martes, 17 de agosto de 2010

AGRA Y LA FOTOGENIA

El 14 de agosto cogí el tren que por la mañana, en algo más de tres horas, me llevó a Agra desde Nueva Delhi.
En el vagón hubo una pequeña discusión. Resulta que al otro lado del pasillo, ocupando dos asientos, un musulmán de gesto serio se negaba a ceder uno de ellos a su legítimo propietario, un japonés que había tenido la mala suerte de tocarle al lado. El tipo decía que esos dos eran suyos porque lo interpretaba como uno solo, como si fuera una cama en un tren nocturno. Como no atendía al japonés yo me uní a la discusión, pero el caradura no se daba por enterado. Tuvo que venir el revisor un rato después y explicarle lo mismo que nosotros argumentábamos: que por el día no hay camas. Finalmente el niponés pudo sentarse junto al fiel seguidor de Alá.


El corto trayecto del tren se me hizo muy entretenido, pues además de mi amena lectura del libro Gaia, una nueva visión de la Tierra, de James Lovelock, a cada instante pasaba un personaje llamando la atención. Y es que los trenes en India son un espectáculo. Multitud de personas viven de sus viajeros: vendedores de té, de café, de chicles, de bollos, de agua y refrescos, de sandwiches, niños que limpian el suelo y piden dinero a cambio, ciegos o lisiados que se arrastran y gente que sólo pide, qué poco imaginativos.

El día anterior había reservado por internet una habitación en el hotel Kamal, uno que tiene una terraza con vistas al Taj Mahal. Además, había pedido que fuera un taxi a recogerme a la estación. Cuando puntualmente llegué a Agra allí no había motorickshaw esperándome, pero al rato llegó uno diciéndome que venía a recogerme. Este no sabía mi nombre ni cual era el hotel. Sospechoso ¿no?
Como en el hotel me habían dicho que no pagara al conductor, que le pagaban ellos, no estaba dispuesto a soltarle ni una rupia. Y así hice. Cuando llegué al hotel, sorprendentemente estos no tenían noticia de mi reserva (typical India) y claro, no habían mandado a ningún taxi. Afortunadamente, o no, tenían habitaciones libres. El taxista quería cobrarme más de las 50 rupias que me habían dicho en el hotel que costaba el trayecto, pero yo le mandé a la mierdola, y nunca mejor dicho, pues si hubiera sido un tipo más legal le habría contratado para que el día siguiente me diera una vuelta por la city.

Agra fue capital del estado de Uttar Pradesh y sigue siendo una ciudad de peso en India, sobre todo por sus ingresos en turismo, pues aquí está el archiconocido Taj Mahal, símbolo de India y uno de los monumentos más reproducidos del mundo, así como el Fuerte de Agra, un enorme y bellísimo castillo.
El calor en Agra era algo así como sofocante y las 600 rupias que pagaba por noche en el hotel, el doble que en Delhi, no estaban muy justificadas. Es cierto que la habitación estaba más limpia, y recien pintada, y las bombillas hasta emitían luz. Pero no tenía aire acondicionado y el suelo del baño estaba mal hecho y se acumulaba el agua dejando en toda la estancia un ambiente pantanoso. Esto me llevó a pensar en una máxima: en India hay dos tipos de hoteles, los baratos y malos, y los caros y malos. Sucede que en India las cosas pueden ser baratas, pero la calidad es pésima, y para tener algo parecido a Europa, los precios se disparan y resulta más caro que sus equivalentes en España o alrededores.

Tras descansar un rato en mi habitación, busqué un lugar donde comer, y tras ello paseé por los alrededores con mi conocida técnica de "no preguntes y seguro que te pierdes" y tras callejear bastante llegué a la entrada este del Taj Mahal. Como era ya el atardecer, la cola de gente era extensa para ver el monumento del color del ámbar. Me llamó la atención que en la fila solo hubiera indios, pero ahí me puse y cuando llegó mi turno comprendí porqué. Los indios pagan 20 rupias por entrar, los extranjeros 750 (unos 12 euros), así los nacionales entran y salen para poder disfrutar de las diferentes tonalidades que el monumento va adquiriendo según las horas del día, pero los extranjeros, o se quedan desde la mañana a la noche, o eligen la hora una hora para entrar y conformarse con lo que en ese momento se vea.
Claramente opté por no entrar, me di la vuelta y me dirigí al hotel donde me subí a la terraza para contemplar desde allí la puesta de sol y la variación de matices reflejados en el blanco mármol del monumento.
Esa noche cené en la terraza del hotel pero no lo volví a hacer más, pues uno: tardaban una eternidad en servir (una auténtica eternidad); dos: no tenían cerveza y no me gusta estar bebiendo todo el rato rocacolas u otros refrescos; y tres: la luz era tan mínima que no me permitía ni leer ni escribir.


