miércoles, 30 de marzo de 2011

EN LAS ISLAS TOGEAN (SULAWESI)

Tras el día perdido en Rantepao (Tana Toraja, Sulawesi), porque no habíamos llegado a tiempo a coger el autobús, el 18 de marzo nos presentamos a las ocho de la mañana en el lugar donde debíamos partir. Cosas de la vida, estuvimos esperando y esperando, primero a que apareciera el vehículo y cuando lo hizo, a que partiera. Finalmente marchamos a las nueve y media de la mañana, cuando el día anterior habíamos estado allí a las nueve y el autobús ya se había marchado.

Para llegar a las islas Togean, en el golfo de Tomini, primero hay que llegar hasta la ciudad de Ampana, en la costa, pero desde Tana Toraja es imposible hacerlo en un sólo día porque no hay autobuses directos. Por eso nos dirigimos primero hasta Poso, también en la costa, pero muy alejado todavía del archipiélago.
Si se mira en el mapa, parece que la distancia entre Rantepao y Poso no es muy grande, pero el viaje duró todo el día entre montañas y selvas y curvas de la carretera.
                              

Hay días que parece que nunca vas a llegar al destino, pero sí, a las once de la noche el autobus nos dejó en un sitio indeterminado de Poso donde había un hotel al que entramos directamente. En la recepción además de pedir alojamiento, preguntamos por los autobues para Ampana y nos dijeron que salían desde el otro lado de la calle a las nueve de la mañana. Ania se fue derechita a dormir pero yo no puedo estar un día entero sin accionar mi aparato locomotor, así que me puse a caminar por los alrededores para estirar un pocos las piernas y aproveché para meterme por unos minutos en una chavola con ordenadores e internet y además, me compré algo para cenar, así en plan delicatessen: plátanos fritos, una rocacola y unas galletas. Me lo comí todo en el porche del hotel mientras amenazaba sin miramientos al enjambre de mosquitos que por allí volaban: como me chupéis un pelo, os mato, estáis advertidos, les dije.

A la mañana siguiente nos dirigimos a las taquillas para coger el autobus, que resultó ser una muy cutre y pequeña furgoneta. Yo ya me temía otra eterna jornada enlatado entre apretones, pero fue un camino estupendo porque sólo fuimos cinco personas, dos de ellos eran una pareja de suizos que también se dirigían a las Togean.
El trayecto desde Poso hasta Ampana fue fundamentalmente costero, con una carretera muy bonita de estupendas vistas a las montañas cubiertas de selva a la derecha, y con el mar de un azul intenso, pequeños poblados de chozas de madera y cocoteros a mano izquierda.
                            



Llegamos a Ampana a las tres de la tarde y el conductor nos preguntó a qué hotel nos dirigíamos. Yo había consultado la guía y le dije que nos llevara hasta un resort que estaba junto al puerto donde parten los barcos para las Togean, y allí nos dirigimos nosotros y los suizos.
El resort en cuestión, muy a las afueras de Ampana, tenía unos estupendos y lujosos bungalows en primera línea de playa con unos precios bastante altos, así que los cuatro recién llegados preferimos quedarnos en otros más pequeños y económicos que no daban a ningún sitio. Total, iba a ser sólo una noche.
En el salón restaurante había un mapa de las islas Togean, pero por mucho que lo miraba no conseguía encontrar Bolilangga. Pregunté al dueño del lugar y acompañándome al mapa me mostró la isla: era tan pequeña que solo era posible verla ayudado con una lupa. Le pregunté que si era bonita y me respondió que no me preocupara, que la isla estaba que te cagas.
                       
Mapa de las islas Togean
(foto tomada del salón del resort de Bolilangga)
               
Eso sí, me dijo que para ir hasta Bolilangga había que ir dirigirse a otro puerto, justo en el otro extremo de la península que forma Ampana, y que además, al día siguiente el barco no pasaba por las cercanías de la isla, sino que había que pararse en Wakai, en la isla de Batu Daka, y esperar un día a que pasara otro barco.
Los suizos por su parte se dirigían a la isla de Kadidiri, la más turística del archipiélago, repleta de gente, resorts con bungalows, preciosas playas de arenas blancas, palmeras y gente, y estupendos arrecifes de coral llenos de gente (y peces). Bueno, realmente estoy exagerando: era temporada baja y no habría tanta peña.

Después de informarme y cuando el sol se ponía sobre el horizonte, nos dimos un baño en la playa de guijarros con un agua que tenía la temperatura de un jacuzzi. Además era imposible hacerse daño pisando alguna piedra del fondo porque el suelo desaparecía a los pocos metros: allí mismo debía comenzar un abismo.

