ATENCIÓN LECTOR: este artículo contiene material gráfico que puede herir la sensibilidad del público adulto. No recomendado para mayores de 18 años.
Empapado entré a la enorme nave de espera anterior al puerto. Allí me encontré de nuevo con el trío checo que había encontrado en Darjeeling. Como las condiciones meteorológicas no permitían hacer excursiones en el Himalaya habían decidido viajar hasta las Andamán. Además estaban allí Wiet, un holandés serio pero con cierto sentido del humor y Anton, un finlandés de lo más amigable. En seguida le conté que hace años visité su país, pero la dificultad de los nombres de aquel lugar helado me impidió darle una lista detallada de lo que visité. Qué cabeza la mía.
En total éramos seis extranjeros los que viajaríamos en aquel barco, el Nicobar, y todos en Bunk Class, tercera, se ve que todos los europeos somos unos ratas y no estamos dispuestos a que nos sableen. Claro, que a los indios les ocurre lo mismo, pues sólo viajarían un pasajero en segunda y uno en primera.
A los extranjeros nos dieron un trato especial, pues todos los viajeros debían hacerse un reconocimiento médico insitu y cuando me acerqué al reservado, el médico preguntó: ¿Qué tal te encuentras? Nunca me encontré mejor, señor doctor. Chequeo finalizado.
Intenté hacer alguna foto del lugar pero la policía llegó rápidamente y me dijo que estaba prohibido por temas de seguridad. Las autoridades indias sienten manía persecutoria. Aún así, antes de dicho aviso pude disparar la cámara, que soy más rápido que el llanero solitario con su pistolón.
Entré al barco saludando con alborozo a todo miembro de la tripulación que me cruzaba. Ya en el interior, todos debimos entregar nuestros pasaportes, digo yo que para que nos tiráramos al agua, que es algo que nunca se debe hacer sin la debida identificación.
Rápidamente llegué a mi litera en un barracón en el interior del casco del barco. El lugar estaba ligeramente climatizado y a la postre allí no se estuvo tan mal. Eran salas repletas de filas de literas más amplias que las de los trenes. El lugar no tenía mucha luz de día pero estaba más iluminado por la madrugada. Yo tampoco me lo explico. Envolví mi empapada mochila en mi red de acero anticacos y rápidamente subí a cubierta a contemplar la partida del navío.
Rápidamente llegué a mi litera en un barracón en el interior del casco del barco. El lugar estaba ligeramente climatizado y a la postre allí no se estuvo tan mal. Eran salas repletas de filas de literas más amplias que las de los trenes. El lugar no tenía mucha luz de día pero estaba más iluminado por la madrugada. Yo tampoco me lo explico. Envolví mi empapada mochila en mi red de acero anticacos y rápidamente subí a cubierta a contemplar la partida del navío.
Sin embargo esta maniobra llevó larguísimas horas y hasta el día siguiente no salimos a mar abierto. Al tratarse de un puerto fluvial, el barco es arrastrado lentamente por pequeños y potentes botes que lo van situando en las diferentes exclusas hasta que va alcanzando la desembocadura principal del río Ganges.
En cubierta me encontré con Wiet y con Anton y estuvimos charlando, y ya con la noche entrada nos fuimos los tres a cenar al salón para los plebeyos. La cena consistía en zafarrancho indio: arroz, lentejas, alguna que otra cosa y agua. Nada de cubiertos, que aquí se come con las manos, y además no dan servilletas, qué tíos. Menos mal que llevo mis propia cubertería.
El salón, en la parte alta de la popa, es un lugar bonito e ideal para hacer relaciones y tiene hasta pista de baile. Sin embargo está tristemente dejado de la mano de Shiva, todos los asientos están roñosos y tiene sillas acumuladas y rotas en cada esquina. Las cristaleras son opacas por la falta de higiene, y la terraza que da a la parte posterior del barco está cerrada a cal y canto y lleno de mobiliario roto. El salón estuvo practicamente vacío todo el viaje, casi los únicos pasajeros que lo visitábamos éramos los extranjeros. Extrañamente para nuestra forma de parecer, casi todos los indios que viajaban no salían nunca del bunk class, se pasaban el día tumbados en su litera y allí comían y hacían extraña vida social. No es por ofender, pero a mi esa vida me parecía propia de las ratas o las cucarachas. Por cierto, muchas cucarachas también viajaban con nosotros a las islas Andamán, no sé si razón de trabajo o por vacaciones.
En el piso inferior, inmediatamente debajo del salón para la plebe, está situado el salón para los viajeros de primera clase y allí hay una enorme mesa para el capitán y su tripulación. Todo aquí está perfectamente limpio y bien decorado con una estupenda y fresca climatización, pero una vez más, totalmente vacío. Pregunté un día a uno de los miembros de la tripulación si podriamos comer allí. Que no, fue la respuesta. Peor para ellos, pues nosotros éramos todo glamour y allá por donde pasábamos íbamos desprendiendo un fino exotismo europeo.
Después de cenar los tres nos pusimos a jugar a los naipes con un juego que medio conocía Wiet. Como no recordaba totalmente las reglas, las íbamos ajustando según evolucionaban las partidas. A falta del nombre original, rebauticé al juego como Nicobar, en honor al navío que nos transportaba.
En cubierta exterior, en la parte central del barco se situaba la piscina, perfectamente vacía de agua, que los indios no son capaces de darse ni una alegría. Además, junto a la piscina estaba el Lido Bar donde por supuesto, casi no tenían de nada y mucho menos cerveza o alguna bebida que hiciera subir los ánimos. Las mesas y sillas también tenían un aspecto cochambroso y el lugar, según iban pasando los días, se iría llenando de basura, pues la limpieza no es caracteristica de esta cultura ancestral ¿porqué no ponen al menos papeleras?
Esa noche hubiera agradecido una ducha antes de irme a dormir, pero el aspecto sórdido de los aseos me difirió ese deseo hasta la mañana siguiente. Entre tu y yo, amigo lector, te comento que soy amigo de evacuar todos los días: pues no lo hice en ninguno de los tres y pico que duró el lujoso crucero, y ni siquiera sentí ganas, la sola visión de las instalaciones inhibían mis mecanismos internos de procesamiento de alimentos. Para no ser injustos, he de decir que el lugar no estaba tan sucísimo como podrías pensar, pero su aspecto muy precario, sus sanitarios y tuberías oxidados, y las luces mortecinas que pobremente iluminaban el lugar, eran una invitación a esperarse a llegar a puerto.
