mucho que desear.
    

En el regreso, y ante la impecable calidad de la carretera por donde transitaba, decidí meterme por un camino en dirección a una aldea. Aquí por fin pude comprobar cómo se comportaba la moto con tierra, piedras y ríos: bastante mejor que las otras, no temí caerme en ningún momento.
Llegué a la aldeíta, dejé la moto aparcada y me di por allí una vuelta. Como el resto de aldeas, todas las casas eran de pilares de madera, paredes de bambú y techos de paja. La gente me miraba discretamente y algunos me saludaban. Los niños más pequeños lloraban al verme. Y los más mayores, cuando me acercaba, salían corriendo, así que decidí perseguirles por aquello de jugar un rato.


Después continué camino de vuelta y paré en una tiendecita para comprar algo de picoteo y me lo acabé comiendo allí mismo, cuando el dueño me ofreció que me sentara en una banqueta al lado de él. Como vi que también tenía bolsas de caramelos, compré otra por si me volvía a encontrar con niños, esperando que no fueran tan salvajes.
La vuelta la hice con la incertidumbre de si tendría gasolina suficiente, pues la aguja del nivel marcaba lo que le parecía: tan pronto subía como bajaba. Volví a pasar por las casitas donde el niño al que no pude darle caramelos, pero ya no lo encontré. Intenté preguntar por él a un señor con bebé a la espalda, pero ni me supe explicar, ni me supo contestar.
    

Pasé por una aldeíta en la que no había parado a la ida y decidí explorarla. Me encontré con el colegio y aunque no era día lectivo, las puertas estaban abiertas y los niños jugaban en su aula y en el patio. Todos vinieron hacia mi y saqué la bolsa de caramelos. Empecé a repartirlos para su enorme emoción, pero a diferencia de la mañana, ahora no intentaban arrebatármelos todos, sino que arremolinados, me ponían las manos para que les diera los dulces. No bastó ni con uno, ni con dos, ni aunque hubiera tenido mil para cada uno. No dejaban de pedirme más y más. Llegaron las mujeres para que también les diera caramelos y cuando ya me marchaba, vi que había más niños a los que no les había dado tiempo a llegar a la escuela, y finalmente repartí toda la bolsa. La población quedó sembrada con un gran reguero de envoltorios por el suelo.


Cuando llegué de nuevo a Luang Namtha, y como todavía me quedaba algo de gasolina, me acerqué a un templo en una colinita a las afueras, y donde habría habido una buena vista panorámica si no hubiera estado cubierta por los árboles.


Una vez devuelta la moto, me pasé por la agencia de excursiones y me dijeron que para el día siguiente ya habían apuntadas otras seis personas, así que contento pagué la reserva para un trekking de tres días por las selvas del parque de Nam Ha. Con un cupo máximo de 8 personas, cuanto más nos acercáramos a esta cifra, menos había que pagar por la excursión.
El domingo a las nueve de la mañana nos reunimos todos los componentes del grupo en la agencia, dos parejas de holandeses, una pareja de israelíes y un tipo solitario de los madriles.
Montados en una camioneta pick-up, en primer lugar paramos en el mercado al sur de la ciudad para que el guía y sus tres ayudantes compraran todo lo necesario para los siguientes días. Allí nos dimos una vuelta por los diferentes puestos.
     

Después recorrimos durante decenas de kilómetros una carretera que nos llenó a todos de polvo hasta los tuétanos, tanto que ya íbamos estornudando y rascándonos los ojos. Por fin llegamos a la aldea donde debíamos empezar la ruta. Allí nos repartieron varias botellas de agua para cada uno y un saco de dormir. Yo esto no lo tenía previsto y a duras penas pude acomodar los nuevos enseres en mi diminuta mochila, mientras los niños miraban muy atentos todos nuestros movimientos.
En seguida bajamos hacia el río y lo cruzamos en una barca. Al otro lado se extendía una tupida selva. Subimos un empinado desnivel e iniciamos la marcha.
   