A la mañana siguiente, el dueño del resort nos llevó en su coche hasta el puerto, al otro lado de Ampana, donde a las 10h30 partió el ferry camino de Wakai.
                        
 

Como en el interior del barco hacía mucho calor, al rato, entre goterones de sudor, me subí a cubierta donde encontré a una pareja de alemanes larguísimos y a los que les estuve contando mi vida y ellos a mi la suya. Como la mía ya la sabéis, os narro que ellos, ávidos de aventuras en estado puro, decidieron ir a vivir por unos días a una auténtica isla desierta en la costa este de Sulawesi. Compraron víveres y agua para una semana y un barquero les llevó hasta una islita, a la que llamaremos la "isla de los mosquitos", que tenía una pequeña cabaña y quedó en recogerles una semana después. La isla estaba cubierta de selva y de manglar en parte de su costa, pero no estaban solos: una gigantesca cantidad de mosquitos también vivían allí. El ataque no se hizo esperar, grandes nubes de insectos se lanzaban voraces hacia ellos y cubrían sus cuerpos como si de una segunda piel se tratara.
Se puede decir que no disfrutaron mucho: se pasaron la semana todo lo a refugio que pudieron y los días se les hicieron eternos hasta que vinieron a rescatarles. La chica además cayó enferma y claro, era malaria, pero no le dió muy fuerte y tras tomarse las debida medicación, ya se encontraba perfectamente.
Por lo demás el viaje hasta Wakai transcurrió poniéndonos a cubierto cada dos por tres porque íbamos atravesando chubascos.
                   
 
 

Llegamos a Wakai, en la isla de Batu Daka, a eso de las cinco de la tarde y con mucho calor. En seguida algunos lugareños se prestaron a ayudarnos a encontrar donde alojarnos. Seguimos a un chico que nos hablaba en inglés, que aseguraba que le gustaba ayudar a los turistas, y que el guesthouse que nos sugería estaba enfrente de su casa y estaba regido por una buena señora. Y para allá que nos fuimos.
                       

En Wakai hay como un par de sitios o tres donde alojarse y esta posada no estaba mal: una amplia casa de una señora que tenía a su cuidado a dos chicas huérfanas de extrema timidez. La señora nos preguntó si queríamos cenar y para curarnos en salud, primero le preguntamos por el precio: unos tres euros por las dos cenas. Aceptamos.
Mientras llegaba la hora de mover el bigote, estuvimos hablando con el chico que nos había guiado. Nos informó de que en ninguna de las poblaciones de las Togean había ni cajeros ni internet, cosa de la que ya sabíamos y por eso llevábamos encima todo el dinero que pensábamos que podíamos gastar. Conocía perfectamente a Alan, el dueño del alojamiento de la isla Bolilangga, y nos aseguraba que no íbamos a tener problemas de espacio porque en temporada baja, las islitas están prácticamente vacías. Él iría también al día siguiente hasta otra islita al lado de Bolilangga para trabajar unos días como instructor de buceo mientras que el instructor oficial, un español, estaba fuera de Indonesia a la espera de obtener un nuevo de visado de trabajo.
Y en eso que llegó la cena. Nunca en mi vida comí tanto por tan poco dinero: arroz, vegetales, diferentes pescados, fruta y, como plato increíble, un cangrejo de un tamaño descomunal. En pocas pudimos dar cuenta de todo aquello.
Como parece ser que a los polacos no les da por comer marisco, Ania pasó por completo de tocar un bicho que parecía una araña gigante de color rojo anaranjado. Yo tampoco soy muy aficionado a esto, pero me parecía una descortesía no aprovechar tan descomunal artrópodo, por lo que allí estuve un larguísimo rato desmenuzando concienzudamente el animal y sacando carne de los rincones más remotos de su exoesqueleto.

Al día siguiente, el barco que nos dejaría cerca de Bolilangga, pasaba a eso de las tres de la tarde, por lo que por la mañana caminamos por todo Wakai y saludamos a sus gentes. Wakai está en el extremo noreste de la isla de Batu Daka y como sucede en buena parte del sudeste asiático, las casas estaban edificadas con pilares sobre el agua. Sin embargo, esa mañana la marea estaba baja y en lugar de agua se veía fango y cangrejos correteando por todos los lados.
Hacía mucho calor, pero eso no impidió que diéramos un buen paseo. Como es costumbre en este país de gentes tan afables, fuimos saludando a buena parte de los adultos y a todos los niños. Aquí están los resultados:
                           
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

A las dos de la tarde nos dirigimos al puerto número dos de Wakai donde estaban cargando hasta los topes un pequeño barco. Allí metían de todo: desde sacos y cajas, hasta muebles y una hormigonera, que subieron muy duramente a cubierta entre un montón de gente. Además, venía con nosotros el chico del día anterior y algún colega suyo armados con guitarras.
                                   