Bien sudado y roñoso, dormí lárgamente toda la noche y parte de la mañana, pues aquí amanece a las cinco y yo me levanté pasadas las ocho, cuando todos los indios ya hacían su extraña vida de interior.
La ducha mañanera, bajo un duro chorro de agua curvo-cilíndrico, expulsado por la boca de una tubería sin mayores florituras me sentó a las mil maravillas, y el posterior afeitado, procurando que ninguno de mis utensilios tocaran, bajo ningún concepto, el lavabo, me devolvío mi habitual y elegante porte. Mientras me acicalaba, un pequeño grupo de indios me observaban con atención exenta de pudor. El pudor era el mío, así que los conseguí espantar mirándoles fijamente durante unos momentos.
Desayuné sobre mi litera galletas de las que había traído un porrón. Cuando busqué información del barco en internet encontré la recomendación de que era conveniente llevarse comida al viaje, pues el barco no ofrece precisamente variedad gastronómica, y menos para paladares de tierras lejanas.
En la mañana el barco ya avanzaba a buen ritmo, pero todavía sin salir a mar abierto, seguíamos navegando por el Ganges.
Anton y Wiet se habían llevado hamacas para las islas Andamán, así que por la mañana estuvimos muy entretenidos colocándolas y probándolas. También entretuvimos a muchos indios de cubierta, que a mejor cosa que hacer nos miraban y sonreían de estas ocurrencias que tenemos los de fuera. La hamaca de Anton era estupenda, de fina y ligera tela (en cuanto encuentre una como la suya me la compro). La de Wiet, de una gruesa y pesada tela de algodón se rompió al intentar probarla. Una vez remendada la volvió a probar y esta vez se rompió la cuerda. Creo que la había comprado en India.
Ya en alta mar, el barco empezó a zarandearse por la mar picada. Pasamos el día paseando por el barco y sentados a estribor porque en babor salpicaba el agua y estaba todo encharcado y salitroso. Por allí andaban los checos, pocos amigos de la juerga, que se pasaban el día medio dormitando. Yo me dediqué a estudiar mi nuevo libro de inglés, el cual sirve para aumentar el vocabulario. Era gracioso, pero todas las nuevas palabras que estudiaba las conocía, pues son en su mayoría de raiz latina o griega. Lo que no entendía era las explicaciones de su significado, realizadas en inglés anglosajón.
Wiet, Anton y yo seguimos jugando al Nicobar y a la hora de comer preferí tomarme lo que me había llevado, pan crudo de pizza con lonchas de queso casi insaboras, menú de supervivencia totalmente desafortunado. Para completar las comidas, lo más sabroso que ofrecía el bar de cubierta: pichicola y palomitas de maíz.
Para mejorar mi experiencia en el barco había decidido que estaría bien conocer al capitán, por lo que le pedí audiencia, pero nunca la tuve, pues sus subalternos, cuando le llamaban para decirle que había un extranjero que quería conocerle, siempre contestaba que estaba ocupado: he's busy now, me decían los tipos. Y eso que para conseguir verle había utilizado un potente argumento: que teníamos un amigo común y que además estaba escribiendo un libro y quería hablar con él y hacerle unas fotos. Pero creo que esta información nunca le llegó al capitán.
Además yo tenía bastante interés en conocerle porque había pensado que quizás él me pudiera facilitar en Port Blair el ponerme en contacto con alguien que me pudiera llevar por mar hasta Tailandia.
Así, todos los días mis compañeros de viaje me preguntaban si había conseguido ya ver al capitán. No, he's busy now, les respondí siempre.
Con el sutil pero fuerte movimiento del barco, era gracioso ver a todo el mundo caminar de un lado a otros dando tumbos, ya que era imposible seguir una línea recta. Cuando llegó la noche de este segundo día de navegación de constante balanceo por el estado del mar, ninguno de mis compañeros consiguió cenar nada, ya que todos llevaban un mareo tremendo. Mientras yo me comía sin mayor problemas una pichicola y unas palomitas, los demás fueron yendose descompuestos a vomitar y de allí a dormir a su litera. Anton se tuvo que tumbar en uno de los sofás del salón tras probar su cena y allí se quedó toda la noche durmiendo porque no tenía fuerzas para acercarse hasta su litera.
Yo no soy marinero, pero lo parezco, pensé tras concluir mi exquisita cena. Nada más terminar este pensamiento empecé a sentirme fatal y también me tuve que marchar. Pero no me fui a las bodegas, decidí salir al exterior a que me diera un poco la ventolera. Allí, junto a la piscina vacía, seguía colocada la hamaca de Antón y rápidamente, antes de caer desplomado sobre cubierta, me tumbé en ella a la espera de mejorarme.
La fresca brisa marina, la placentera sensación de ser mecido por el movimiento del barco, y la contemplación del profundo cielo estrellado me produjo una agradable relajación y un momento inolvidable de dulce placer viajero. Y lenta, muy lentamente, me fui quedando dormido.
Eran casi las dos de la madrugada cuando bruscamente me desperté porque comenzó a llover violentamente. De un brinco salté de la hamaca y me puse a cubierto. En unos segundos me había mojado pelo y sucios ropajes. Bajé hacia mi barracón y en el camino vi el suelo sembrado de vomitonas. Lo de asearme lo dejé, una vez más, para el día siguiente, pues los lavabos presentaban un aspecto horrible, también repleto de esas cositas que salen violentamente por la boca cuando te pones malito.
Me costó retomar el sueño, pero finalmente lo conseguí.
Como a la mañana siguiente tardé mucho en aparecer, mis compañeros pensaban que por fin había conseguido hablar con el capitan. ¡Que no, que he's busy now todavía!
Afortunadamente, esa mañana habían limpiado pasillos y lavabos, por lo que pude usar los toiletes sin ese extra de asco.