En este primer día de excursión estuvimos caminando como cuatro horas. Tuvimos que cruzar ríos más de diez veces, por lo que al primero que llegamos nos quitamos las botas y zapatos y nos calzamos las sandalias. La falta de práctica hizo que a las primeras de cambio, perdiera una y menos mal que el guía se avalanzó sobre ella antes de que se la llevara la corriente. Y es que el barro del fondo atrapaba el calzado y si no cerraba los dedos de los piés con fuerza para sujetarlas, se escapaban y marchaban río abajo.
La vegetación era de una gran exhuberancia, rodeados de plantas por todos los lados y con helechos de tamaño gigante.
Paramos para comer en un claro junto al río. Allí los ayundantes cortaron unas hojas de palmera y las pusieron en el suelo a forma de mantel y haciendo montoncitos, nos dispusieron el arroz, vegetales y revuelto de tortilla para comer. Y sin cubiertos, todo con la mano, que estábamos en la selva.
    

Continuamos caminando, cruzando cauces de agua (que muchas veces era el mismo río), subiendo y bajando por una selva cerrada pero de árboles no excesivamente grandes. En las zonas de más umbría y humedad, el guía nos alertaba de que pasáramos veloces pues estaba plagado de sanguijuelas (leeches, en inglés), y una vez atravesado el lugar crítico parábamos para revisar que no tuvieramos ninguna. Normalmente teníamos varias adheridas a los zapatos y alguno se le había agarrado a las piernas.
Las sanguijuelas de por aquí son diminutas, se ve que pasan bastante hambre. Son como pequeñas lombrices negras y adhesivas que se mueven no reptando, sino adelantando la cabeza para después acercar la punta de la cola mientras el cuerpo se mantiene en el aire haciendo un lazo. Si te las intentas quitar se quedan pegadas con lo que las toques, por ejemplo a los dedos. Las sanguijuelas huyen despavoridas ante la presencia del sol directo o el fuego, igualitas que Drácula.
Una vez que te muerden, empiezan a succionar la sangre y rápidamente comienzan a agrandar de tamaño hasta que están saciadas y se marchan.
    

Y así, entre vegetación espesa, cauces de agua y sanquijuelas nos fuimos acercando hasta el campamento del primer día al que llegamos de noche.
Se trataba de una cabaña junto al río rodeado de altas colinas de tupida selva. Con nuestras linternas, un ejército de polillas y otros insectos voladores hicieron acto de presencia y volaban frenéticamente a nuestro alrededor.
Una vez dejadas las mochilas en el suelo de la cabaña, procedimos a revisar pormenorizadamente nuestras piernas, pies y calzado en busca de las entrañables sanquijuelas y ahí batí yo todos los registros. Venía yo sintiendo un pinchacito en el tobillo izquierdo y efectivamente, tenía allí dos sanguijuelas tan contentas y glotonas dándose un festin. Las desalojé con ayuda del guía y un mechero. Al principio no les hacía gracia marcharse, pero cuando se sintieron arder se lo pensaron de nuevo. Además de estas dos, tenía otra en el tobillo derecho y una multitud por los calcetines y en el interior de los zapatos. Al quitarlas con los dedos inmediatamente se me quedaban adheridas y empezaba a notar un mordisquito. Pero vamos, estrujándolas contra el suelo enseguida se iban para el otro barrio.
Como todos llegamos con una capa de polvo y sudor sobre nuestros cuerpos, mientras nos preparaban la cena nos fuimos a dar un baño en el río en medio de la más absoluta oscuridad. El agua estaba fresquita, sí, pero a todos nos sentó estupendamente el lavado.
    

Después nos sentamos alrededor de la hoguera para secarnos y calentarnos, y esperamos a la cena que estuvo compuesta básicamente de lo mismo que el almuerzo. Tras ello estuvimos tomando lo que aquí llaman whisky de Laos, o lao-lao, que no es otra cosa que un aguardiente de arroz bastante fuerte. El guía se puso a cantar y nosotros le acompañamos mínimamente, pero fue solo una canción, que parece que no se sabía más.
Llevaba tres botellas de lao-lao y a base de chupitos en un vasito de tronco de bambú lo fue repartiendo hasta que acabamos con todas las existencias. Aunque yo después de mis experiencias con el vodka en las frías estepas del este de Europa se me quitaron las ganas de beber este tipo de licores, me bebí todo lo que me ofrecieron. A la última botella, el guía le añadió unas raíces de matorrral cortadas allí mismo y que asuguraba que daba una gran fortaleza sexual, el viagra de Laos. No hubo ocasión de comprobarlo.