 

El viaje de una hora desde Wakai hasta Katupat, en la isla de Togean, fue de los inolvidables por la belleza del paisaje. El barco se adentró por un estrecho paso entre islas boscosas y pasamos por delante de pequeñas poblaciones de casas sobre el agua.
                     
 
 
 
 
 
 

Al llegar a Katupat desembarcamos y el chico de la guitarra nos señaló quién era Alan, el dueño de Bolilangga, que estaba allí para ver si pescaba algún turista. Le saludamos y le dijimos que íbamos de parte de Nico, el guía de Tana Toraja.
Nos dirigimos al muelle contiguo, elevado sobre las esmeraldas aguas de aquel mar de corales repleto de pequeñas islas apretujadas, y esperamos un rato hasta que su barca estuvo preparada. Montamos y para Bolilangga que nos fuimos.

 
 
 

Bolilangga, efectivamente, es una isla diminuta con tres playitas, un montículo donde se puede observar los alrededores, y una zona inacesible por rocorsa, escarpada y boscosa. Está rodeada de praderas de coral y de aguas esmeraldas. En su centro está situado el salon-restaurante y la cocina, y en la playa mas larga, seis bungalows más dos en construcción. La electricidad le viene por un motor alojado en una cabaña al otro lado de la isla para evitar su ensordecedor ruído (y aún así se sigue oyendo), que funcionaba de seis a once de la noche (sí, a las seis es casi de noche).
Cuando llegamos estaban ocupadas tres cabañas: en dos de ellas había sendas parejas de alemanes (lo que les gusta a los alemanes Sulawesi no tiene nombre), y un ruso con su característica frialdad.


Según nos acomodamos, desplegué la hamaca en el porche del bungalow y al poco pasó a saludarnos David, un trabajador del lugar. En seguida que llegó se quedó mirando embobado a Ania y se presentó a ella. Después, se presentó ante mi y me dijo que se llamaba Ania (para nuestra sorpresa y alborozo) y luego rectificó. Nos comentó que él no tenía esposa porque era muy pobre y nadie quería casarse con él (también era un poco bobo y un poco feo, las cosas como son). Cuando se marchó iba diciendo en voz alta por el camino "¡Ania, Ania!".
Todos los días de nuestra estancia en la isla, David se pasaba una o dos veces y se sentaba enfrente de ella y se le quedaba mirando un rato en medio de un extraño silencio. Así que cada vez que se acercaba yo me partía de risa, y Ania se ponía algo así como tensa.
David además era el encargado de llenar cada día los depósitos de agua de cada bungalow porque en la isla no hay agua dulce y había que traerla en barca desde Katupat.


Como os podéis imaginar, la vida en la isla transcurrió de forma bastante plácida, regida principalmente por el horario de las comidas: desayuno al levantarse, almuerzo a las doce y cena a las siete.
Los dos primeros días estuvimos compartiendo comidas con los alemanes y con el ruso, que no habría mucho la boca (salvo para el acto propio de la alimentación) y después de la cena nos quedábamos todos juntos para beber unas cervezas y charlar en plan filosófico, ecologista y viajero.

                
Al segundo día de nuestra estancia en Bolilangga, el ruso se marchó a conocer otra islita, y el tercero por la mañana temprano, los alemanes se fueron para coger el barco que pasaba por Katupat dos veces por semana. Así que nos quedamos solos hasta el domingo, cuando pasó el siguiente barco.

 

Bolilangga está rodeada de praderas de coral, que comienzan a muy pocos metros de la playa, y todos los días, dependiendo de las condiciones meteorológicas, me daba uno o dos larguísimos y apasionantes baños para bucear entre tal maravilla, equipado con las gafas y el tubo alquilados en el propio resort: corales de multiples formas y colores a una profundidad de entre unos pocos centímetros y un par de metros, con innumerables bancos de peces de las más estrambóticas formas y dibujos. Sin embargo, el lugar que más me gustaba para bucear era junto al escalón del suelo marino, donde la profundidad bajaba hasta unos diez metros. En esta barrera vertical podía sumergirme con más espacio y nadar entre los corales y perseguir a los diferentes peces.
Uno de los días vi pasar por allí un tiburón y en seguida me lancé a pereseguirle pero, no entiendo cómo, este nadó más rápido que yo y en seguida desapareció de mi vista. Otro día me quedé observando mucho tiempo a una morena de aspecto siniestro que se escondía parcialmente en un coral en forma de tubo y que se dejaba mecer por la corriente. En todo el tiempo que estuve allí no vi que se comiera a ningún pez, y eso que fueron muchos los que la rondaban.
Desgraciadamente no dispongo de cámara sumergible, pero de haberlo tenido en cuenta antes de salir de casa, o al haber pasado por Bangkok, Kuala Lumpur o Singapur, bien hubiera merecido la pena comprarme una para fotografiar tan bello lugar.