Este día transcurrió con una mar más tranquila y por ello nadie enfermó. Dediqué el día a charlar con unos y otros y a leer mi libro de inglés y terminar otro sobre astrofísica, que cuando acabo mis tareas diarias lo que menos quiero es ponerme a pensar, oigame usted.
A cada rato me daba un paseo por el barco porque eso de estar parado todo el día me atrofia las extremidades. Con ello fui cada vez saludando a más indios a los que ya conocía de vista, gente normalmente en estado catatónico, pues no acostumbran a hacer nada, ni un libro, ni un ajedrez, ni una partida de curling, nada. Caminando por los pasillos del interior me crucé con un indio de aspecto aseado, gafitas doradas, camisa con florecillas color rosa, mofletillos y rostro suave. Me invitó a entrar a su camarote de primera clase y yo me temí lo peor. Pero no, el hombre sólo quería conversar amigablemente. Resultó ser un científico del ministerio agrícola y marino que viajaba en el barco transportando todo el material necesario para montar una conferencia interministerial en las islas Andamán, mientras todos sus compañeros de simposium viajarían en avión. Con él estuve hablando de diferentes aspectos de ecología y de la explotación pesquera en piscifactorias marinas.
A estas alturas del viaje ya todos los extranjeros nos alimentábamos fundamentalmente de pichicolas y popcorns, de tal forma que las palomitas se agotaron para mi enorme tristeza, pues ya apenas comí nada, salvo mis horripilantes bocadillos de pan de pizza crudo con queso insaboro.
El último día de viaje aproveché para fotografiar a todos los amigables indios que circulaban por cubierta, gente realmente agradable y simpática, que con tanta crítica parece que sólo se escribir los aspectos negativos. Ya llegamos al archipiélago de las Andamán, un conjunto de decenas de islas alineadas de norte a sur durante centenares de kilómetros, y es que estas son la continuación de una cordillera montañosa que comienza en Birmania, pierde altura sumergiéndose en el mar para después volver a aparecer en forma de islas tropicales paradisíacas.
El cielo estaba de un negro nuboso muy profundo y el agua tomaba ese color gris dando al conjunto una uniformidad tonal de belleza minimalista.
Preguntado a la tripulación por mis posibilidades de encontrar algún barco que me llevara desde las Andamán hasta las costas tailandesas me respondieron que no tendría ningún problema, pues hay multitud de barcos que hacen ese trayecto. Qué guay.
En esta travesía marina a las Andamán era comentario común la historia de los cocodrilos de mar que acostumbraban a comerse a turistas en las playas. Anton, que ya había visitado las islas dos años antes, me dijo que era extraño, pero que cuando estuvo la vez anterior, no oyó nada de estos cocodrilos resalaos. Yo le dije que suponía que habría cocodrilos allí porque los hay en las costas de Birmania, la cual está bastante cerca de las islas. Estos son unos bichos de unos seis metros de longitud, el reptil más grande que existe, que viven en los manglares y como dato de impacto, la mayor matanza de animales hacia el ser humano sucedió en las costas de Birmania, en la isla de Ramree, durante la Segunda Guerra Mundial, el 19 de febrero de 1.945. En una refriega entre un batallón japonés y otro británico, los primeros, 400 soldados, al ser sorprendidos en la noche por el ataque se replegaron de forma desordenada hacia la costa de tupido bosque de mangle. Contaban los ingleses que desde entonces lo único que escucharon fueron horribles ruidos acompañados de gritos de desesperación. Todo el batallón japonés desapareció aquella noche en la fauces de tan simpáticas lagartijas.
Como complemento añado esta foto de un ataque de cocodrilo de agua salada bajada de internet:
Lo que sí había oido Anton es que en algunas de las islas viven tribus muy primitivas que actualmente permanecen aisladas del exterior para que no acaben desapareciendo. Cuando muy de vez en cuando se acerca algún helicóptero indio para inspeccionar el estado general de la población desde el aire, su visita es repelida con flechas. También alguna vez ha llegado a las playas de alguna de estas islas algún yate privado, que desobedeciendo la prohibición, han desembarcado. Resultado: esta noche cenamos carne, debieron decirse, entre abrazos, los aborígenes.
Estas costumbres no hay que tomárselas muy a mal. Para estas gentes la llegada de extranjeros a sus territorios ha supuesto siempre un terrible agravio, pues han perdido territorio y muchos de sus miembros fueron asesinados sin escrúpulos en el pasado. Además, como suele suceder en los terrenos poco productivos de selvas tropicales, es realmente difícil encontrar proteinas que llevarse a la boca, y ¿a quién no le apetece de vez en cuando un buen entrecot de carne blanquita y rolliza?
Como ya estábamos recorriendo de norte a sur el archipiélago, la duda estaba en si llegaríamos ese mismo día a Port Blair o sería al día siguiente. La práctica naviera era que si alcanzábamos puerto antes de las ocho de la noche desembarcaríamos, pero si no, atracaríamos al día siguiente a las seis de la mañana. Yo prefería desembarcar al día siguiente, pero todos mis compañeros, presos de la ansiedad marina, preferían llegar ese mismo día. No saben degustar los pequeños placeres de la vida.
Finalmente el barco enfiló ruta entre islas para acortar el camino que normalmente se hace por mar más abierto y llegar así ese mismo día, 7 de septiembre, justo a las veinte horas, a Port Blair. No es por nada, pero como se verá a continuación, mucho mejor hubiera sido que hubieramos desembarcado al día siguiente.
Los extranjeros debemos tener un permiso especial para visitar el archipiélago, y así, una vez desembarcados en la noche, nos dirigieron a las oficinas de la autoridad portuaria para extendernos los permisos por un mes de duración.
Le pregunté al señor autoridad del lugar por mis posibilidades de encontrar un barco que me llevara hasta Tailandia, aclarándole que tenía un visado especial para llegar por mar hasta aquel país. Me dijo que eso me resultaría imposible en esta época del año, que no había barcos que hicieran la ruta. Preferí no creerle, de momento.