A la mañana siguiente, sin prisa alguna, me dirigí al Taj Mahal. Había tenido una breve intención de levantarme al amanecer (sobre las cinco de la mañana) pero sí, fue breve, sobre todo por la tardía hora en que me fui a dormir.
De forma absurda, las taquillas para comprar los tickets de entrada al monumento están como a un kilómetro de la puerta y hay multitud de rickshaws que te ofrecen el trayecto de ida y vuelta. Pero como yo soy austero + cabezota, les dije que no es que no, a pesar de que uno de ellos me acompañó todo el camino en su bicitaxi diciéndome ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?, ¿te llevo?. Una vez comprado el billete me siguió un poquito más diciéndome, efectivamente, ¿te llevo?

Se entra al Taj Mahal por alguna de sus tres puertas de la muralla, se atraviesan unos jardines y después de cruzar otra enorme puerta de arquitectura árabe, se llega a la gran explanada ajardinada en cuyo final se encuentra el llamado más importante monumento del mundo construido por amor. Y es que el Maraharajá Shah Jahan lo hizo edificar como tumba de su amada segunda esposa cuando esta falleció en el alumbramiento de su decimocuarto hijo en 1.631. Se ve que la mujer estaba que ya no daba más de sí.
Es de marmol blanco y arquitectura árabe de proporciones maravillosamente armoniosas. La luz del día rinde pleitesía al mausoleo, pues los cambios en los matices de color del cielo modifican las tonalidades del monumento, produciendo en el espectador un embelesamiento por su prodigiosa belleza (me he salido con esta descripción).



El Taj Mahal está junto al río Yamuna, en esta época monzónica  ancho y caudaloso, y la intención del Maharaja era construir otro mauselo equivalente en color negro al otro lado, pero su hijo, un mal día le destronó y le mandó encerrar en el Fuerte de Agra, con el único consuelo de poder ver en la lejanía, a través de las ventanas de su lujosa mazmorra y hasta el final de sus días, la tumba de su querida esposa. Cría cuervos y te sacarán los ojos, decía el sabio rural.



El lugar estaba abarrotado de turistas, como no podía ser de otra forma, pero eso no le restaba encanto, ya que la mayor parte de estos eran indios y el colorido de los sarees de las mujeres realzaba la fotogenia del lugar. Al llegar, el cielo estaba negraco, creí que se iba a poner a diluviar, pero afortunadamente solo calleron unas gotas y luego el cielo fue despejándose para alegría de mi arte fotográfico, pues esto me brindó la posibilidad de contemplar el monumento bajo diferentes luces.
El interior del mausoleo desmerece al exterior, pues el enorme edificio alberga una pequeña sala donde están un par de sarcófagos vacíos (los ocupados están en el sótano, no visitable). En el interior no se pueden hacer fotos, decía el cartel, pero los indios, eludiendo olímpicamente este mandato, sacaban sus cámaras y móviles sin reparos, mientras el policía de guardia soplaba el silbato con desesperación y agitaba su porra para amedentrar sin resultado alguno a los díscolos turistas. Visto lo visto, saqué yo también mi cámara e hice las mías, que si los nacionales no eran aporreados, yo tampoco lo sería.
Tras visitar el interior rodeé el edificio, de altas y decoradas paredes y de un blanco veteado celestial. A cada lado del mausoleo hay un bello y diáfano edificio, y el que da al oeste, apuntando a La Meca, es una  mezquita. A ellos también me dirigí y me resultaron muy agradables, pues fueron un refugio para el fuertísimo calor exterior. En el del este la gente se tumba o se sienta, mientras contemplan el Taj al otro lado de la explanada.