 
 

Con tanto buceo y con mi incapacidad natural para tal actividad (tal como expliqué en el emocionante artículo Tailandia, un buceador menos), los dolores de oídos y los sonidos metálicos no tardaron en aparecer y anduve medio sordo todos esos días. También uno de los primeros días le di un pisotón a un trozo de coral en la playa y tuve un perfecto y doloroso agujero en la planta del pié derecho y, para rematar la faena, otra jornada en que estaba tumbado en el borde del agua en la playa, sentí de repente una sensación de quemazón en el brazo derecho: un resto de alga marrón, con la forma de una hoja de lechuga putrefacta, me había rozado el brazo y me produjo una gran urticaria. Durante varias semanas tuve toda la zona llena de sarpullido que me picaba y escocía.
Como veis, al final resulta que no merece la pena visitar las paradisiacas playas de los mares tropicales: todo son penurias, dificultades e inconvenientes.

 

Muchos días de los que permanecimos en la isla estuvieron cubiertos, llovía a ratos y hacía un viento bastante fuerte que enturbiaba las aguas y les restaba mucha visibilidad. Pero como parte positiva, esto hacía que el ambiente fuera bastante más fresco, porque los días soleados eran terriblemente calurosos.

Sin ningún vecino, por las noches charlábamos con Alan, el dueño del resort y de la isla. Nos contó que unos quince o veinte años atrás (y el tipo es todavía bastante joven) el padre de un amigo suyo, propietario de la isla, cayó enfermo. Para el tratamiento del hospital necesitaba dinero y le propuso a Alan que le comprara la isla por el dinero que necesitaba para el tratamiento, la asombrosa cantidad de... 50 euros. Sí, has leído bien.
Siguió diciendo que hoy en día eso sería imposible porque entonces no había turismo y ahora sí, y porque ahora el gobierno indonesio no permite estos actos de compra-venta. Aún así, me quedé largo tiempo pensativo sobre la moralidad de dicho canje. Aunque en las palabras de Alan no parecía que hubiera ningún atisbo de mala conciencia al respecto, a mi me parecía un intercambio económico muy desigual.

 

Con las dificultades de ponerse en contacto con Alan para hacer la reserva de un bungalow, en los meses de julio y agosto llegan hasta Bolilangga (y a todas las islitas de los alrededores), muchos más turistas de las que caben, y bastantes se quedan durmiendo en las playas durante días a la espera de que los que ocupan los bungalows se vayan marchando. Así que Ania y yo estábamos en el lugar adecuado en el momento justo.

Alan también nos comentó que estaba buscando un socio para poner un centro de buceo en la isla porque él no tenía dinero para ello. Justo en la isla no tiene sentido el buceo con botella dado lo somero de sus aguas, pero no lejos de allí hay una línea de espectaculares atolones de coral donde su práctica sería perfecta. De hecho, desde el salón se veía a lo lejos una caseta, que las gentes del lugar habían bautizado como Hotel California, construida por los pescadores como refugio para los días tormentosos, y que estaba situada sobre uno de esos atolones.
Yo le argumenté que a pesar de ser un avezado viajero, de mi aspecto distinguido y mis maneras casi aristocráticas, de mi esmerada educación, dominio de idiomas y don de gentes, era más pobre que las ratas, y que además mi estructura craneal y mi sistema auditivo me impedían, salvo cirujía, la obtención del carnet de buceador y más aún el de instructor, por lo que yo no era el mejor de los candidatos posibles para el bísnes. (Pero vamos, si alguno de mis queridos lectores estáis pensando en un negocio así, dadme un toque y os paso el contacto del señor Alan).
Nos propuso ir un día hasta el Hotel California explicándonos que allí el arrecife cae muchas decenas de metros en vertical hasta el fondo marino y que tiene unas espectaculares paredes repletas de corales y peces. Pero como resultó que muchos días el tiempo era malo, Ania pasaba de sumergirse más que la cabeza, y sin más gente que nos acompañara el barquito nos salía algo caro, finalmente no pudimos disfrutar de tan maravilloso lugar.