Salimos de las oficinas como a las nueve de la noche, una hora de auténtica madrugada para las Andamán. Aquí se sigue la hora de India, pero al estar más al este, la noche se echa encima sobre las seis de la tarde. Sí, una penita. Los autorickshaw nos ofrecían llevarnos hasta el centro de la ciudad por unos precios realmente abusivos, sabiendo además Anton que la ciudad estaba cerca y que el precio real era cuatro veces menor. Una vez más ¡corta vida a los taxistas!. Así, llegamos todo el grupo de extranjero a Port Blair caminando entre goterones de sudor.
Nos dirigimos a un hotel que recomendaba la guía por su buena relación calidad-precio. Vamos, que era barato, unas 200 rupias. Al llegar nos digeron que lamentablemente estaba llenísimo, a pesar de que el casillero estaba repleto de llaves. En su defecto nos ofrecieron llevarnos a un hotel cercano donde había sitio. Wiet y yo nos fuimos a visitarlo saltando una valla que separaba ambas instalaciones hoteleras. No hizo falta que viéramos las habitaciones, pues costaban 1.000 rupias. Claramente nos querían timar. Supongo que el dueño del primer hotel no estaría y sus empleados, corruptos, querían ganar una buena comisión llevando a un grupo de turistas pardillos al hotel contiguo. Pero con nosotros no coló.
Como ya era muy muy tarde, antes de seguir buscando un hotel nos metimos en un restaurante a cenar justo antes de que cerraran. Del todo el enorme menú sólo podíamos elegir una cosa: arroz, y fue eso lo que cenamos todos.
Después reanudamos la marcha y paramos en otros hoteles, todos ellos tenían unos precios muy altos, poco acordes con sus calidades. La gentuza que regentaba estos locales querían aprovecharse de nosotros por llegar tan tarde y suponiendo que estaríamos desesperados por encontrar alojamiento. Pero unos huevos, allí todos éramos unos aguerridos aventureros y si había que dormir al raso, pues se dormiría.
Un amable local nos dijo que calle más abajo podríamos encontrar un International Youth Hostel. Qué bien, nos dijimos, un establecimiento hotelero oficial que sigue patrones de instalaciones e higiene uniformes en todo el mundo. Allá que nos fuimos, pero cuando llegamos, el de la puerta nos dijo que el sitio estaba llenísimo llenísimo. Le pregunté si al día siguiente igual quedaría algún sitio libre. No, no, respondió, mañana estará también llenísimo llenísimo. No hay nada como las ganas de currar.
Y comenzó a llover.
Al lado había un estadio polideportivo y corriendo nos acercamos y le preguntamos al de seguridad si nos podríamos quedar allí a pasar la noche. Tras pensarlo un momento nos dijo que de acuerdo, pero sólo hasta las cuatro y media de la madrugada, que luego la cosa se empezaba a animar y no nos podían ver allí. Alegremente nos metimos dentro y nos colocamos en el palco de autoridades bien a cubierto de la lluvia torrencial.
Sacamos nuestros pertrechos y nos preparamos para el breve sueño. Yo saqué una botella de whisky, restos del botellón de Calcuta, y que tenía destinada para obsequiar al capitán del Nicobar, pero que no pudo ser porque estaba realmente busy. Anton se preparó un cigarrillo de cierta hierba aromática y así, invitando también a los dos seguratas nos fuimos todos a descansar. Tumbado en el suelo dormí bien, pero breve.
Unos minutos antes de las cuatro ya estábamos todos de pié y sonámbulos, recogimos y marchamos al puerto para coger el primer barco que saldría para la paradisiaca isla de Havelock.
Cuando llegamos al puerto resultó que el primer barco, el de las seis de la mañana, estaba lleno, por lo que no podríamos partir hasta las once y media de la mañana. Yo aproveché ese largo rato de espera para, en compañía de Wiet, visitar los puertos de la ciudad en busca de un barco que me quisiera llevar hasta Tailandia. Cogimos un autoricksaw que esta vez, a un precio razonable, nos llevó.
Yo me esperaba grandes instalaciones portuarias repletas de barcos y yates, pero este es un remoto archipiélago tropical frente a las costas de Birmania y de titularidad India. Resumiendo, los puertos, diminutos y cutres casi no tenían barcos y los que había tenían un aspecto muy precario; en Europa no se utilzarían más que para dar un paseo por el estanque de un parque, eso sí, tras darles una buena mano de pintura.
Allí nos dijeron que lo de ir hasta Tailandia era ahora imposible. Alguna vez llegan algunos pesqueros tailandeses con viajeros a bordo, pero no en esta época de mar encrespada y constantes tormentas monzónicas. Tendría que esperar hasta diciembre, por lo menos.
Cago en tó, esta información no venía en ningún sitio. En la guía ponía que se podía hacer el trayecto, pero no especificaba fechas y parecía que siempre era posible.
Tras desayunar un horrible café, del mismo tono que el té que se bebió Wiet, y un estupendo sandwich de tortilla volvimos a nuestro puerto de tráfico interislas.
Tras larga espera, por fin abrieron las taquillas para la compra de billetes, previo rellenar de formularios y presencia de nuestro permisos. Cuando estábamos a punto de ser atendidos llegó un indio zascandil y se nos coló. Wiet le preguntó que porqué se colaba, que íbamos nosotros primeros, y él, muy simpático, nos dijo que en India iba primero el que era más rápido. Yo le pregunté que porqué no iba primero el que era más fuerte, que yo lo prefería. Y me respondió que no, que era el más rápido. Así, le agarré delicadamente por el cuello con mi mano derecha y le zarandeé, repitiéndole que yo prefería que fuera primero el más fuerte. Esto le debió convencer, y muy amablemente, nos dejó que nos atendieran primero, e incluso nos ayudó en el completar unos datos que nos faltaban en los formularios.
El crucero en el pequeño barco duró dos horas y media bajo una fuerte lluvia marina. Al llegar al puerto de las Andamán la policía tomó nota de nuestra presencia con nuestros permisos y cogimos una furgoneta que por tan sólo cinco rupias, el resto se lo abonarían en los resort donde nos quedáramos, nos llevó a todo el grupo en busca de un buen alojamiento.
Nos dirijimos en primer lugar al Gold India, en la playa número 5, el lugar donde Anton había estado dos años atrás. Aunque luego echamos un vistazo a algún resort más, finalmente Anton, Wiet y yo nos quedamos en aquel lugar, mientras nuestros compañeros checos decidieron seguir buscando un lugar donde se pudieran alojar los tres juntitos.