Una numerosa familia de indios me pidieron que les retratara, y así lo hice mientras se gastaban bromas. Las mujeres de la familia no estaban tan dispuestas a fotografiarse, pero finalmente accedieron. Como no tenían correo electrónico, supongo, pues no me entendían cuando se lo pedía, me escribieron su dirección en una grafía que no entendí ni lo más mínimo, pues era algo así como sanscrito-latino. Nunca recibirán mis fotos. Espero que algún día den con un fotografo indio que les vuelva a retratar y entienda su letra.


Como la entrada había sido tremendamente cara, di varias vueltas al lugar en un intento de desgastarlo lo más posible, y así, me dediqué a observar a los nacionales haciéndose fotos de pose o elevando sus brazos y haciendo pinza con los dedos para que el efecto de perspectiva parezca que se llevan el Taj Mahal.


Como no era cuestión de estar allí todo el día, finalmente salí y siguiendo de nuevo mi máxima de "camina sin saber por donde vas", conseguí perderme para alborozo de la gente de los barrios por donde pasé, cuyos habitantes me saludaban y los niños me perseguían. Claramente me había perdido, pues la vuelta al hotel eran unos cinco minutos y yo tardé más de una hora. Lo malo es que se puso a llover con enorme fuerza y cuando conseguí regresar, yo ya era más un pescado que un ser humano.


Por la tarde, una vez secadas mis escamas y abrillantado mis aletas, me dirigí hacia el río para ver desde otra perspectiva el Taj Mahal. En el lado este, custodiado el puertecito fluvial por un grupo de policías, pude admirar el monumento sobre las murallas que le protegen. Podría haber cogido una barquita para tener mejor perspectiva, pero las negociaciones con el barquero no llegaron a buen puerto (esto es agudeza literaria, oiga).


En el lado oeste, la vista perdía aún más perspectiva, pero en cambio la puesta del sol sobre el río me dejó una de esas postales típicas de atardeceres. Pero lo bueno vino después.


Junto al río, rodeado de un bosque hogar de una numerosa familia de monos, se escondía un templo hindú. Me senté a reposar en una de las piedras junto a su entrada. Allí estaban dos de los habitantes del templo que rápidamente me preguntaron por mi origen e intenciones. Momentos después apareció el brahmán del lugar, el cual me preguntó que si era cristiano. Le dije que no, y para no parecer muy poco espiritual, le dije que era budista. Este arremetió fuertemente contra el budismo, diciendo cosas malas que yo, la verdad, no entendí. Me preguntó que si le estaba entendíendo y yo le dije que yes.
Utilicé la famosa fórmula de "los dioses son los mismos para todos los hombres, todos estamos bajo su poder" que siempre resulta muy convincente y pacificadora, a pesar de que el budismo no contempla la existencia de un dios o varios. Gracias a esta respuesta mía, el brahmán me ofreció mostrarme su templo y descalzándome, visité uno de sus altares, el cual representaba un dios tan chapucero que provocaba la risa: un pingajo esculpido en la piedra, casi sin relieve, y pintado torpemente a base de brochazos naranjas. El dios necesita dinero, me dijo el brahmán. Ya estamos, me dije. Saqué mi cartera y le di 20 rupias al jefe del lugar, el cual tocó el suelo con el dinero y lo depositó en la copa de los donativos.
Seguí caminando, y al otro lado del patio del templo había cuatro personas sentadas y tumbadas en el suelo que me ofrecieron ponerme con ellos. Allí me coloqué con actitud meditativa y uno de ellos, ni corto ni perezoso, comenzó a hacerme un masaje en la cabeza y hombros. Después me dijo que me tumbara, pero yo le dije que no, que no me gustan los masajes, lo cual él interpretó como que solamente no quería tumbarme, por lo que prosiguió masajeándome espalda y brazos. Como veía que no podía evitar la situación, ya puestos, le dije que me arreglara mi mano derecha que tenía dolorida desde que me había caido siete veces con la moto en Ladakh (me solía despertar muchas noches con dolor y todo, que no era broma). El masajista se aplicó con la mano de una manera que yo no calificaría como efectiva, y cuando me retorcía cada dedo soltaba un pequeño gritito afeminado de los que yo preferí no reirme.
Mientras, el sadhu del grupo (el santón), de frente pintada de amarillo, rastas y largas barbas, rellenó un canuto de barro con unas hierbas que efectivamente, era cáñamo psicoactivo. Se lo fueron pasando de uno a otro y me llegó a mi. Me tuvieron que enseñar cómo se fumaba el artilugio, sujetándolo en vertical con los dedos de una mano y colocando la otra alrededor de la primera, dejando una cavidad y una abertura por donde se aspiraba el humo. Para demostrar mi fortaleza intenté no toser, pero no pudo ser, tosí y unas pocas caladas fueron suficientes para mi. El masajista continuó con la otra mano y cuando terminó, otro de los allí presentes me dijo: masajista muy bueno, merece un donativo de tu parte. Saqué de nuevo la cartera y le di cuarenta rupias, se me estaban acabando los billetes pequeños. A continuación apareció de nuevo el brahmán y el mismo individuo me dijo: brahmán muy importante, dale un donativo. Cago en tó. Ya sólo me quedaban veinte rupias en billetes pequeños, que es lo que le di. El brahmán no pareció nada satisfecho con sus ingresos y me puso mala cara, momento en el que decidí que había terminado mi visita y me despedí de tan amables e interesados personajes.
Fuera del templo, mientras me colocaba los zapatos, el sadhú salió al patio y elevando los brazos al cielo, comenzó a dar voces mientras le respondían por detrás el resto de habitantes del lugar también en pié. No se si mostraban agradecimiento por mi llegada, por mi marcha, o ninguna de las anteriores.
Mareado llegué a la habitación del hotel y permanecí una hora tumbado en la cama mientras mi mente volvía lentamente a su sitio habitual, la cabeza.
No me ha vuelto a doler la mano.