 

También pregunté a Alan porqué había tantos corales muertos en la pradera alrededor de la isla y me respondió que era porque los pescadores capturaban al pez napoleón, un bicho grandote y de aspecto ligeramente ridículo, un depredador que, entre otros, se come a los peces que se alimentan de los corales. Al no haber tantos napoleones como debiera, los otros habían aumentando mucho en número y de ahí esas nefastas consecuencias.
Resulta que aunque el napoleón está protegido, las pescaderías de Hong Kong pagan mucho dinero por él y los indonesios, además de pobres, no son precisamente ecologístas. De hecho, todavía hay quien sigue pescando con dinamita, cargándose toda criatura viviente que coge la onda expansiva. Y para seguir con el capítulo medioambiental, cada día llegaban hasta la playa de Bolilangga una gran cantidad de basura procedente de Katupat y otros lugares, donde todos los desperdicios son arrojados indiscriminadamente al mar. Por ello, Alan se dedica a pasear constantemente por la playa para recoger la basura y yo, que también tengo mis sensibilidades, cada vez que me encontraba con bolsas o botellas de plástico en el agua, trataba de sacarlas hasta la playa.

Pez Napoleón
                         
Nuestro día de partida de Bolilangga fue el domingo, tras seis "durísimos" días de estancia en el pequeño paraíso. El día anterior Alan nos comentó que esperaba que efectivamente hubiera barco, porque se había estropeado. Esto puso algo nerviosa a Ania, que disponía del tiempo justísimo para llegar hasta Manado, en el norte de Sulawesi, y coger un avión que finiquitara sus vacaciones y la llevara de vuelta a Europa.



No hubo finalmente problema. A las siete de la mañana, Alan nos llevó al puerto de Katupat, a unos 200 metros de la isla Bolilangga, y minutos después llegó el barco que hacía el recorrido por las islas Togean. El barco venía abarrotado de personas y mercancías, y también traía algunos turistas: entre ellos al ruso con el que habíamos coincidido al principio de nuestra estancia, y a un alemán hijoputa (con perdón), con el que tuve algún pequeño encontronazo.
Estaba yo sentado junto a él en cubierta disfrutando del maravilloso espectáculo natural de aquella porción del planeta, cuando me empezó a dar una parrafada en francés sin venir a cuento, pues no habíamos intercambiado palabra hasta entonces. Cuando terminó le dije que muy bien, pero que yo era castellano y a lo más que llegaba era a balbucear algo de inglés. ¡Ah, español! me contesto. Justo después, y tras pagar su ticket, empezó a discutir con el pobre cobrador diciendo que le había engañado con las vueltas. Estuvo un rato enzarzado hasta que se dignó a revisar el cambio y comprobó que el que se había equivocado era él, y no el cobrador. En lugar de pedirle perdón por el numerito bochornoso, me dijo envalentonado que siempre era igual, que todo el mundo le intentaba engañar con las vueltas...

 
 

Llegamos a Wakai a las ocho de la mañana, pero el barco para Gorontalo, al otro lado del golfo de Tomini, no pasaría hasta las cuatro de la tarde. Con tantas horas por delante y con un día que se prometía ultracaluroso, decidimos pasarnos por la posada de nuestra primera estancia, pedimos de desayunar y preguntamos por la posibilidad de quedarnos en el porche hasta que nos llegara la hora de partir. La mujer se ve que no puso reparos (solo hablaba indonesio y era difícil entendernos) y allí estuvimos largas horas bebiendo café, rocacolas y leyendo. Pasó por delante el alemán hijoputa (con perdón) y me preguntó si creía que podría dejar allí sus pertenencias. Yo, que lo menos que quería era que se quedase con nosotros, le contesté que estábamos allí porque ya conocíamos a la dueña y le habíamos pedido permiso, pero que podía ir al puerto donde había una sala de espera.
Horas más tarde volvió a pasar por delante y me preguntó si sabía si en la posada daban de comer. Yo, que lo menos que quería era compartir la mesa con él, le dije que creía que no, pero que hablara con la dueña, si es que sabía indonesio. Se marchó.

Acercándose la hora nos fuimos a puerto y aún esperamos un rato en la sala de espera a refugio del tremendo calor del exterior. En la sala había gran cantidad de chiquillos jugando y haciendo sus labores, y con los que hicimos muy buenas migas.


El ferry era el mismo que casi una semana antes nos había traído desde Ampana, y que cubría el trayecto completo de cruzar el golfo de Tomini en unas 20 horas. Decidimos comprar unos pasajes en categoría "business" (los indonesios tienen mucho sentido del humor), algo más caros, pero con aire acondicionado en la sala, porque con el calor horripilante que hizo en la ida en el compartimento de los comunes, si queríamos pegar ojo esa noche, mejor sería estar algo más frescos.
La categoría, en la proa del barco, no era mucho mejor que la otra, sobre todo porque solo disponía de un aparato de aire condicionado doméstico para toda la sala, ya que un segundo aparato que había allí, no es solo que no funcionara, es que parecía que había explotado y ardido.