Cada uno nos alojamos en unas deliciosas cabañas de bambú individuales con porche bajo enormes palmeras cocoteras. El resort en forma de U permitía ver al fondo, entre la espesura arbolada las turquesas aguas de la bahía que formaba allí la isla de Havelock. Bajo la lluvia nos acercamos al bar restaurante del sitio y yo me pedí un estupendo, y barato, pez a la brasa para almorzar. Todos los días que estuve en la isla comí pescado, pues desde que comencé el viaje sólo lo había comido en dos ocasiones: trucha, cuando estaba en Manali, en Himachal Pradesh.
La mayor parte de los que se alojaban en el Gold India eran israelitas, una pena. Y digo una pena porque como ya puede comprobar en otros muchos lugares de mi viaje: Kathmandú, Pokhara, Manali, Leh, estos chicos sólo se relacionan entre ellos formando pequeñas comunidades de amigos fiesteros. No muestran, en su gran mayoría, el más mínimo interés por relacionarse con los demás, de hecho, no suelen ni siquiera responder a los saludos. Así, los lugares donde están ellos resultan algo incómodos porque es compartir un espacio con gente que vive como en otra dimensión.
Pasé unos días deliciosos en la isla de Havelock, un lugar auténticamente paradisíaco. Sólo le pondría la pega de lo difícil que resultaba beberse una cerveza, y no porque esté prohibida. Los establecimientos que quieran servirla tienen que pagar un impuesto especial y se vé que a los dueños no le acaban de cuadrar las cuentas, sin tener en cuenta quizás, que aquellos que sí la sirven suelen tener mucha más clientela.
El primer día no me acerqué hasta la playa, pero tampoco el segundo. El primero llovía, y tras comer y descansar la noche no tardó en caer, pero allí estaba yo tan plácidamente con mis amigos europeos. Wiet pasaría unos días en las islas antes de reunirse con otro amigo holandés en Calcuta, y Anton quería pasar un mes en las islas y también se le uniría allí en unas semanas, un amigo finlandés.
Al día siguiente por la mañana marchamos al pueblo número 3, junto a la playa núnero 5, aquí son muy imaginativos, y nos conectamos a internet para ver si el mundo seguía existiendo o ya se había autodestruido, pero no me pude llegar a enterar, la conexión era terriblemente lenta.
Después nos alquilamos unas bicis. La de Wiet era una auténtica cochambre y a mi me tocó una de magnífico aspecto. Le tuve que decir que me ajustara la altura del sillín y los frenos cuyas zapatas apenas llegaban a besar ligeramente las ruedas. Cuando volvíamos a nuestro resort tuve que dar la vuelta, pues el sillín bruscamente se había bajado y andaba suelto.
Ya en el resort y cuando estaba preparado, por fin, para visitar la playa, se puso a llover de nuevo y tuve que postergar la visita. Cachis.
Por la noche me fui con Wiet a comer pescado a un resort cercano donde tenían cerveza. No sabemos cómo, pero tardaron dos horas en servirlo, y eso que éramos los únicos clientes. Creo que debieron ir a pescar convenciendo previamente al pez de que se ofreciera voluntariamente a ser cocinado. Lo mismo debió suceder con las patatas: entiéndalo, señora patata, es por el bien de la humanidad y etcétera. Les dijimos que nos debían haber avisado de lo que tardarían y así podríamos haber ido mientras a conocer el resto de la isla y luego haber regresado.
De vuelta a nuestro hotel, Anton se había hecho amigo de un instructor de buceo de nacionalidad qatarí y que trabaja en la isla. Este nos contó la auténtica, sorprendente y dramática historia de:
EL COCODRILO DE MAR QUE SE COMIÓ A UNA TURISTA
En el mes de abril de este año una pareja de norteamericanos estaban en la playa número 7, en una zona rocosa y coralina. Mientras el varón buceaba con su cámara de vídeo entre los corales, la chica nadaba por la superficie haciendo snorkeling. Cuando el buceador andaba por el fondo miró hacia arriba y pudo contemplar horrorizado como un enorme cocodrilo se acercaba a su pareja y abriendo la boca mordía su cabeza engulléndola entera. Tiró la cámara y se dirigió velozmente hacia el cocodrilo y se puso a luchar con él intentándole arrebatar la presa. Pero nada pudo hacer, el cocodrilo con la chica entre sus fauces ya sólo estaba interesado en marcharse. Él no sufrió daño alguno y el cocodrilo desapareció con su presa. El norteamericano corrió desesperado a la policía india y contó la historia. La policía no le creyó y como él estaba perfectamente, pasaron totalmente de él tomándolo por un loco (ya he escrito en este blog que cuando los indios no están interesados en algo, su pasotismo es increible y casi insultante).
Un par de días después unos pescadores encontraron en una zona de manglar los restos de la chica a la que le faltaba cabeza, una pierna y un brazo, y parte del tronco. Poco tiempo después, otros buceadores encontraron la cámara en el lecho marino y la recogieron. Cuando miraron lo que allí había grabado observaron patidifusos que toda la escena del ataque y la posterior lucha del buceador había sido filmada y era por tanto, completamente cierta
Las autoridades se pusieron a dar caza al cocodrilo poniendole como cebo a perros. Antes de ser capturado, el animal se comió cuatro. Actualmente el afamado cocodrilo se encuentra recluido, y es exhibido, en un zoo en la India continental.
Este hecho no es común, pues en la isla de Havelock no hay cocodrilos. En los últimos veinticinco años ha habido veinticuatro ataques de cocodrilos en las Islas Andaman, provocando cuatro muertes. Debió suceder que un ejemplar del santuario de cocodrilos de Lohabarack, a 45 millas nauticas de Havelock, se internó en el mar y la corriente le llevó hasta la playa número 7. Como no se había producido un hecho semejante en muchos años, los necios policías prefirieron ignorar al turista y seguir dormitando en sus oficinas.