A la mañana siguiente fui a visitar el Fuerte de Agra, a unos tres kilómetros del Taj Majal. El precio de la entrada para los foráneos también es alto, pero no tanto como el monumento blanco. El fuerte es enorme, dotado con murallas gigantescas de arenisca roja, pero sólo es visitable una parte. El resto está ocupado por una mezquita que los musulmanes no quieren que se visite (estos tíos...), y por el ejército, que utiliza las instalaciones como cuartel.
Aún así, lo visitable es de una gran belleza, con grandes explanadas y diferentes estancias finamente labradas, unas de arenisca roja, las más habituales, y la parte central de marmol blanco. Allí me pasé la mañana enterita yendo y viniendo, y repasando los lugares más bonitos. Además de los turistas, también el monumento es visitado por los monos, los cuales trepan por doquier para no perderse detalle de tan magnífica obra arquitectónica y escultórica.


El lado este del fuerte, el más elevado, se situa sobre la margen del río y al fondo se puede contemplar la deslumbrante figura del Taj Mahal.
Desde las estancias de mármol, el marahaja contemplaba el mausoleo y añoraba los tiempos en que vivía con su mujer y su creciente prole de vástagos que un día le traicionaron.


Pasé el resto de la jornada a cubierto de la lluvia primero, y del bochorno casi insoportable después.

El día 16 partiría por la noche en tren camino de Benarés (ahora Varanasi para los indios). Pasé la mañana caminando por la ciudad, después comí una fabulosa y cara pizza, y como ya no tenía nada que hacer, decidí visitar un templito bajo un árbol que había visto junto a las murallas este del Taj Mahal. Mi idea era quedarme tranquilamente a la sombra del árbol leyendo, pero en India lo de estar tranquilo es realmente difícil. Llegué al lugar y hacía un calor asfixiante, el sudor rodaba por toda mi piel. Además fue llegando un grupo de niños que me pedían todo lo habido y por haber: dinero, tabaco, cámara o fotos, agua, chocolate, galletas, todo... Dificilmente me deshice de ellos, pero como estar bajo el árbol tampoco era grato, me marché a otro lugar donde al momento llegó otro grupo de niños que de nuevo me pidieron todo lo habido y por haber. Finalmente decidí meterme en una cafetería con aire acondicionado en cuyos sofás se estaba de lujo. El lugar estaba vacío, y es que su precios eran exhorbitantes para India, y algo caros para España. Pero allí me tomé dos cafés presentados en dos formatos distintos y pasé un par de horas mientras me leía un libro y me aliviaba del calor horripilante del exterior.