Al poco de comenzar la travesía, la mar se puso tan picada que el barco comenzó a dar unos saltos tremendos; incluso el agua alcanzaba las ventanillas de donde estábamos, varias decenas de metros sobre el nivel del mar. Ania estaba muy preocupada y pensaba que seguramente naufragaríamos, poniendo así un fin acuático a nuestra existencia. Yo, que me lo estaba pasando pipa con aquella montaña rusa inesperada, le dije que no se alarmara, que mirara a la tripulación e intentara encontrar en sus caras un atisbo de pánico. Le argumenté que yo estaría preocupado si ellos, en lugar de estar allí como si nada, estuvieran con lágrimas en los ojos, observando con melancolía las fotos de sus mujeres e hijos, rezando arrodillados, o abrazándose y dispidiéndose de sus compañeros. Como nada de eso estaba sucediendo, sólo quedaba disfrutar del tobogán e intentar que no me vomitara encima, claro.
Entre los pasajeros había varios grupitos de amigos turistas, claro está, alemanes, y cuando la mar estuvo más tranquila, todos coincidimos en cubierta.
El paisaje, según avanzábamos en paralelo con el extremo norte del archipiélago de Togean, era maravilloso, y cuando se fue poniendo el sol, comenzó a desprender una luz de un rojo tan vivo e intenso como yo nunca había visto antes in my life.



Cuando la noche era ya absoluta, vimos como una buena parte de los intrépidos turistas sacaban sus colchonetas a la cubierta con al intención de pasar allí la noche, cosa que nos pareció una estupenda idea y nosotros hicimos lo mismo.
Dormí bastante bien y prácticamente del tirón toda la noche, si bien con algo de frío por la constante ventolera de aquel lugar tan expuesto. Nuestro pasaje en "business" sólo había servido para que nuestros equipajes viajaran algo más cómodos y frescos.

A las seis de la mañana desembarcamos en Gorontalo, en la franja norte de Sulawesi. A la salida del puerto había una gran cantidad de taxis compartidos para diferentes destinos. Nosotros queríamos ir hasta Manado y un chico nos colocó en uno de los taxis, pero al momento nos desalojaron porque no cabían los equipajes de todos los pasajeros, y nos llevaron a otro coche, y luego a otro. La situación era confusa. En este último taxi también se metió el alemán hijoputa (con perdón) y me dijo que aquello parecía España, a lo que yo le respondí algo enojado que en España ya somos tan cuadriculados como los alemanes, y que tenemos autocares con horarios fijos para todos los destinos.
Esperando dentro del taxi a que este se llenara y partiera, el alemán hijoputa (con perdón) comenzó a ponerse nervioso, a golpear la chapa exterior de la puerta con la mano y a gritar que dónde estaba el conductor, que teníamos que irnos inmediatamente porque tenía que coger un avión en Manado. En esas se asomó por la ventanilla el chico que nos había ayudado y nos dijo que había otro taxi que partía en ese momento para Manado, y que si queríamos ir, teníamos que pagar un poquito más por el lujo de salir inmediatamente y no ir apretujados. Dijimos que sí y abandonamos el taxi dejando al energúmeno en su interior.

En el nuevo taxi iban otros dos chicos alemanes, estos ya buena gente, y enseguida nos pusimos en marcha. Paramos en un cajero para sacar dinero, porque tantos días en islas remotas me habían dejado con la cartera famélica. Nos contaron que ellos habían estado en otra de las islitas, pero a diferencia de Bolilangga, allí no había electricidad y las comodidades había sido mucho más limitadas que las nuestras.
Ahora el que resultó ser un hijoputa (con perdón), fue el conductor del taxi porque, no respetando el trato de pagar más por salir inmediatamente y sin otros pasajeros, estuvo aproximadamente dos horas dando vueltas por los alrededores de Gorontalo, circulando a paso de tortuga, hasta que consiguió convertir el taxi en una lata de sardinas. De nada sirvieron nuestras protestas, ya que parapetado en su lenguaje indonesio, nos decía que no con la cabeza a cada comentario nuestro. El tipo era de lo más lamentable porque en la carretera, repleta de curvas hasta Manado, iba constantemente fumando, un cigarrillo tras otro sin parar, y estuvo todo el tiempo con el móvil en la mano: algunas veces hablando, pero casi siempre recibiendo y escribiendo mensajes, de forma que en no pocas ocasiones manejaba el volante con los codos. Circulábamos despacísimo, claro. Los cuatro turistas estábamos indignados y Ania además, asustadísima, por el evidente peligro de tener un accidente. Yo miraba al conductor con ferocidad cada vez que nos cruzamos las miradas por el espejo retrovisor.
Cuando paramos a comer intenté cogerle el móvil para tirárselo a la cuneta, y de verdad que lo habría hecho, pero fue imposible porque el muy hijoputa (con perdón) no se desprendía jamás del dichoso aparato: o lo llevaba en la mano, o en el bolsillo de la camisa o en la funda de polipiel del cinturón (que yo lo había estudiado todo concienzudamente).
La tensión fue tan evidente que cuando retornábamos al taxi tras comer, el taxista y yo nos cruzamos y chocamos con nuestros hombros.