Fin de la historia verdadera del cocodrilo
Por fin al día siguiente pude conocer la playa que a unos metros de mi choza se extendía esplendorosa. Un lugar increible de arenas coralinas blanquísimas, palmeras y vegetación que rozaba el mar, con unas aguas de un increible color turquesa como yo jamás había visto. Y es que las aguas de esta bahía tienen muy poca profundidad: con la marea baja no llega a los treinta centímetros. Paseé alucinando con tanta belleza y saqué decenas de fotografías. Fotografías no aptas para corazones delicados.
Después me di un baño en unas aguas que eran auténtico caldo, y aunque no permanecí allí mucho tiempo sí el suficiente como para achicharrarme.
Por la tarde cojí la bici y avancé unos kilómetros hacia el sur de la isla con el mar a un lado y al otro plantaciones, cocoteros y selva. También había chozas donde viven las gentes del lugar. En el camino me encontré a dos barceloneses, Fran y Elena a los que conté la historia del cocodrilo y llegaron a asustarse, pues ese día venían de visitar la playa número 7.
También visité el resort donde trabajaba el buceador qatarí y allí hablé con la mujer que atendía al público, una francesa que había vivido en España y a la que pregunté sobre los posibles barcos para Tailandia. Una vez más me dejó muy claro que en esta época me iba a resultar imposible, pues el estado del mar no es propicio para ello. Me dijo que debía esperarme a temporada alta, entre navidad y marzo, para poder tener esa oportunidad. Claramente sólo podría llegar a Indochina por aire.
Por la noche me volví a reunir con Wiet, el cual se había pasado todo el día buceando y me confirmó lo que ya nos habían comentado, el coral más superficial de las islas Andamán se ha muerto este año debido a una inusuales muy altas temperaturas del agua del mar. Por lo demás, había tenido un estupendo día, el primero en muchos en el que había estado soleado.
Depués nos fuimos a cenar a una caseta al lado de la tienda de alquiler de bicis donde se hacía pescado a la brasa envuelto en hoja de palmera y en papel de aluminio, exquisito. En el camino nos encontramos con la pareja de barceloneses y cenamos todos juntos. Además allí hablamos con otra pareja de isrealíes que renegaban de sus compatriotas que hacen el turismo que ya he comentado. Normalmente se trata de chicos de unos veinte años (aunque los hay mucho más mayores) que han terminado el servicio militar y se van unos meses de vacaciones a lugares baratos donde además haya drogas. Su único interés es estar con otros israelíes, solo comen platos típicos de su país y no sienten el más mínimo interés por la cultura del lugar al que van, ni en relacionarse con otras gentes.
En la mañana del día 11 de septiembre Anton, Wiet y yo nos fuimos de visita a la playa número 7, la del cocodrilo, atravesando la isla en bicicleta. Antes de salir de la población número 3 tuve que pasarme de nuevo por la tienda de bicis para que me volvieran a colocar el sillín. El tipo tardó un montón porque la precariedad de toda esta gente le impedía tener las tuercas y tornillos adecuado para algo tan sencillo como colocar un sillín.
En el camino atravesamos arrozales, palmerales y zonas selváticas. Había algunas cuestas, no excesivamente duras, pero como aquí las bicis no tienen marchas, solo era posible subirlas caminando.
La playa número 7 es bien distinta a la número 5. Esta da a mar abierto y el oleaje es fuerte y el color del agua ya no es verde, este día era completamente gris porque una gran masa borrascosa se cernía al fondo de la isla. Sin embargo, la belleza del lugar era también majestuosa, con el bosque tropical que alcanzaba la playa, y su larga forma curva, con elevaciones del terreno cubierto de vegetación era la viva imagen de una de esas islas desiertas de las novelas de piratas.
Para comer nos fuimos a un lujoso resort con cocina italiana y donde me comí una estupenda ensalada al estilo mediterráneo más una cerveza, todo ello, eso sí, a precio perfectamente europeo.
Estábamos comiendo cuando comenzó a llover con fuerza, la borrasca finalmente había alcanzado aquella costa. Aunque esperamos largo rato a que dejara de llover, no lo hizo, por lo que decidimos regresar al otro lado de la isla bajo la lluvia.
La sensación desagradable apenas duró unos pocos minutos, pues cuando ya estábamos completamente empapados solo sentíamos era una agradable sensación de frescor. Así, alegramente, íbamos regresando en los quince kilómetros que debía tener el trayecto. Yo sin embargo tenía un grave problema en mi máquina, si esta ya por si apenas frenaba, lo dejó de hacer por completo cuando se rompió el freno trasero, por lo que cuando enfilaba una cuesta, mi única forma de salir de ella con vida era ir frenando con mi chancla en el suelo y rezar para que detrás de la siguiente curva no apareciera un automóvil y me llevara por delante. Pero allí no quedó la cosa, más adelante el pedal izquierdo también se rompió y me quedé tan sólo con el derecho. Tuve que reaprender a avanzar con un sólo pedal, no es fácil amigo, pero cuando me encontraba la más mínima cuesta debía bajarme de la bici y caminar. La solución a la rotura era muy sencilla de reparar, tan solo hubiera necesitado una llave inglesa o similar, pero en India ese instrumental es imposible de conseguir, ni siquiera tenían herramientas en la obra de construcción de una casa en la que paré para preguntar.
Sufrí una barbaridad, pues al intentar pedalear con un sólo pedal, la bicicleta mojada por la lluvia y con las chanclas (flip-flops en inglés), la suela se me resbalaba y el extremo del pedalier se me clavaba en el empeine del pié. Cuando ya no quedaban demasiados kilómetros para llegar, un jeep taxi paró cerca de mi para soltar y recoger viajeros. Me acerqué y le dije si me podía llevar hasta el pueblo a mi y a la bici, que estaba rota (la parte trasera del jeep estaba vacía). De acuerdo, me dijo, son 200 rupias. El precio por ese trayecto no era más de unas 20 rupias, por lo que me quejé del precio. El jeep se marchó sin más. Cómo expresar mi sensación en ese momento, pues por ejemplo: ¡taxista hijo de puta!
Dolorido llegué al taller y me colocaron un nuevo pedal y me arreglaron el freno trasero. Entendía porqué mi bici presentaba un aspecto tan nuevo, era una bicicleta diabólica.