A la mañana siguiente todos nos despertamos bastante tarde, se ve que la pateada del día anterior junto con el lao-lao de después de la cena merecía un largo descanso. Dormí a pierna suelta aunque a última hora de la madrugada hizo mucho frío. Afortunadamente, yo había ido equipado con mi ropa interior térmica y con el saco sábana de seda que utilicé como capa intermedia entre el saco prestado, algo roñoso y con olor a humanidad, y mi pijama montañero. Dormimos en unas finas colchonetas sobre el suelo de madera de la cabaña y cubiertos con mosquiteras con amplios agujeros, supongo que por si había algún mosquito en el interior, pudiera marcharse y sentirse libre sin la presencia de humanos.
Despertados todos, nos dispusimos a desayunar, como no, arroz con diferentes vegetales y tortilla. Como distintivo propio del desayuno, en los vasos de bambú nos bebimos un ardientes y diluidos cafés de sobre.
   

Arrancamos muy tarde, como a las 10h30 y nos esperaba una larga jornada de siete horas caminando. Además, fue sobre todo cuesta arriba cogiendo cada vez más altura.
Nuestro guía realmente hacía bien su trabajo: suele hacer el trayecto varias veces al mes y conoce muchos tipos de árboles, plantas e insectos y además se preocupa mucho por la gente del grupo; grupo que por otra parte no le dimos mayores problemas. A cada rato se paraba para mostrarnos una planta curiosa, una araña llamativa o diferentes tipos de hongos. Los otros tres laosinos que venían con nosotros tenían la función de transportar la comida y de cocinar. Eran todos muy majetes, aunque como no tenían ni papa de inglés, la comunicación era mínima.
Según fuimos cogiendo altura los bosquecillos de bambú fueron desapareciendo para dar paso a unos árboles que me recordaban al porte de los robles. En una zona plana del camino almorzamos un arroz con vegetales, tortilla y carne de búfalo, fuertecilla, pero muy sabrosa.
   

Todo el camino que recorríamos era el que utilizaban en el pasado los aldeanos para ir al bosque a por frutos. Pero en los días actuales se utiliza bastante menos por su parte porque la carretera y por ello, la mayor facilidad para el comercio, hace menos necesario internarse en la selva en busca de alimento. Ahora, quienes mayormente atraviesan estos lugares son los turistas.
De lo que se recauda en las excursiones, el 30% va a parar a las dos aldeas por donde se pasa (la del comienzo y la del fin de la ruta) y esto les ha convencido de que no deben cazar animales y sí ayudar en la conservación del parque natural.

También este día llegamos rozando el anochecer al campamento, que constaba de dos cabañas, una para dormir y otra para cocinar y comer. Además, había una zona reservada para la hoguera con unos troncos en el suelo para sentarse.
Este campamento ya no estaba al lado de ningún río, sino en la cima de una colina y las cabañas habían sido construidas por los aldeanos del final de la ruta. En este día sólo habíamos atravesado zona de sanguijuelas al principio de la jornada, pero luego a más altura ya no había, y todos íbamos más tranquilos.
Para lavarnos tuvimos que recorrer un centenar de metros hasta llegar a un caño de agua con un cubo. También aquí el agua estaba fresquita, pero no helada, y la higiene nos volvió a sentar estupendamente. Después nos pusimos un rato a calentarnos y secarnos junto a la hoguera esperando la cena. No hubo grandes sorpresas: arroz, vegetales y tortilla, más agua en vasos de bambú.
Después volvimos al lado de la hoguera, pero a diferencia de la noche anterior, ya sin el aguardiente de arroz, nos quedamos poco rato y nos marchamos a dormir.
Aunque nuestro campamento de la segunda noche era a más altura, no hizo tanto frío como la noche anterior y dormí a pierna suelta. Ya a la mañana volví al chorro de agua fresca a lavarme mínimamente la cara y luego procedimos al desayuno. No os podréis imaginar lo que comimos.
    