Por fin, y sin sufrir ningún percance, llegamos a Manado. El taxista... (ya sabéis) nos dejó en el hotel que la pareja de alemanes había elegido, aunque le advertí a Ania que creía que iba a ser muy caro, cosa que efectivemente era. Los teutones nos dijeron que ellos se quedaban allí para recuperarse de las penurias que habían pasado en su isla, y nosotros nos marchamos en busca de algo más económico.
La búsqueda fue de dura porque hasta que llegamos a la zona de los hoteles tuvimos que caminar lo nuestro y una vez allí, la mayoría eran bastante caros, y los más económicos estaban llenos. Finalmente nos quedamos en uno que estaba bastante bonito... pero que era carillo.
La jornada ya solo dio para dar un breve paseo por los alrededores y buscar donde cenar.

El día 29 de marzo fue el último de Ania. Estaba muy seria y preocupada porque se le acababan sus largas vacaciones y se volvía a Edimburgo sin casa, sin trabajo y sin dinero. Yo también habría estado así.


Lo más interesante de Manado no está en la ciudad misma: sosa, fea, incómoda y contaminada (como casi todas las ciudades indonesias), sino en sus alrededores de  pueblecitos, volcanes y lagos rodeados de bosque. Nada de eso pude visitar porque en breve partiría mi siguiente barco camino de las islas Molucas.
Ese día lo empleamos en caminar por la ciudad, visitar algunas tiendas y al atardecer, acercarnos hasta la bahía donde había una espectacular puesta de sol con una isla volcán como telón de fondo.
Estábamos allí disfrutando de la imagen sentados en una roca, cuando de repente comencé a sentir una gran molestia en todo mi cuerpo: un ejército de pequeños insectos voladores habían decidido invadirme y estaban atacándome al unísono. Tuvimos que abandonar el lugar corriendo mientras me sacudía cara, cuello, melena, brazos y piernas, y aún estuve un par de horas quitándome bichitos de todas las partes de mi cuerpo.

Ania se marchó cariacontecida a las cinco de la madrugada camino del aeropuerto y yo por la mañana, en mi deseo de ahorrar una perras, me cambié al hotel más barato de la ciudad (que a mi me constara): un lugar ligeramente siniestro.
Después me marché a internet para buscar algo de información sobre las islas Molucas, porque no tenía nada claro a dónde dirigirme, y eso que el barco partiría al día siguiente por la mañana desde el puerto de Bitung, a 55 kilómetros de Manado.
Leyendo en internet no aclaré nada sobre las Molucas, pero sí comprendí que me iba a resultar muy difícil llegar a la mañana siguiente al puerto de Bitung porque los autobues tardaban horas en recorrer el trayecto.
Pensativo y sin saber muy bien qué hacer volví al hotel y le pregunté al recepcionista sobre el asunto. El tipo, muy agradable, me dijo que no me preocupara porque había dos turistas que a la mañana siguiente iban a ir en taxi, y seguramente podría compartirlo con ellos. Lo malo era que en ese momento no estaban en el hotel, por lo que me quedé esperando un rato a ver si aparecían. Como por allí no llegaba nadie y ya se pasaba la hora del almuerzo, le dije al recepcionista que hablara con ellos sobre el tema, que yo me iba a comer y luego volvía. Me dijo que de acuerdo, pero que él terminaba la jornada laboral en un rato, pero se lo iba a comentar a su compañero de la tarde para que lo solucionara.
Cuando volví tiempo después, ya estaba el recepcionista de la tarde, pero resultó ser un tipo de lo más antipático. Le pregunté y me aseguró que su compañero no le había contado nada y que tampoco conocía la existencia de dichos turistas, ni del taxi al puerto.
Preocupado me volví a la habitación y estuve dándole vueltas a qué hacer: si me iba a la mañana siguiente, el taxi me saldría por un dineral; y si me iba esa misma tarde, me ahorraba el taxi pero tenía que pagar otro hotel en Bitung...
Al rato y todavía sumido en dudas, regresé a la recepción y allí encontré charlando a dos personas; uno de ellos era, efectivamente, el alemán hijoputa (con perdón) con el que intercambié un breve y gélido saludo y que inmediatamente se marchó. No sabiendo cómo actuar, me acerqué a la otra persona y le pregunté si por casualidad él iba a coger al día siguiente el barco para las islas Molucas. Me respondió que sí. Le pregunté que si iría hasta el puerto en taxi y me dijo que no, que tenía pensado partir en un rato cogiendo el autobús y dormir en Bitung; él ya había estado allí hacía un par de años, y creía que eso era lo mejor para evitar el riesgo de no llegar a tiempo al barco.
Ni corto ni perezoso le conté mi situación y le pregunté si me podía ir con él. Me dijo que no faltaba más, y le pedí quince minutos para preparar mi mochila.
Agradecido me presenté y él hizo lo propio diciéndome que se llamaba Christoph, que era alemán (por supuesto), y que ya había oído hablar de mi: que yo era Juan, el español que estaba recorriendo el mundo sin coger aviones.