Al día siguiente, según me levanté me di un baño en la maravillosa playa número 5, y una vez desayunado y todo eso, volví a pasearme hasta sus límites transitables, pues su belleza era tal que no quería perderme ningún rincón. Admiráos gentes del mundo, y que vuestro corazón no se encoja, que para eso ya está el mío.
Por la tarde marché con Wiet, Anton y un nuevo amigo indio de este, turista como nosotros, a subir por la colina cercana a nuestra playa para poder observar desde la altura la isla y su bahía. Siguiendo las equívocas explicaciones de los lugareños, conseguimos encontrar un camino que nos llevó cogiendo altura mientras atravesábamos plantaciones de plátanos y selva. En estos lugares hay que tener especial cuidado con las serpientes, que si te cruzas con ellas puedes salir con un bonito mordisco venenoso. La solución estaba muy clara, había que ir haciendo ruido en la maleza y con un palo, ir golpeando el suelo para espantar a todo bicho viviente.
Finalmente llegamos a un claro sobre una de las lomas de la colina donde pudimos admirar el estupendo paisaje.
Tras preguntar a unos agricultores para seguir subiendo, nos indicaron el camino y continuamos. Aquí el terreno ya se ponía resbaladizo y especialmente denso. Wiet empezó a sentirse nervioso cuando le mordieron un par de sanguijuelas y ya sólo hablaba de dar la vuelta. La dimos, pues llegamos a un punto, una última plantación de bananas donde ya no podíamos continuar facilmente sin el uso de machetes o utensilios por el estilo.
A la vuelta, ya atardeciendo, nos dimos otro baño con marea baja. Fue como bañarse en una piscina para bebés, que el agua sólo llegaba hasta las pantorrillas por mucho que uno se adentrara en el interior de la playa.
Esa noche salí a pasear a la playa y nunca vi un cielo así. Fue muy extraño. La única luz que había era la de entrada al resort que tan sólo iluminaba un par de metros de la playa, en una especie de puerta arbórea. Lo demás era una oscuridad absoluta y misteriosa. El cielo no me parecía tan negro como el de Ladakh pero aún así, la visión de las estrellas y de la vía láctea era perfecta y rotunda. La única forma de explicarlo es diciendo algo tan paradójico como que la oscuridad iluminaba aquel lugar.
A la mañana siguiente, la del 13 de septiembre era el de mi marcha de Havelock, y lo haría yéndome con Wiet. Lo cierto es que me habría quedado en aquel lugar paradisíaco mucho más tiempo, pero mi viaje debía continuar, sobre todo teniendo en cuenta todo el tiempo que había invertido para llegar hasta aquellas remotas islas para después no poder seguir hasta Tailandia.
Los dos nos fuimos a primera hora a comprar el billete de barco para Port Blair. Eso es algo que en cualquier lugar del mundo se resuelve facilmente, pero en India todo trámite te lleva un mundo. La cola no era tan larga, pero casi tardamos dos horas. Había que rellenar los formularios y cada pasajero se demoraba una eternidad en comprar su billete. Además, los indios tienen la extraña costumbre de que en cualquier fila debe ser atendido un varón y una mujer de forma alternativa. De esa forma nosotros apenas avanzábamos, pues aunque éramos muchos más varones los que allí estábamos, cada vez que llegaba una mujer le tocaba a ella el turno, y no iba sólo a comprar su pasaje, sino que lo hacía para toda la familia con un montón de formularios rellenos en sus manos. A mi estas cosas me desesperan. Saldríamos finalmente a las tres de la tarde camino de la capital, pero esa mañana estuvo totalmente desaprovechada por la maldita burocracia y forma actuar de los indios.
Llegamos a las cinco y pico a Port Blair, tan solo unos minutos antes que anocheciera. Esta vez fuimos más afortunados con el hotel y encontramos habitación económica en el primero al que acudimos. Después nos fuimos a cenar al mismo lugar que la vez anterior y más tarde a internet. Se ve que este día se celebraba una fiesta religiosa en honor al dios Ganesh el de cabeza de elefante. La celebración consistía en pequeños camiones que circulaban lentamente con el dios en la parte trasera lleno de luces de colores, celofanes y flores, música techno-dance india a todo volumen y unos pocos chicos bailando desaforadamente delante del vehículo. Y cero chicas, qué sosería, oiga.
Cuando saliamos del cibercafé caía una lluvia torrencial que nos impedía llegar hasta el hotel, por lo que cogimos un autoricksaw. ¡Ay, los taxistas indios, qué gente! a pesar de que el hotel estaba bastante cerca y Wiet le explicó donde debíamos ir, señalándole con la mano y todo, el taxista comenzó una veloz y loca carrera en sentido contrario y alrededor de Port Blair que nos dejó patidifusos, circulaba a toda velocidad en medio de la lluvia (a mi me caía encima todo el agua y acabé empapado de nuevo) haciendo un recorrido circular, de forma que cuando volvió a pasar a toda velocidad por el mismo sitio donde nos había recogido le dijimos que parara y le preguntamos si es que estaba tonto o qué. El tío, ya más en su ser, circulando más tranquilamente y siguiendo las indicaciones de Wiet, en un par de minutos nos dejó en las puertas de nuestro hotel.
A la mañana siguiente desayunamos en el mismo lugar que en la primera visita a la ciudad, pues en la cafetería de al lado del hotel no tenían nada salvo unas cortezas de maiz resecas y grasientas. Ni siquiera tenían té ¿cómo se puede sostener un negocio así? India, país sorprendente.
Para hacer tiempo visitamos de nuevo el cibercafé y después marchamos hacia el aeropuerto, que está realmente muy cerca del centro de la ciudad, dejábamos así Port Blair, una ciudad nada amable ni confortable para el extranjero.
Yo llegué al aeropuerto sin billete de avión pues el amigo indio de Anton me había dicho que en esta época del año los aviones van muy vacíos y se puede comprar el billete a última hora por la tercera parte de su precio. Por ello preferí arriesgarme y esperar hasta entonces. Pero la noticia era falsa, quedaban plazas en el avión, efectivamente, pero el precio a última hora era exactamente el mismo. Además, no se podía pagar con tarjeta, por lo que me tuve que coger de nuevo un taxi, volver a Port Blair, sacar dinero y regresar al aeropuerto.