Para esta última jornada solo restaban, según el guía, dos horas de camino hasta llegar a la aldea, por lo que nos podríamos tomar la ruta con toda la parsimonia que quisiéramos. Y efectivamente, así fue. Caminamos tranquilamente parando delante de cualquier insecto raro con el que nos cruzábamos, preguntando por este hongo y por aquella araña. También nos columpiamos en las plantas que crecen desde las copas de los árboles, donde se asientan siendo unas semillas voladoras, y comienzan a crecer hasta tocar el suelo. Y es que en estos terrenos tropicales, llenos de humedad y calor, cualquier mínimo hueco es ocupado por un ser vivo.
También hicimos un descanso en un bosquecillo de bambú y allí el guía y sus compañeros estuvieron haciendo unos vasos para regalárnoslos.
Y así, tranquilamente llegamos al borde del parque cercado por una pequeña valla rodeada de altísima maleza. Más allá, el bosque fue dejando el espacio a los cultivos de arroz y en una cabaña en su borde, paramos para almorzar. Junto al arroz y los vegetales, comimos por última vez los sabrosos trocitos de carne de buey.
     

Después continuamos entre plantaciones y tomamos ya un ancho camino que en un rato nos dejó en una aldea al borde de una carretera perfectamente asfaltada. Antes de llegar, todos los excursionistas nos reunimos discretamente para poner un dinerillo de propina para el guía y los porteadores que tan bien se habían portado.
En la aldea paramos para contemplar a sus habitantes y hacerles unas fotos. Esta gente es la que mantiene la mitad de los caminos y las cabañas para que pueda haber turismo en esta zona del parque natural. Por ello además, no se muestran molestos porque se les hagan fotos. Es parte del negocio.
      

Antes de llegar al pueblo, uno de los holandeses y el guía habían recojido una estrecha liana igualita que una cuerda y ya en la carretera y antes de partir, las dos chicas holandesas y el guía estuvieron saltando a la comba ante la atenta mirada de la chavalería del lugar.
El camino de regreso por esta perfecta carretera asfaltada, ya sin la tremenda polvareda de la ida, se hizo corta. Ya en Luang Namtha, nos despedimos e intercambíandonos nuestras direcciones electrónicas y nos deseámos buen viaje.
Yo me volví a alojar en el guesthouse de los primeros días, y a la mañana siguiente y sin más dilación, tomé un autobus que me llevó a mi siguiente destino, la plácida y bellísima ciudad de Luang Prabang, en la orilla este del río Mekong.
   

3 comentarios:

  1. Me ha que dado todo el realato muy claro, la verdad es que es muy interesante. Sólo tengo una duda en las fotos de la primera noche después del baño multitudinario en el río. ¿Qué hace una holandesa con una maquinilla de afeitar en su bañador? En Spain hace unos años se llevaba un paquete de tabaco...
    Ub saludoa a tod@s.

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  2. hola Juanillo, aqui calmoril arroba de nuevo , que aunque te hayas pasado a otro country te sigo la pista . Estamos un poco de bajón con la asignación creo que vas a tener que pasar de nuevo en el mes de julio para decirme que ropa me llevo y de que me vacuno porque cada vez se aproxima más la fecha clave 31 de diciembre y si no tenemos asignación en esa fecha nos toca a esperar que se implantará una nueva ley y esto supongo que quiere decir más tiempo. Me parece desde aqui muy similar el paisaje de Laos con Lai chau pero claro desde aqui incluso los niños tambien se parecen.... bueno encantada de leerte y por supuesto que tienes que venir a Extremadura a implantar en los teclados la arroba que nos vas a ahorrar mucho tiempo y a conocer a la nena de Emilin. Un beso de la prima

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  3. Hola Calmoril arroba:
    Siento los retrasos, si eso me vuelvo en verano a ver qué tiempo hace y ya te lo comento.
    Efectivamente, los paisajes son muy parecidos, pero normal, tanto la orografía como el clima son más o menos el mismo. Para mi que los laosinos son algo más morenillos que los vietnamitas, e igual un pelín más feotillos, pero esto es una apreciación propia.
    Creo que en Hanoi venden teclas sueltas de ordenador, igual encuentras la @

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