Ya fuera me metí en un cibercafé y allí me encontré con mi amigo Didac, un barcelonés que había encontrado en Leh (Ladakh) y con el que había visto el partido España-Portugal antes de que se marchara de trekking. Estuve en el cibercafé, pero apenas miré el ordenador, pues estuve de charleta con él. Finalmente se marchó a cenar y yo me fui a recoger mi mochila y a la estación de trenes.
Ya en el andén encontré a Robert, al que había visto fugazmente en el despacho de billetes de la estación de Nueva Delhi. Nos presentamos y rápidamente trabamos conversación y amistad. También se nos unió un japonés que andaba por allí y dos chicas de Lérida muy simpáticas.
Todos ellos viajaban en clase Sleeper: literas sin aire acondicionado, mientras que yo, para esa ocasión y por probar, había elegido segunda clase: literas con aire acondicionado y más del doble de precio.
Allí coincidí con unas sosas chicas inglesas con las que no hice amistad ni casi conversación, y eso que yo estaba de lo más simpático. Dormí estupendamente a pesar del frío que hacía en el vagón: me tuve que tapar con sábana y manta so pena de morir congelado.
A la mañana siguiente me fui a buscar a Robert y a las chicas leridanas, y en un entorno bastante más cálido que mi vagón, estuvimos de cháchara hasta que llegamos a Varanasi, casi cumpliendo con el horario previsto.

11 comentarios:

  1. Hola Juan, sigo tu periplo indio (más de 3 meses, desde que saliste de Nepal, si mis cuentas no me fallan). Felicidades por tu literatura y tus fotos. Te veo fantástcio y me alegro un montón. Veo que sigues haciendo compañeros de viaje. Dos leridanas ! Vaya con lo pequeño que es Lleida. Enhoranbiena !!
    Un abrazo y suerte en Tailandia.
    Dani. Lleida

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  2. Cuidadín con los masajistas, que telías,te lías...
    Un saludo DonBenitense

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  3. Por lo menos te arregló el dedo, aunque si te dejas te dá con todo lo gordo..
    Saludín

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  4. Hola Juan!!!!
    Un abrazo desde Barcelona!!! De tus compañeros de cena de la shanti guest house (Varanasi)!!!
    Seguiremos tus andanzas!!!
    Por cierto...recuerda que si ves un rinoceronte no te bajes del jeep!! jejeje

    Saludos!!

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  5. Juanito que fotos tan bonitas ¡¡¡¡¡
    Como me alegra verte contando tantas aventuras ¡¡¡¡
    jejeje ten cuidadin con los masajistas
    Muchos besosssss

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  6. Vaya, veo que el ataque del rino en Chitwan ha dado la vuelta al mundo, pero los gavachos del jeep no nos han mandado el video. Mecagüenlá !

    Saludos
    Dani

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  8. Yo quiero ir a Agra, joder! Más ahora que sé que el Taj Mahal no está dedicado a ningún dios.
    PD1: Te digo una cosa yo no sé si le hubiera cedido el asiento al japo
    PD2: El de la bicimoto podía haberte llevado a por las entradas en vez de ponerte nerviosito perdido
    PD3: Las caricias del tío ese merecieron la pena

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  9. En el Taj Mahal, hay UNA sola Mezquita, no hay una a cada lado. La que mira a la Meca, es la Mezquita..el edificio opuesto, es simplemente para no romper la maravillosa simetria del lugar. tienes que documentarte bien de datos tan importantes como este, sobre todo para los que no conocen el lugar y aprenden a travez de la lectura que tu ofreces...y Varanasi es Varanasi, pero eso ya es otra historia.....

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  10. Hola Anónima: ya he corregido lo de las dos mezquitas, y las he reducido a sólo una, tal como quería el profeta mofeta. Como las mezquitas son edificios sin ornamentaciones, ni tienen señores colgados de un palo ni señoras levitantes de color azul celeste, pues me lío. 1.000 perdones.

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