La última foto de este artículo es de mi mismo, mosqueado, justo antes de coger el avión. Mi idea original de hacer integramente el viaje por tierra y mar se veía ligeramente truncada por culpa de los birmanos que tienen cerradas las fronteras terrestres. Me consolaba que había hecho todo lo posible por realizarlo y que al fin y al cabo, el trayecto a volar iba a ser corto, pues sólo cruzaría la mar, que ya había atravesado en barco, y Birmania, el pais que me hacía cerrado sus puertas.
Al llegar al aeropuerto de Calcuta allí estaba el amigo de Wiet con el que se iría al reino de Sikkim, y que acababa de llegar también en avión desde Bombay, ahora llamado Numbai. Juntos nos fuimos a alojar al Dirty Maria, una vez más. La habitación que me tocó esta vez quizás estaba algo más limpia que la anterior, pero de nuevo las sábanas no presentaban el mejor aspecto. Otra vez debí insistir para que me las cambiaran, y el mismo personajillo con el que tuve el encontronazo la vez anterior, ahora ya totalmente abandonado a la más absoluta dejadez profesional, me entregó las sábanas y finalmente el que las cambió fui yo.
Allí me encontré de nuevo con la cooperante Ana, la cual se volvía para España esa misma tarde y se despidió de mi dándome dos besazos que todavía los siento en mis mofletes.
Después me marché a tomar unas cervezas y a cenar con Wiet y con su amigo. Y me despedí de ellos hasta la siguiente ocasión, que el mundo es chiquitín chiquitín.
Aún pasé un día más en Calcuta porque no quedaban plazas para el vuelo a Bangkok. El día lo dediqué a trabajar en el blog, cuánto trabajo me da, y a visitar la taberna vasca, lugar ya casi desierto, y dónde había recolocado las mesas y sillas. Me encontré de nuevo con Jopransebal y nos saludamos muy afectuosamente. En unas semanas tendría que volver a salir de India porque se le acababa el visado. Se dirigiría en primer lugar hacia Bangkok y tenía pensado hacer un recorrido similar al mío, por lo que igual hasta volvemos a coincidir en un oscuro cibercafé de alguna ciudad perdida de Indochina.
Mira el lado positivo de volver en avión, no tuviste que coger otro barco vomitoso. El paisaje paradisiaco, realmente es espectacular. El trabajo del blog es duro, pero haces muy buen trabajo. Gracias.
ResponderEliminarTere.-
Esto es un libro, gracias por este capítulo tan interesante.
ResponderEliminarVIVA LOS TAXISTAS, VIVA LOS TAXISTAS
Este viaje te está curando de la necesidad-manía de una ducha antes de dormir aunque sea de madrugada.
Dile a los Andamianos que en España tenemos muy buenas bicicletas y casi irrompibles: ORBEA, BH, MASSI, OTERO,...Nunca les pasarían esas averías tan raras.
Un saludo y un abrazo muy fuerte
Vaya pedazo de isla, aunque el peaje del barco vomitoso parece alto. Lo que no acabo de entender es que te apalanques 2 meses en el norte de India y aquí, en el paraíso, apenas estés unos días. Por cierto, ya veo que las máquinas de 2 ruedas (motos o bicis) no es lo tuyo, aunque si mal no recuerdo, una moto en Spain te ayudó en este viaje, no es así ?
ResponderEliminarUn abrazo
Dani - Lleida
Simplemente I-M-P-R-E-S-I-O-N-A-N-T-E
ResponderEliminarHola, hello. Emilio, las bicis de India son muy bonitas, pero muy malas. Como todo aquí, la debieron inventar hace cincuenta años, vieron que funcionaban, más o menos, y luego ya no las cambian nunca más, que es muy cansado pensar de nuevo y ponerse a hacer cosas nuevas.
ResponderEliminarPasa lo mismo con las motos, por eso aquí siguen estando las Royal Enfield, modelo de 1959.
Dani, en el Himalaya no me apalanqué, resulta que yo soy muy montañero, y eso tira mucho.
Y sí, el accidente con la Vespa me financió el viaje.
Saludos (también para Víctor),
juanj.
que lo leo todo, que lo leo todo!!!,yo dormi en unas cabañitas parecidas en kho Samui, donde lleve la H, kho, no lo se, por ahi.., no las se poner en español, imaginate en tailandes!, me gusta tu foto de despedida, con el avion!!!maravillosa, la selva, bueno,.. yo me crie en la selva!!!
ResponderEliminarPedazo de hamaca la de tu colega que te regaló ese rato en la cubierta del barco ¿te imaginas que en ese momento sube el hijoputa del capitán y te interrumpe? La playa 5 es alucinante. Sólo he visto una playa parecida: la playa china en Danang (Vietnam) y no tenía esa vegetación. Hablando de vegetación ¿no llevarías las chanclas por la selva esa llena de serpientes, no?... las tendrías reventadas del viaje en bici...
ResponderEliminarHola AmErica. Llevaba los zapatos de trekking por la selva, que no me fIo de los bichos, pero tambiEn llevaba colgadas las chancletas, por si las necesitare.
ResponderEliminarPor cierto, en Vietnam me voy a tener que comprar otros zapatos, que estos ya estAn muy desgastados. Y no entiendo por quE, si casi no me he movido de casa.
Me tienes acojonaito....aunque no ponga muchos comentarios, sigo fielmente tus aventuras y desventuras.
ResponderEliminarUn abrazo compañero... sigue así
Besos en los morros.
Vladi and family
Me alegro saber de tí Vladi, saludos.
ResponderEliminarj.
Los yanquis siempre dando la nota: en los Sanfermines les pillan los toros, en Havelock les comen los cocodrilos, ..., no tienen remedio. La isla esa es una pasada, la verdad, aunque coincido con tu amigo Dani: deberías replantearte tu relación con los vehículos de dos ruedas, al menos mientras dure este viaje, que en una de estas no lo cuentas. Un saludo para ti y para los profesionales más entrañables, afables y bienintencionados de este mundo: nuestros queridos taxistas.
ResponderEliminarCuidate mucho.
David.
Jo_errrrr!!
ResponderEliminarVaya playa..
vaya nubes..
vaya colores...
Otro sitio más donde no me aburriría con el disparador!!