8 comentarios:

  1. Te estás haciendo famosillo en el mundo de los mochileros Juanjo. Espero que este Christoph te saliera más majete que el otro alemán hijoputa (sin acritud). Una pasada la islita donde estuviste con Ania, un auténtico paraíso. Por cierto, vuestro amigo Alan sería muy simpático y muy ecologista, pero se la metió doblada al indonesio con lo de los 50€ por la isla (que jeta).

    Hasta pronto Juanjo.

    David.

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  2. Bonita la isla de 50€,hace años los gallegos estaban en todo el Mundo y ahora son los alemanes, como ha cambiado el cuento (Como dice un amigo mío de los rusos con los que juega él al ajedrez por el internete, los hay de todos los tipos como las puñaladas.)Espero que tu segundo alemán,Christoph, sea buena gente.

    Un saludo Padelista (dentro de 30 minutes voy a jugar un partidito de Padel, a 30º a la sombra, ya sabes como esExtremadura)

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  3. hola Juan, es una pena que vuelvas, esto es una mierda, cada vez que salgo a la calle, pongo una queja, la gente esta amargada, no se que pasa, fui a burgos, queja a la renfe a la ida, queja a la vuelta, acabo de llegar a londres, queja en el aeropuerto de alicate, es queja por salida, bueno ya sabes que no dejo pasar ni una, queja al canto!!, asi que prefiero no salir, la gente va de un amargado, que asco de europa!, este primer mundo es, es para salir corriendo... feliz aterrizaje!!!

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  4. Hola anónima: dices que todo el mundo está amargado pero, ¿y tú?¿estás amargada?...tanta mierda, tanta gente, aeropuertos, estaciones de trenes, alicates ¿no sabes que no se puede llevar a los aeropuertos armas de destrucción masiva como lo pueden llegar a ser un vaso de agua o unos alicates? Yo sin embargo creo que toda la gente es chupi, es lerendi y es guay, menos algún alemán y todos los taxistas.
    PD: no sé quién eres ;-)

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  5. me olvide de firmar, soy alicia, quien mas va a ir a londres desde alicante???, y poner quejas a todo el mundo??, y yo de amargada nada, me acaban de decir que no paro de reirme, me descojono de todo.. ya sabes un dia casi me muero de la risa, alla por un lejano palacio abandonado del rey de Summur, en la ruta de la seda..
    no se ocurra pasar agua!!, y adentro de los aeropuertos no hay, tienes que comprar a 3 euros una botellita!, agua, como se te ocurre, eso es terrorismo puro!!. Y Yo no tomo taxis, son una raza aparte, en todo el mundo mundial.. y no deberias quejarte de las alemanas, que has conocidos algunas muy guapas en tu viaje.. y simpticas!!

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  6. Hola Juan. Imagino que ya instalado en Bangkok, pero recuerda, todavía con deberes en el blog de tu última parte del viaje. Me ha gustado mucho la parte de Tana Toraja y Torean.
    Sigue escribiendo please.
    Por cierto, tu amiga de Alicante está...no se como definirlo. Igual el problema no esté en el entorno.
    Bueno Juan, sigue disfrutando del mundo como hasta ahora. Un abrazo campeón !
    Dani

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  7. Hola Juan, estoy interesada en pedirte una cosa sobre la frecuencia de los ferris Wakai-Gorontalo, se que desde Ampana salen cada dia hacia Wakai, pero no tengo claro que frecuencia tiene la ruta AMPANA-WAKAI-KATUPAT-GORONTALO.
    Porfavor contacta conmigo (urria_13@msn.com) me salvarias la vida.
    Un saludo!

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  8. como haces para viajar así mi sueño seria eso conocer culturas, la naturaleza, el mundo ¡¡ porfa dime en que trabajas o tienes mucho dinero, soy Colombiana ¡¡

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